Erigir un territorio significa algo más que la mera colocación de piedras: hace falta convenir símbolos, encontrar certezas y, sobre todo, construir un lenguaje para reconocerse en el espacio. El recuerdo del Altépetl mexica hace notar que hemos perdido algunos de estos procesos en las ciudades actuales.
Por: Juan Eduardo Bárcena Barrios 1
I. Hay dragones en Google Maps
Mi mirada se fija en el celular. Dado que el intento por llevar una vida social saludable nos orilla a realizar de vez en cuando reuniones con amigos y conocidos, no podemos escapar a la responsabilidad recurrente de planificar estos encuentros. Sin meditar mucho en el cúmulo de opciones que tengo a mi alcance, googleo: “alitas y cerveza sur cdmx”. Considero irresponsable escoger al azar el lugar de reunión, de modo que el paso subsecuente comprende un sencillo proceso de tamizaje de restaurantes, que van desde las franquicias más importantes en la oferta de alitas hasta los emprendimientos familiares que consideraron prudente hacerse visibles en Google Maps. Al final, la decisión se toma al ponderar los precios del menú y la evaluación que tienen en la aplicación. La aparición de los comercios en la plataforma brinda certidumbre de su existencia, a la usanza burocrática con que el acta de nacimiento certifica que efectivamente nacimos. Asimismo, la calidad de lo que los comercios ofertan se traduce en un número de estrellas, producto del juicio de clientes incomprobables y sin rostro.
Hoy resultaría difícil, para buena cantidad de la población millenial, generación “z” y uno que otro insurrecto de la generación “x” visualizar su territorio sin las aplicaciones de mapas y navegación. La certeza de ubicación parece estar muy ligada a las necesidades básicas del ser humano, y su concreción inmediata a la aparición de la humanidad sedentaria y agricultora. En un consenso fortuito, las culturas alrededor del orbe miraron con especial atención al cielo, encontrando en el Sol, la Luna y los astros la solución a la incertidumbre —eso que los griegos llamaban Khaos, el abismo mismo—. La humanidad también aprovechó esta observación para darle solución a su orfandad, encontrando en los astros y en otras manifestaciones tangibles de la naturaleza a sus padres espirituales, dioses que posibilitaban las cosechas y que los ubicaban no sólo en una geografía, sino en un transcurrir de la vida y el tiempo.
Si la cruzada eterna contra la incertidumbre ejemplifica el avance de la humanidad como sustantivo colectivo, al otro lado acecha el miedo. En los mapas medievales que se desarrollaban a partir del conocimiento acumulado por la navegación marítima, que cada vez se atrevía a explorar confines más lejanos, se ponía, a manera de advertencia, la frase Hic sunt dracones —aquí hay dragones— en los espacios del mapa desprovistos de masa continental. Se consideraba que, en su condición de desconocidos, aquellos territorios sin explorar significaban un peligro grave. Mientras que el conocimiento tomaba la forma y cualidad de la luz, la ignorancia y el desconocimiento se conceptualizaban en forma de monstruos que acechaban en la oscuridad de lo inexplorado.
La incertidumbre trae consigo trampas y, como todo miedo infundado, suscita conductas hostiles contra el entorno inmediato. Al dar un repaso breve a la historia y al origen de las relaciones internacionales, encontramos que el descubrimiento de nuevos territorios, por norma o necedad, se transforma a menudo en un acto de conquista: a veces de un territorio virgen cuyo cúmulo de recursos queda al alcance para extraerse o explotarse; sin embargo, en otras ocasiones, esta conquista se acompaña del poblador originario, junto al trágico desconocimiento de que “aún no había sido descubierto”.
México es un ejemplo claro de estos procesos. Poco después de consumarse la conquista en el siglo XVI, el Imperio español, azuzado por un enorme pragmatismo, edificó, con la piedra y el emplazamiento de los Teocallis prehispánicos, los nuevos templos dedicados al dios que llegó también en barco, junto con siglos de cultura africana arrancada de su territorio para servir desde la esclavitud. Los caminos y la traza del sitio fueron preservados para darle lugar a la ciudad española, relocalizando a los originarios en asentamientos ceñidos y periféricos, con el fin de prevenir a tiempo una revuelta que pudiera estallar mientras dormían. La forma del paisaje ancestral se mantuvo parcialmente. El paisaje cosmogónico, en un proceso de sincretismo posibilitado por franciscanos, dominicos, agustinos y jesuitas, que consideraron deshonrado exterminar a los hermanos mesoamericanos, mutó conservando de alguna manera la idiosincrasia local. De este modo, la certidumbre del lugar de los pueblos prehispánicos sobrevivió, aunque gradualmente se vería extraviada en el nuevo y vasto universo semiótico.
En lo concerniente al lenguaje, se debe asumir que el mundo de los símbolos y significados se construye recurrentemente mediante la contingencia, mutando cual ser vivo, a veces de forma azarosa. El concepto actual de zócalo, por ejemplo, resultaría difícil de comprender para un habitante de la antigua Tenochtitlán. El 21 de abril de 2017, en la plancha del Zócalo se descubrió la base octogonal del proyecto fallido de uno de los personajes más infortunados de la historia nacional, Antonio López de Santa Anna. Con el afán de conmemorar el aniversario de la independencia, dicho personaje propuso incorporar un obelisco considerable donde estuviera el demolido mercado Parián. Salvo su zócalo, el monumento nunca se ejecutó, marcando con su interrupción el inicio de la guerra con Estados Unidos que culminaría con la pérdida de aproximadamente la mitad del territorio mexicano. Tres meses después de dar la noticia de su redescubrimiento, se le ocultó de nueva cuenta, a semejanza de los proyectos y el legado de su “Alteza Serenísima”, marcando la posición del basamento con un cambio de pavimento sobre la plancha del Zócalo. Como es de esperar, resulta complicado justificar por qué este monumento, que nació muerto, terminó por ser el que nombró a la plaza más icónica y politizada del país.
Algo que facilita el dominio de nuestro entorno es, sin duda, la elección de un lenguaje de representación. En el caso mexicano, este ejercicio creativo ha implicado la elección de nombres de calles y plazas que conmemoran a caudillos de tiempos remotos, políticos locales u otros territorios ajenos al lugar. La memoria ha tomado forma en un conjunto de símbolos, como las estaciones de metro, cuyos logotipos aluden al nombre de la estación (por mencionar dos casos: usando un chapulín para aludir a la etimología del cerro de Chapultepec o al exagerar el perfil de la cabeza de un expresidente para señalar el cruce con una avenida que lleva su nombre). La justificación de estos símbolos no busca siempre un reconocimiento por su proceso de conceptualización, sino transformar de forma contundente lo territorial en una imagen inolvidable, fácilmente identificable en medio de las prisas de la vida moderna.
Nuestra urgencia por responder a las exigencias que plantea la cultura de la hiperproducción hace que resulte fastidiosa la contemplación o la mirada atenta a los lugares por los que pasamos. Las aplicaciones de navegación desconocen, por un desfase de configuración, el sentido de ciertas calles, si están pavimentadas, si son de uso peatonal o si son callejones que cambiaron su uso público por privado. Es altamente probable extraviarse en el territorio del Big Data. Cuando no hay servicio de internet —o se combina la ignorancia de lo digital y de quien consulta el universo incompleto de datos—, el usuario incauto experimenta la fragilidad y la orfandad de quien se encuentra por primera vez en un territorio inexplorado, mientras repasa el cúmulo de situaciones a las que se ha expuesto: hay dragones en Google Maps.
II. La piedra y la traza, otra forma de identidad
En el origen de sus asentamientos, múltiples culturas asumían que el territorio obedecía a un orden natural, al igual que sus costumbres sociales o su filosofía de vida, por lo que era menester representarlo en lo urbano. Salvador Galindo y Jaime Klapp, en el texto Arqueoastronomía y la traza urbana en Teotihuacan, mencionan que la disposición de los emplazamientos y la traza de esta ciudad prehispánica fueron determinadas a partir de la posición de cenit del Sol en las fechas de inicio y fin del calendario mesoamericano. Dicha condición daba una inclinación de 17 grados respecto del “verdadero” norte. Este dato podría parecer singular, de no ser por la gran cantidad de ciudades prehispánicas que, a lo largo de Mesoamérica, presenta un grado de inclinación muy similar en su traza: este mismo patrón lo siguen Tenochtitlán, Xochimilco, los pueblos originarios de la confederación Malacachtépec Momoxco en Milpa Alta o las ciudades olmecas y mayas, por mencionar algunos casos. La contemplación del Sol no sólo es conocimiento, certidumbre y religión, sino también representación de una cosmogonía que ordena la ciudad, una identidad hecha traza y piedra.
El concepto nahua que evoca la coexistencia de un territorio natural, edificado, cultural y espiritual fue denominado Altépetl: un lugar que, para existir, requería un equilibrio entre lo humano y lo natural. Por efecto de esta relación, su etimología proviene de la conjunción de las palabras montaña y agua, evidenciando la condición de habitar una cuenca colmada de esta última. Una imagen tan alusiva al equilibrio contrasta con la transformación que ocurrió en el Altépetl mexica después de la conquista, cuya imposibilidad de convivir con el lago motivó su desecación por etapas. No obstante, en una poética que posibilita la morfología urbana, el orden persiste, tomando la virtud de volverse sempiterno.
Lo sempiterno, a diferencia de lo eterno, no siempre estuvo ahí. Se advirtió un orden de fuerzas primigenias, y usando el territorio como lienzo, se plasmó el Altépetl, resultado de una coautoría entre el universo y el habitante. En este Altépetl sempiterno, todo sigue perfectamente estructurado: se trata de un retrato de la cosmogonía de los antepasados prehispánicos que, en la búsqueda de su lugar en el mundo, adoptaron un orden para homenajear con su día a día a sus dioses. Este retrato, que redibuja la estructura originaria del asentamiento, hoy da sentido a las líneas del metro y a los trayectos que sugiere la productividad de la ciudad más poblada del país —ahora acuatizada desde las profundidades—. El lago se ha desecado, la topografía accidentada de la orilla de la cuenca se oculta tras edificios de varios niveles y la casa del dios español tiene inscripciones nahuas en varios de sus bloques de piedra. De vez en cuando, los herederos del Altépetl se dirigen en metro al Templo Mayor y se enorgullecen de apropiarse del ombligo de la nación, dándole un uso cívico, político, lúdico. Cada cierto tiempo, peregrinan a la Villa de Guadalupe para rendirle culto a Tonantzin. La idiosincrasia de estos herederos, fruto del mestizaje, hace eco con su territorio, y su destino rima con el uso ritual del Altépetl.
III. El territorio como espejo
El desarrollo de la filosofía desde la escuela clásica situó a la lógica como la mejor herramienta para diseñar el hábitat y el acto de habitar. El logos, combinado con el ingenio de Hipodamo de Mileto, dio forma a la traza ortogonal y racional de su ciudad de origen. No por ello se negó un lugar privilegiado a la religión: se creó en la acrópolis una gliptoteca de lo sagrado, donde las obras arquitectónicas funcionaban más como esculturas que como espacios habitables, jerarquizadas por encima del resto de la polis gracias a la altura del terreno sobre la que se yergue. Asimismo, el ágora dio origen al espacio público, donde se cumplía un conjunto de normas establecidas mediante acuerdos sociales: así se emplazó la vida pública. Los griegos se convirtieron en la semilla de occidente que organizaría lo urbano desde la filosofía y lo humano.
Como concepto de diseño urbano-arquitectónico, el logos alcanzó su cumbre con la tendencia funcionalista que concibió —primero de la mano de la Escuela de Chicago y después con Le Corbusier y la Bauhaus— la idea de que la función debía de imperar en la construcción del hábitat. Las utopías urbanísticas de Le Corbusier planteaban una tabula rasa en el centro de París, borrando toda evidencia de la ciudad medieval y erigiendo tótems a la modernidad en forma de torres habitacionales que se asumían como ciudades verticales. En éstas no era necesaria la vinculación del usuario con el entorno. La idea de la casa como una máquina de habitar demostró su agotamiento con la demolición del conjunto Pruitt Igoe durante 1972, en Estados Unidos. Tras de sí, este acontecimiento dejó una deuda de problemas sociales sin resolver. Su destrucción se convirtió en el acta de defunción del movimiento moderno.
Entre las tantas críticas hacia la negación de lo antropológico en la construcción del hábitat, Aldo Rossi rescata el concepto del genius loci en un estudio de los centros históricos en ciudades antiguas. El autor comenta que hay un espíritu del lugar que puede traerse a la luz al examinar los orígenes de la morfología urbana, aunque no siempre sean evidentes debido a la destrucción parcial o total de sus emplazamientos originales. Por esta misma razón, Rem Koolhaas advierte el proceso de transformación de la ciudad aspiracionista de la modernidad, que, en el camino hacia la vanguardia, se convierte en una ciudad genérica, sin identidad, que calca modelos y formas agotadas de las capitales económicas de occidente. De este modo, entendemos que todo cuanto recorremos día con día es el retrato de una introspección en comunidad, un psicoanálisis hecho escultura que deja al descubierto aquello que más valoramos de nosotros mismos como sociedad.
IV. La apropiación es territorio
Posiblemente, la metodología del proyecto urbano-arquitectónico que ha demostrado tener mejores resultados —por encima de lo meramente cuantitativo que aún sugiere la postura positivista— es aquella que toma en cuenta al habitante. El hecho de fomentar la participación de los usuarios visibiliza las necesidades y ensoñaciones no sólo individuales, sino también colectivas.
La apatía por el entorno es síntoma de un territorio que no corresponde a las necesidades humanas, aun cuando las formas traten de evocar ostento y poder adquisitivo. La dinámica contemporánea de la transformación urbana promueve la revitalización económica a partir del comercio y la privatización del espacio, engendrando una multitud de plazas genéricas con los mismos locales comerciales que, casi sin excepción, siguen el diseño determinado por los estudios de mercado e imagen de las cadenas internacionales. Se oferta una identidad diseñada para el consumo desde un catálogo de opciones donde se ponderan calidad, precio y prestigio de la marca. En este lenguaje, cada vez hay menos símbolos y significados. En una ciudad rediseñada para el consumo, las aplicaciones de navegación dan por defecto la opción de ver la imagen satelital sin texturas, colmando el territorio de etiquetas que aluden de algún modo al consumo. Bajo esa lógica, se ha vuelto necesario catalogar las opciones de convivencia con nombres de comercios, calles y calificación de lugares.
En un país que no puede dotar de vivienda al grueso de sus habitantes, sobrepasado por el incremento del precio de las rentas y asolado por la violencia, se exige un proyecto urbano que no sea sólo para el consumo. La ciudad también está ahí para recorrerse a pie y generar experiencias, recuerdos y vínculos con el territorio. No es vano imaginar una ciudad en equilibrio con el entorno natural, que responda a la necesidad del habitante de ser protegido por su medio…un Altépetl contemporáneo.
- Catedrático, arquitecto y compositor musical. ↩︎