No pocas culturas han impugnado, a lo largo del tiempo, la personificación de lo divino. La alternativa frecuente recae en la evocación, cuyas metáforas, alegorías o traslaciones componen actos poéticos no menos contundentes. Como se alega en este texto: lo sagrado de pronto “se filtra por los espacios y las formas”.
Por: mashelli contreras 1
Dios es un faro o un cíclope de mirada luminosa y cálida, omnipresente, omnipotente, que se contiene dentro de sí e irradia. Primero estaba el mar. Los humanos lo supieron y colocaron adoratorios y faros en las costas o en los peñascos próximos a ellas. Así emularon diariamente la creación, atemperando con la luz lo temerosa que resulta la inmensidad y profundidad del agua. Un faro es una imagen que recrea a Dios sin la insolencia de ponerle un rostro, y mueve, como en el Génesis, su energía sobre el agua.
Los fareros juegan a ser divinos al domesticar y manejar la luz y la oscuridad en tiempos. Su labor es solitaria y atenta: tanto esperan para que algo rompa la uniformidad del mar que nadie aguza la mirada como ellos. Pero eso no basta para ser vehículo de luz: se es cuando, además, se guía. Orientan desde la concentración que da la incomodidad y la lejanía de un peñasco. En esa monotonía, ¿qué puede haber más importante que dejar aparecer la vida y establecer comunicación con ella?
El trabajo de los fareros está lleno de belleza y fe, pero la distancia a veces es cruel. En su encomienda vinculan, pero no palpan; acarician con mímica la existencia y encuentran consuelo en pensar que la luz es la extensión de su tacto. Desean sentir lo que Dios cuando toca la vida y la refracta. Lo imaginan y, con un suspiro, regresan a la templanza de los rituales cotidianos.
Trabajar con Dios no es fácil; tampoco comunicar lo que quiere decir. Siempre se corre el riesgo de una mala interpretación que ocasione, con un destello distinto o a destiempo, que algunxs se alejen por creer que no han llegado al puerto correcto. No sólo es cosa de tiempo. La intensidad de la luz también importa. Si el faro ilumina levemente su aparente proximidad, puede causar naufragios, por eso los fareros tienen que procurar su potencia. Todxs estamos bajo la mirada de Dios, pero ninguno sobre ella.
Un faro no es un destino, sino una mensura entre un antes y un después. Quienes llegan por mar lo saben, sólo hay que sostenerse un poco más para poder tocar tierra firme. Se puede llegar remando o nadando como si se tuviera que poner la labor del cuerpo de penitencia. No hace falta. A veces sólo es necesario confiar en la generosidad del viento que acerca a las embarcaciones a la costa o que hace flotar cuando no se tiene más balsa que el cuerpo.
El borde entre la tierra y el mar también es el faro que ilumina 360 grados y hace que la oscuridad para ambos dominios sea un episodio en el cual cultivar la fe. El tiempo es cíclico y reza: “el intervalo de oscuridad antecede al de la luz, el intervalo de oscuridad antecede al de la luz”.
Al faro no se le puede ver a los ojos, hacerlo enceguece. Como en el eclipse, su mirada se encuentra en lo que se filtra por los espacios y las formas. Dios entra en lo roto. Avisa que ha llegado cuando parpadea entre las hojas.
Entre la luz y las tinieblas también hay un límite que, por lo regular, se destiñe dos veces al día. En esos pequeños tránsitos, la brillantez de la vida se desdobla porque la acompaña su sombra. Así es la gracia de Dios. Basta con mirar a quienes ha dejado entrar a casa.
- Practicante de cuidados y letras. ↩︎