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Cuatro estaciones: entre dioses y monstruos

Por: Adriana Pérez

Un edificio (el Anahuacalli) y una melodía (las cuatro estaciones) rozan sus contornos. Uno es espacio; la otra, tiempo. Más que un diálogo, su contacto parece un baile: intercambian posiciones, velocidades, transgresiones. Entre sus giros, se alcanza a ver a la divinidad…siempre más allá: siempre a la orilla del lenguaje.

Por: Adriana Pérez 1

¿“Formas de lo sagrado: dioses, monstruos y otras representaciones”? Llevo varios días dándole vuelta a este papel, pensando cómo tratar esta pieza y continúo sin encontrar una respuesta clara. La cuestión espiritual en mi vida —sobre la que no pude dejar de pensar cuando recibí el tema para esta entrega— ha sido un ir y venir de muchos cuestionamientos que siguen abiertos.

“Dioses, monstruos y otras representaciones”: a todos los siento alrededor mío mientras escucho las cuatro estaciones de Vivaldi. Pienso en las presentaciones de lo “divino”, entendiendo el primer acercamiento como la revelación de “algo más”: más grande, más feliz, más allá…simplemente, más. Pienso también en los “monstruos” como las figuras que surgen tratando de llenar vacíos, intentando justificar respuestas: tratando, intentando. Pienso en las “otras representaciones”, como los delirios de la humanidad. Y pienso en mis propias representaciones…

Empecé este manuscrito teniendo en mente a Diego Rivera y al Museo Anahuacalli. ¿Pirámide contemporánea? ¿Mausoleo de inspiración mesoamericana? ¿Monumento al ego? Acaso sea un poco todo lo anterior: una representación más de dioses y monstruos, la reinterpretación del cielo, el inframundo y loqueseaquehayaenmedio —tierra, quizás—. Me gusta su masividad, su mexicana opulencia y su semblante que, ante mis ojos, se revela descaradamente mortuorio. Me gustan las sensaciones al interior: la piedra fría, el aire ligeramente húmedo y la penumbra. Siempre me quise imaginar dentro de una gran pirámide en su esplendor. De alguna manera, mi mente se siente ahí cuando lo recorro: las escaleras angostas hacen sentir como si el edificio te absorbiera y se viniera encima de ti; después, una doble altura, que contrasta con el nivel de acceso, suscita una impresión aplastante (se siente como el presente, pero un poco también como lo terrenal). Pasamos de ver los ídolos y altares para encontrarnos con las pinturas y bocetos de Diego…y más, más allá, más allá de las escaleras abrumadoras, está la terraza con cristales que reflejan la ciudad alrededor, abriendo la vista al cielo y a la inmensidad.

Creo que el Anahuacalli pudo ser el ejemplo perfecto para platicar sobre las formas de lo sagrado; sin embargo, me desvío del tema con Vivaldi para (re)pensar en mis propias (re)presentaciones…

Empiezan los violines.

Con la primavera siento el despertar, el florecer, el sentirse inmortal, semejante —¿cercano?— a una forma divina. Porque de alguna manera siento la divinidad como eso que parece puro, inalcanzable, perfecto —¿feliz?—, rebosante, completo y, quizás, un poco ingenuo.

Después llega el verano y, con él, ilusiones que parecen romperse, horizontes que se alejan y la incertidumbre que desplaza a la certeza. Empiezo a crear monstruos para encontrar justificaciones. La pradera se vuelve un bosque tupido y las flores se vuelven difusas, la luz ahora me ciega. ¿De qué me estás hablando? Las sombras se intensifican. Los dioses se volvieron monstruos. ¿Nos volvimos? ¿Qué somos? ¿Quiénes somos? ¿Por qué somos?

Siento un grito desesperado y un remolino me envuelve. El verano es un golpe de realidad, el Sol ya no calienta, ahora quema y empieza una carrera desesperada. Quiero desaparecer. Tocamos la divinidad y rompimos el encanto. De cerca las virtudes divinas de la primavera (de los dioses) se vuelven sofocantes.

Las horas empiezan a pasar y el día se desvanece. El Sol corre y se cae, lo devora el horizonte.

Duermo.

Despierto.

No sé si con el otoño llegue la madurez, pero vuelve la tranquilidad —o la ilusión de ella, qué ilusa—, producto quizás del entendimiento, quizás de la resignación…de la condición humana, que de divina tiene mucho, y de monstruosa tiene más.

Los dioses se compadecen. Llega la lluvia. Bebo, respiro, descanso.

Invierno, el ocaso de la vida. El frio anestesia.

Lo veo, lo entiendo, lo reconozco, pero no lo acepto. Llanto, pero dolor, pero maldad, pero venganza, pero despertar.

Lo soy todo: mis dioses y mis monstruos.

Un grito que agoniza con paciencia. Lo he visto todo.

Un respiro y luego siento el final.


  1. Arquitecta y escritora mexicana. ↩︎

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