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“Oh desventurado de ti, gran pecador, gran idólatra”

Por: Samuel Cárdenas García

Del encuentro entre la espiritualidad europea y la mesoamericana abreva la duda: ¿cuál es el dios más divino: el que asemeja al humano o el monstruoso? La distancia parecía insuperable en la emergente sociedad novohispana, que demandó grandes astucias para consumar un cambio de fe.  

Por: Samuel Cárdenas García 1

“Oh desventurado de ti, gran pecador, gran idólatra”. Con estas palabras, Fray Bernardino de Sahagún comienza un sermón que escribe en lengua náhuatl para el segundo domingo de Pascua. En el texto, el misionero franciscano habla sobre las desventuras en el Mictlán —el inframundo mexica— y lo que podría suceder a los indígenas si continuaban adorando a aquellas imágenes que llamaban “dioses”. La evangelización española posterior a la caída de México Tenochtitlan ha sido una de las campañas más importantes de la religión católica. En particular, este sermón invita hoy a reflexionar a propósito de la conmoción que, ante los ojos de los españoles, suscitó el arte religioso indígena; además de la interpretación cristiana de las expresiones de lo divino en Mesoamérica. Más allá de los rituales y ceremonias que realizaban los pueblos indígenas para la adoración de sus dioses, o los actos de destrucción que se realizaron durante la evangelización y la llamada “conquista religiosa”, trabajaremos sobre los elementos artísticos de las religiones mesoamericanas y la interpretación por parte de los evangelizadores que instigó a anularlas.

El arte mesoamericano, en especial el religioso, tenía por cualidad la abstracción, además de hibridar los cuerpos humanos con la naturaleza para dotar de características místicas a sus divinidades. Sus cuerpos y atributos eran metáforas de condiciones divinas, construidas a partir de los elementos que el ente divino controlaba o en los que ejercía su patronazgo. Muchas de las características de los dioses eran fugas creativas de la realidad y de los cuerpos comunes de los hombres, condición que permitía marcar una distancia entre los mortales y los seres divinos.

Principalmente, los artistas tomaban prestados elementos de la naturaleza y los abstraían para explicar los diversos fenómenos de la cotidianidad. Animales, materiales o herramientas eran dotados de valor sagrado para implantarlos en sus dioses que, si bien tenían cuerpos formalmente similares al nuestro, adquirían un carácter híbrido por el agregado de partes que terminaban por enfatizar determinadas representaciones. Algunos elementos como colmillos, lenguas bífidas o de pedernal, máscaras, garras, cuerpos descarnados o en estado de descomposición se usaban para dar forma a las divinidades materializadas en figuras de barro o piedra que se empleaban en ceremonias y rituales.

Las formas abstractas y la hibridación mesoamericana en la época del primer contacto con los españoles escapaban de toda lógica simbólica del arte europeo, que, en cambio, buscaba la figuración y el realismo de los cuerpos. En aquel momento, la idea de un solo dios y del humano como creación a semejanza suya imperaba en la ideología de Europa. Por eso no es extraño que el contacto con el arte autóctono y su idea de lo divino suscitase el sobresalto de los evangelizadores. Aun para los aliados indígenas de los españoles, no hubo un respeto de su religión: se inició un trabajo de conversión masiva. La misión de los religiosos mendicantes fue erradicar cualquier tipo de expresión e idea de la cosmogonía mesoamericana para sustituirla por la cristiana. La mirada de los frailes frente a la representación de lo divino de los “naturales” debió ser un impacto entre el asombro y el desconcierto: aquellas formas desconocidas, incomprensibles y grotescas los llevaron a adjudicar a los demonios la creación de los dioses mesoamericanos.

Las “aberraciones” de las religiones indígenas no sólo motivaron la conversión de la población, como la bibliografía siempre hace referencia, también favorecieron la conversión semiótica del arte mesoamericano. Fue un proceso de reinterpretación de lo que vieron los frailes: colmillos, lenguas que descarnan la piel, la representación sagrada de la muerte, las serpientes, las fauces de la tierra, el inframundo y una vasta lista de figuras que, para los mesoamericanos, eran parte de su cosmogonía y la forma de entender lo sagrado o lo divino. Los cristianos veían seres monstruosos, cuya creación sólo podía ser obra de los demonios. Era necesario, por tanto, negar su divinidad frente a los naturales.

Conversión espacial

Por supuesto, hay una relación entre lo divino y la trascendencia después de la vida. Desde la perspectiva indígena, la vida después de la muerte y el lugar de reposo dependían de la manera de morir y no de los actos en vida, como en la visión moral cristiana. El inframundo fue apropiado para sugerir que, si los naturales seguían practicando la idolatría de sus dioses, les esperaba un lugar de tormento. El Mictlán, destino principal en la creencia nahua, fue arrebatado para convertirse en el infierno católico. Éste es un ejemplo de cómo se reinterpretó espacialmente la creencia sobre la muerte, haciendo una conversión del descanso eterno. Después de casi 500 años, el arte mural de algunos sitios, como las capillas de Xoxoteco o la capilla abierta de Actopan, aún dan espectáculo de aquel lugar bajo la tierra: se representan flamas y personas torturadas por los seres que, en algún momento, fueron divinidades mesoamericanas. Los evangelizadores se dedicaron a cargar a estos seres de un valor negativo, convencidos de que provenían de dicho sitio.

La conversión religiosa de lo espacial-habitable se vivió en la destrucción de los espacios y templos indígenas, y su sustitución posterior por el templo cristiano. Para discutir esta condición, antes que nada, es importante notar la metáfora de la monumentalidad de las montañas, que tuvo una influencia importante en la concepción del espacio de las culturas prehispánicas. La arquitectura mesoamericana comenzó como montículos o cúmulos que, con el paso del tiempo, se complejizaron en formas, alturas, desplantes, orientaciones, enmarcamientos… pero no dejaron de lado su esencia de elevarse sobre el horizonte para representar “montañas artificiales”, espacios sagrados de peregrinaje, lugares de control y habitáculos para las deidades. Los accesos de algunos templos nos remiten a cuevas como las que encontramos en ciertas montañas. En ocasiones, nos reciben las fauces de la tierra que, a su vez, se interpretan como un reptil monumental cuya piel es la corteza terrestre. No es desconocido, por ejemplo, que el templo mayor de México Tenochtitlan era la representación simbólica del cerro de Coatepetl: tenía una narrativa sobre el nacimiento de Huitzilopochtli y se reproducía la escena del sacrificio de Coyolxauhqui dejando caer su cuerpo sobre las laderas del templo. Si bien no hay muchas evidencias para afirmarlo, este caso demuestra que los templos en el territorio mesoamericano podían guardar una narrativa reproducida en ceremonias.

Bajo la necesidad de la conversión, los evangelizadores construyeron, primero en los territorios aliados y posteriormente en los conquistados, conventos y templos que simbólicamente consolidaban el control político, pero también el religioso. Los atrios, espacios protagónicos del primer periodo de evangelización, fueron testigos de los trabajos realizados por los evangelizadores para enseñarles los sacramentos de la fe y oficios a los naturales. Se tiene la creencia de que todos los conventos del siglo XVI están construidos sobre las ruinas de plataformas piramidales. Si bien hay casos en que es cierto, no siempre se cumple esta condición. De cualquier modo, es un ejemplo de conversión de lo espacial: aquellos sitios, que antes de la llegada de los españoles eran sagrados y de culto, fueron apropiados para el nuevo credo del dios que llegó y suplantó a los anteriores. Si los nuevos templos católicos —iglesias— eran la casa de Dios, ¿dónde habitaban los demonios? Los evangelizadores debieron encontrar la respuesta en los templos indígenas. En códices virreinales se encuentran representaciones de templos donde moran demonios figurados según la tradición visual europea. En otras ilustraciones, hay frailes incendiando los templos y demonios escapando sin rumbo, sin casa, sin espacio para ser adorados.

Conversiones, despojos y otras fugas

Nunca sabremos a dónde escaparon esos seres que, ante los ojos mesoamericanos, fueron alguna vez dioses. Tampoco terminaremos de comprender su expresividad artística, pues fueron expulsados y sustituidos por la fe de los recién llegados, cuya convicción de traer el dogma verdadero hizo convertir a los indígenas que habían sido “engañados”: adoraban demonios, a quienes tenían por dioses, pero que, en realidad, los estaban condenando al castigo eterno. Bajo la proclama de rectificar la fe de los nuevos fieles, se ejerció un poder que peca de inocente —más bien, impulsado por la convicción de poseer la verdad—. Se realizaron actos destructivos bajo una conversión simbólica, siempre disfrazados de educación y enseñanza. Al final, no sabemos si los indígenas llegaron a comprender la transformación de que fueron objeto, aquella que desearon los conquistadores.

Aunque la evangelización se hizo en primera instancia para integrar a los indígenas a la nueva sociedad novohispana, también demostró la pérdida de identidad, elemento que siempre se desvanece a partir de ciertos mecanismos de poder. La incomprensión y la postulación de una verdad religiosa hegemónica llevó a la cosmogonía mesoamericana a ser despojada, creando demonios para justificar su misión. Constantemente enfrentamos nuevas dinámicas de conversión en aspectos que implican la apropiación de una cultura por parte de otra más poderosa con la finalidad de reinterpretar según su idiosincrasia, crear nuevos demonios y juzgar bajo la proclama: “tú que eres idólatra, tú que eres pecador…”.


  1. Restaurador y conservador arquitectónico. ↩︎

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