Bestia, objeto inanimado, seres múltiples, ente incompleto: con nueve pasajes que vacilan entre la lucidez y el disparate, el autor pretende incursionar en el debate sobre la forma de Dios. Al final, parece haber sólo una conclusión: en una discusión tan enredada, a la verdad la tientan configuraciones infinitas.
A Sergio Rincón, filólogo y excéntrico erudito
Por: Daniel Ochoa Rodríguez 1
A propósito de Dios, habrá que comenzar por reconocer que las explicaciones que propone la ciencia, tanto como la religión, son meras aproximaciones y ninguna está desprovista de interpretación. En las dos intenta haber congruencia, y ésta, a menudo, requiere inventiva y creatividad: recursos que no hay razón para despreciar o enaltecer, menos aún para controvertir al postulado ajeno. Con el paso del tiempo, en las dos encontramos un reclamo de hegemonía, cuya severidad varía según la circunstancia que se trate: como en cualquier debate, resulta natural, pero la tolerancia apremia en un tema delicado.
Las descalificaciones mutuas entre ciencia y religión son funestas, cuando no bochornosas: la primera, con la vanagloria petulante de sus mediciones y el alegato de instrumentar dónde algo deja de ser una cosa y comienza a ser otra; la segunda, con el ostento de sus instituciones sofisticadas y sus intuiciones condensadas en verdades irrevocables. Muchas veces, la disputa ha querido tomar camino hacia un espacio en el que no quepa más de una explicación. Acaso habría que impugnar eso. Para mí, la existencia o inexistencia de Dios no debería ser más que una valoración que lleve a vivir una vida un poco menos desapacible, sea libre de culpa o sea libre de miedo. Al final, la verdad sobre lo divino es también una forma nómada. Y eso no tiene remedio…tampoco mayor inconveniente.2
1. Conjunciones divinas
Perplejos por la inmensidad del desierto, detuvimos nuestro paso después de perder el rumbo. Notamos que un escarabajo se había desplomado sobre su espalda: agitaba las extremidades con violencia, como un esfuerzo infructuoso por recuperar su postura. Un mar infinito de arena se desplegaba a cada uno de sus flancos. Sin mayor preludio, aquel espectáculo evocó al beduino una de sus cavilaciones juveniles sobre el origen del mundo.
El razonamiento era simple. Dios era un objeto esférico, inerte, que yacía suspendido en el punto exacto donde convergían dos infinitos perfectamente iguales. Al ser idénticas las posibilidades en cada costado de la esfera, se había formado un contrapeso milagroso entre acto y potencia: las ausencias, tanto como las presencias, se reflejaban con igual proporción en ambos frentes. Este equilibrio había anulado, desde el principio de los tiempos, cualquier diferencia que permitiese a algún infinito tomar sentido a costa del contrario. No sólo eso: la simetría de las posibilidades era la que mantenía, lógicamente, a la esfera en su sitio. Casi sobra decir que el lenguaje era inoperante en aquel estado: resultaba inútil asignar un nombre a cada infinito, pues, en sus posibilidades ilimitadas, cada uno era también el otro. Pero una inexplicable voluntad quiso que, en alguna ocasión, la esfera tuviera una inclinación ínfima hacia uno de sus costados. Aunque minúscula, fue una asimetría creadora. La pérdida del equilibrio provocó que las cosas y las palabras comenzaran a suceder: para empezar, el significado de izquierda y derecha, pero, casi de inmediato, de todo lo demás, que fue cayendo en una secuencia de sentido: avalancha del ser. Un universo había tomado forma.
Reflexioné en silencio y no perdí la oportunidad para preguntar al beduino si Dios, en lugar de ser el objeto, era aquello que lo había movido. —Dios es —respondió sin vacilar— la conjunción entre ambos: la capacidad de producir asimetrías, pero también la de dotarlas de sentido—. Después de un soplo delicado de mi acompañante, el insecto se volcó finalmente sobre su costado izquierdo y siguió el camino al que le orientaba su nuevo frente. Nosotros tomamos el mismo rumbo.
2. La bestia que babea sentido 3
Dios es, de acuerdo con la clasificación de la scala praedicamentalis, que propuso el neoplatónico Porfirio, un animal irracional: una bestia. Casi inmóvil y torpe, apenas puede contar hasta el número cuatro o hilvanar, con algún sentido, cinco palabras de su extrañísimo lenguaje; pero con sus eructos y sonidos corporales es capaz de crear un universo entero. Por supuesto, no es consciente de su acto creador, por ejemplo: a menudo padece dolores intensos por una pirámide que yace bajo sus costillas desde hace mucho tiempo, a la que creó sin querer cuando aplaudió torpemente mientras intentaba asir a una nebulosa que flotaba sobre su cabeza. Mediante un percance similar engendró el inicio de nuestro tiempo: echado sobre su costado derecho, en su típica postura exangüe, exhalaba un vaho prodigioso, cuando, de pronto, babeó todo el sentido de nuestro mundo y nos creó bajo la imagen que hoy conocemos.
Cuando no sufre a causa de las magulladuras que él mismo se ha provocado, prefiere distraerse interactuando con el entorno asombroso que ha originado a su alrededor, lleno de colores extraños, sonidos fascinantes y formas nómadas. Nadie sabe en qué momento llegará la hora en que su acto creador, irónicamente, nos destruya —o se destruya a sí mismo—. Ninguna plegaria cambiará el rumbo de las cosas.
3. A Dios nos lo comimos
Su carne aún nos embriaga. Sucedió hace siglos, cuando nuestra forma era aún muy distinta: aberrante, abominable y, casi diríamos, caótica. La osadía de nuestro acto compensó la blasfemia, y quizás no valdría la pena seguir recordándolo de no ser porque cada día supone un renovado castigo. A Dios nos lo comimos.
Dios tenía la forma de un hombre desnudo y hermoso, al que observamos por un lapso incalculable, mientras colgábamos en la oscuridad, asidos de su silencio. Su soledad y su sosiego no eran más absurdos que su belleza. Agricultor de las formas, sus manos labraban la tierra desde el alba hasta la puesta del sol. ¿Quién podría asegurar que callaba tantas cosas? Después de un acecho milenario y minucioso, un día la envidia por su cuerpo nos pareció intolerable. Alebrestados por su hermosura, nos arrojamos a su caza. Quizá la vergüenza de que nuestro aspecto terrible se asomara a su mirada hizo que evitásemos atacarlo de frente: preferimos derribarlo por la espalda. No puso resistencia. Como si reconociera una sentencia inapelable, extendió los brazos, alzó la mirada al cielo y esperó el instante —extraño momento: ¿quién acepta lo que antes no ha intuido?—. Primero nos comimos sus manos, por considerar que era la parte de su cuerpo con más significado. En seguida, devoramos sus genitales, shukra divina: reconciliación y sentido. Después engullimos todo lo demás, incluso los huesos. Entre su agonía, reconocimos, en el final de una locución parca y confusa, algo similar a la palabra Dios, cuyo sentido, desde entonces, no hemos dejado de construir.
[3.1. Variación del punto tercero]
Cargamos una culpa antiquísima y casi irracional por confundir con agonía lo que, en realidad, era el éxtasis de Dios por ser devorado. Después de siglos de perfeccionar el pensamiento esotérico —hermético, cabalista, místico—, ya no hay duda del mensaje completo que sentenció en sus estertores: “cuando terminen de devorarme, ustedes serán Dios”. Lo dijo en la lengua del albatros, la más compleja entre las lenguas de las aves. Ornamento de su aforismo, sus gritos no eran producto de un tormento, sino aturdimiento de placer.
Por un extraño sortilegio, aquel sujeto era el asiento de una maldición: Dios ocurría en él y, salvo traspasar el embrujo a otro ser, no había manera de librar su suerte. Nadie se ha considerado capaz de encarnar la causa divina, acaso por eso siempre se ha descargado a otro ser. Todo resulta más claro: ese puñetero de mierda siempre advirtió nuestro acecho y, deliberadamente, atizó una lascivia que se volvió incontenible con el tiempo. Desaparecer en nuestras fauces no era otra cosa que verter todo su sentido y su forma, incluso su pasado y su futuro, en nuestra presencia. Y aunque hoy quisiéramos maldecir a Dios, ¿a quién denostaríamos sino a nosotros mismos? A Dios nos lo comimos, y cada día supone un renovado castigo.
4. Revés del tiempo
El mundo era muy distinto a como lo conocieron nuestros antepasados y presagiábamos que su final se encontraba cerca. La mayor parte de la población había desaparecido, pero aún quedaban algunas congregaciones de humanos dispersas por el mundo, organizadas en tribus. Sobrevivía el sánscrito, el persa y —cosa curiosa— el sumerio, al que revivieron algunos ilustrados, quizá por considerarla una lingua franca. Al igual que sucedía con las lenguas, parecía que la realidad se simplificaba cada vez más: los mares se habían vuelto unas cuencas inmensas de arena, las clases de animales que subsistían no pasaban de diez y, de las plantas que alguna vez se conocieron, sólo sobrevivía el trigo. De hecho, la búsqueda de este cereal nos forzó al éxodo, pues terminó por confinarse, casi de manera aleatoria, dentro de algunos espacios muy limitados. Los pueblos habían olvidado a sus dioses y, en consecuencia, habían optado por regresar a las prácticas totémicas, sobre todo en el culto al trigo, nuestro único alimento. Por supuesto, había quien, como nosotros, afanaba sus esperanzas a la llegada de un mesías.
En aquella época se había vuelto una costumbre no hallar agua en los lugares que barruntaban los zahoríes, pero, en su lugar, una mañana encontramos algo enterrado a pocos metros de la superficie, como si se tratase de un ídolo pagano. Pese al polvo que le cubría, que no era más antiguo que su silencio, lo rescatamos aún con vida: desfalleciente, enclenque y con las manos y pies cercenados por el tiempo. Era un cuerpo raquítico coronado por una cabeza colosal, más parecido a Baal-Zebub que al redentor figurado en la Torá. Su rostro desfigurado y su posición fetal nos parecieron estremecedores: no era el aspecto en que esperábamos encontrarle, pero nos quedaban pocas posibilidades para hallar al “Hijo del Hombre”. Entre su balbuceo, que interpretamos como la lengua pura de que hablaba el Libro de Sofonías, lo confirmó: él era el mesías, pero no estaba en el tiempo correcto. Anónimo, como todos los presagios, y amorfo, como las ideas que aún se están gestando, el mesías no había nacido todavía.
Aquel acontecimiento nos hizo caer en un predicamento lógico, difícil de resolver y aún más de tolerar. Inicialmente no lo comprendimos —y aunque después lo alcanzamos a intuir, no lo quisimos aceptar—: estábamos emplazados en el comienzo. Visto desde nuestra perspectiva, todo lo que esperábamos de la era mesiánica ya tendría que haber ocurrido forzosamente. La paz ya habría acaecido, el reino de los Santos ya se habría instaurado y lo que entendíamos por escatología era muy probablemente el principio de todas las eras. Acaso por la limitación de nuestra lengua, habíamos relatado la vida en la dirección equivocada: aquello que llamábamos pasado no era necesariamente lo que precedía a aquello que llamábamos futuro. Fue una convención que, con los años, dejamos de cuestionar. En efecto, habíamos leído la vida al revés: no era el fin del mundo, era el inicio del tiempo.
5. Mundo con 1/5 de Dios
Dividían su calendario en quintos, sus ciudades eran pentagonales y su sistema de numeración tenía como base al cinco. Y al predecir su suerte, que siempre estaba echada a un quinto de las posibilidades, sólo podían tener un quinto de razón después de sus rituales de adivinación. No lo entendí, pero pedí una explicación. Señalaron una caja y me pidieron que la imaginara llena por un ratón blanco. Después, me pidieron que imaginara esa misma caja, pero ahora vacía. Me dijeron que cualquiera de los dos escenarios necesitaba del contrario para cobrar sentido: el término caja vacía sólo tenía sentido si existía la posibilidad de una caja llena; de otro modo, no habría razón para calificar el sustantivo. Dado que no se podía afirmar sin, al mismo tiempo, negar otra cosa, debía existir la posibilidad de que hubiera una caja sin el ratón blanco dentro. Pero las posibilidades no se detenían en su contrario exacto —si es que eso significaba algo—, se multiplicaban irremediablemente: debía existir una posibilidad para que en esa caja hubiera un ratón de color negro, otra posibilidad para que hubiera un ratón de color café, y, así, hasta el absurdo: una caja con una rata, una caja con una ardilla, una caja con un chimpancé, una caja con un papel que tiene escrita la palabra ratón, una caja que contiene otra caja que contiene un ratón, una caja conmigo dentro imaginando un ratón, etcétera.
Lo mismo que sucedía con el ejemplo de la caja ocurría con Dios: existía, al mismo tiempo que no existía. Pero no se trataba de dos extremos completamente opuestos que se contradecían con exactitud —digamos, un mundo con Dios y otro mundo sin Dios (o, expresado matemáticamente, como ellos preferían, 0 y 1)—, también había la posibilidad de un mundo con la mitad de Dios, otro mundo con 3/8 de Dios, otro mundo con 1/4 de Dios, y, de nueva cuenta, así ad infinitum. El azar quiso que a ellos les tocase un mundo con 1/5 de Dios.
6. La jaula del sentido
Dos hombres se miran frente a frente, al igual que todos los días desde hace 25 años. Cada uno está en un extremo de la jaula del sentido, como llaman, a modo de escarnio, al lugar donde se recluye a los condenados por herejía, blasfemia y otros delitos relacionados con lo divino. Aquel lugar pretende ocasionar perplejidad en los internos hasta orillarles, si no a la adopción de la verdad universal, cuando menos al abandono de sus ideas.
A mí me sentenciaron por controvertir los grados del ser de Tomás de Aquino: al invertirla, sugerí que la criatura era quien había creado a Dios. Aunque habían abandonado al judeocristianismo y la teología clásica desde hace varios siglos, la noción de una divinidad creada, y no creadora, les pareció imperdonable: una contradicción ontológica imposible de aceptar. A él lo habían condenado por su hipótesis sobre la emanación del sentido de Dios, un razonamiento osado que, cada cierto tiempo, me vuelve a explicar con renovadas devociones. —Imagina por un momento —siempre comienza diciendo— que esta celda es el universo: en mi costado derecho, Dios existe, y, en el izquierdo, deja de existir—. La disquisición suele durar horas, incluso días. No importa: si algo nos sobra, es el tiempo.
Según su argumento, Dios no es el creador del mundo, sino el dador de sentido. Eventual, inerte e involuntario, es una fuente que irradia significado en todas las direcciones del cosmos. El problema es que el universo no es un plano uniforme que permita distribuir el sentido divino de forma homogénea; al contrario, su geometría es irregular y está llena de accidentes: pliegues, cúspides, agujeros, hendiduras. Hay lugares que se curvean sobre sí mismos, lugares escondidos detrás de otros o lugares recónditos a los que no llega la emanación sagrada. Por tal motivo, es técnicamente posible hablar de espacios del universo en donde no existe Dios y, de forma simultánea, otros en los que sí existe. Pero hay algunos casos curiosos. A veces una superficie recibe su sentido mediante el reflejo de otra y, por tanto, es exactamente igual, sólo que al revés: así se forman los mundos paralelos. Hay otros casos en que las curvaturas de un espacio hacen que el sentido se deforme, lo que podría ocasionar —afirma no sin cierta duda— el origen del cero, la simetría, los infinitos y, en fin, todos los demás males que aquejan a un mundo. Según su cálculo, vivimos en un mundo paralelo con otro, aunque nunca ha podido precisar cuál es el reflejante y cuál es el reflejado.
Después de tantos años de conocernos, por fin encontré las palabras para pedirle que, si muero antes que él, arrastre mi cuerpo hacia el costado de la celda en que Dios existe. Sé muy bien que este lugar no es más que la figuración de su analogía, pero estoy seguro de que la mente es débil al encierro y que, al final de mis días, terminaré por asumirlo como una verdad irremediable. Francamente, no quiero yacer en el lado donde Dios no existe. Ojalá su juicio atine al mundo en que nos encontramos.
7. Un dios sin tiempo
Hay quien afirma que vemos a Dios en los últimos instantes de vida, sea dentro de las fauces de una bestia hambrienta, dos segundos antes de tocar el suelo durante una caída libre o sobre el cadalso, cuando escuchamos la hoja de una guillotina descender sobre nuestro cuello. Aunque parezca extraño, dicho planteamiento no es irracional si se admite que Dios creó el espacio, pero no el tiempo, de modo que su carácter divino sólo se cumple en la intemporalidad —como sea que queramos entenderla: instante o eternidad—. Por eso nuestro encuentro con lo divino casi nunca se consuma, salvo en los momentos precisos cuando nuestra percepción logra romper con el espejismo del tiempo.
A muchos inquieta la idea de estar en comunión con Dios sólo un instante, y quizá por eso las religiones prefieren el concepto de eternidad en un paraíso perpetuo. Pero ¿no es tan angustiante el uno como el otro? Yo, que escribo esto antes de perforar mi vientre, prefiero el instante.
8. Pequeñas criaturas
De todas las formas geométricas, acaso la que más consolidó nuestro temperamento fue el círculo. No sólo la mente de Platón, que quiso asociarlo con lo divino, advirtió en él cualidades excepcionales. Para muchos significó el trazo más simple y perfecto posible. Quizás por eso no ha cesado de excitar nuestra imaginación: el ostinatto en la música, la disposición de los crómlech, la noción del calendario Juliano, la forma que evoca una danza rupestre alrededor del fuego, la representación del cero, las recitaciones coránicas, las órbitas de los planetas —antes de suponerlas elípticas—, la pirámide de Ehécatl y, por supuesto, la idea del eterno retorno que nos reveló algún día Séneca con venerable maestría. No es errado encontrar en el círculo una cualidad única, pero sólo en la medida que procede de un alfabeto sagrado mucho más complejo.
Dios pertenece a la clase de los microhagios, unas criaturas diminutas que se comunican por medio de la geometría y su epítome más perfecto: la proporción. El mundo que crearon se basa en un juego prodigioso de equilibrios, en el que todo guarda una relación con algo más. En efecto, lo que entendemos por simetría —una condición predominantemente visual, detenida en un momento y sujeta a la percepción humana— es apenas un atisbo hacia este fenómeno maravilloso que los microhagios lograron refinar. Para ellos, se manifiesta de muchas otras formas: el silbido que emite el viento al rozar un precipicio coincide con las marcas en el torso de un reptil, el olor que desprende una flor corresponde con el azul de un cielo de invierno, el sabor del agua concuerda con la textura del cuarzo. Y aunque su lectura está vedada a nuestra comprensión, no se trata de un automatismo: es el lenguaje del mundo.
Ha habido intentos nada desdeñables por interpretar estos signos ancestrales de comunicación divina. Es claro que las líneas de la palma de la mano, los hexágonos de un panal de abejas o las nervaduras en las alas de una mariposa algo nos quieren comunicar, pero ¿quién podría reconocer el trazo de una peregrinación masiva de personas en la sombra que alguna vez proyectó un puñado de aves? No es absurdo suponer que cualquier forma, de la más espontánea a la más arcana, o de la más elemental a la más compleja, parten de un intento divino de comunicación.
Alguna vez un sabio sugirió que este juego geométrico se replica a escalas infinitas, sea hacia lo ínfimo o sea hacia lo inconmensurable: del tamaño del cosmos al tamaño del polvo, de la duración de la eternidad a la duración del instante. En tal caso, sería técnicamente posible proponer que un dios es el trazo de otro dios. No nos queda más remedio que aceptar que estamos atrapados entre dos alfabetos sagrados: uno, diminuto; el otro, descomunal.
9. La primera criatura de su estirpe
Después de caminar con los ojos cubiertos por un pasillo extenso y sinuoso —conté mis pasos, fueron exactamente tres mil—, llegamos a una cámara donde al fin me devolvieron el privilegio de la contemplación. La intuición me dictaba que estábamos en el interior de una pirámide. Aquel espacio, inmenso y casi vacío, estaba colmado de un espeso humo azul que se revolvía en espiral alrededor del Escribano maldito, un hombre cuya mano juvenil había redactado todo documento en aquel pueblo de aislamiento milenario, desde los tratados de teología hasta los textos más triviales, como las cuentas del mercader o el diario del sacristán. Su sombrero, que simulaba las protuberancias de una fiera ancestral, y su larguísima pipa delineaban una imagen a un tiempo espantosa y fascinante: la de una bestia en medio de su sueño. Sólo después de un rato intuí que el fuego de su pipa se alimentaba de papiros. Me inquietó sospechar que fuesen los mismos que había escrito.
Ante mi desconcierto, mi acompañante alistó sus explicaciones. A Dios lo habían extraviado dos veces: cuando, aún en calidad de bestias, pasaron de la percepción a la lengua hablada, y cuando, ya en su condición humana, inventaron la escritura. El lenguaje fue un sacrilegio, pues significó reducir la idea inconmensurable de Dios a una representación forzosamente limitada. La divinidad había quedado apresada dentro de una palabra, asediada por la gramática y, en fin, sometida ante la irrenunciable linealidad del habla. Asimismo, nunca lograron evitar que el ideograma que representaba la palabra Dios tuviese el mismo peso que cualquier otro signo pictográfico en su sistema de escritura: uña, planta, gallo, lodo. Todas sus conjeturas llevaron a la misma e irrenunciable conclusión: la idea más correcta de Dios debía anidar en la mente de los pueblos sin escritura, pero, aún más, en las criaturas sin lenguaje: los peces, los camellos, los humanos neonatos, los ángeles.
Me permitieron acercarme al Escribano maldito para dialogar con él, pero fue inútil. Atónito y pasmado, parecía un poseso. Tras años de repetir la misma acción ininterrumpidamente, perdió voluntariamente todo uso de razón. Ese espectáculo, que a muchos parecería siniestro, aun devastador, a mí me pareció sublime: al fundir todos los ideogramas en uno solo, estaba anulando la escritura. No sólo eso: con esta acción intentaba abolir la gramática, el recuerdo y la noción del tiempo. No me quedaba duda de que el humo era un ideograma único, cuya forma mutaba caprichosamente sin permitir la repetición y que, por no significar nada, lo significaba todo. Ni antes ni después, ni anverso ni reverso, aquel signo era pura presencia.
Con una mente sin memoria ni lenguaje, pronto estarían en un presente absoluto. De la razón, que necesita de la lengua, a la contemplación, que sólo se alimenta del instinto, estaban por redescubrir a Dios en su forma más pura, como la primera criatura de su estirpe.
- Escritor y editor. ↩︎
- Las ilustraciones de cada pasaje son autoría de Andrés Ochoa, quien interpreta cómo sería el icono de cada religión que, hipotéticamente, basara su dogma en la forma respectiva de Dios. [Para ver su trabajo con más detalle, consúltese: @typebrain]. ↩︎
- Este planteamiento es producto de un ensayo de Adolfo Castañón titulado El mono gramático: Cima y testamento, que publicó la revista Letras Libres el 19 de marzo de 2014. Al iniciar la segunda sección del documento, el autor escribe: “Mono Gramático: el animal que cree en Dios, la bestia que babea sentido”. Hago una interpretación de ese dios que bosqueja el autor: ¿cómo sería un dios que, a su vez, es bestia? ↩︎