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Requiem Divinam: dos visiones de lo divino

Por: Rafael Arce y De la Borbolla

Mucho se piensa que hay un abismo irreconciliable entre el mito y la ciencia moderna, auspiciado por la supremacía de ésta. Irónicamente, desdeñar todo producto del primero nos haría descartar, incluso, a la segunda. El silencio que se ha querido tender entre ambos revela la impericia del humano para establecer un verdadero diálogo con su historia.

Por: Rafael Arce y De la Borbolla 1

Parte 1: Prometeo

Escribir de lo divino puede parecer presuntuoso —pues da la impresión de que nos referimos a lo extraordinario, lo inalcanzable, lo indescriptible (un tema más propio de los olímpicos que del ser humano)— o ignorante —pues suele entenderse como lo retrógrado, lo irracional, lo mágico—. Cualquiera de las dos posturas dificulta el diálogo y el debate sobre lo que es divino y lo que no, al menos desde la visión moderna del mundo, porque no siempre fue así. Durante toda la historia de la humanidad, la magia y la ciencia habían sido dos caras de la misma moneda: existía un entendimiento místico entre el hombre y su entorno próximo. El “mito” (entiéndase como la narración de lo divino) era la revelación de las verdades del mundo, pero la modernidad, posteriormente, desechó esos saberes.

Hoy día, quien hable de lo divino puede ser visto con un desprecio disfrazado de respeto, como si el locutor padeciera una especie de incapacidad racional, ofuscado por el llamado “opio del pueblo”, o viviera en un profundo sueño del que debe despertar. Suele pensarse que la idea de lo divino no corresponde a un mundo lógico-científico, donde a cada acción equivale una reacción medible, observable y reducible a un lenguaje numérico universal. Nada puede quedar fuera de ese sistema o, más bien, todo lo que queda fuera de éste es, en automático, demeritado.

Ya lo anunciaba Nietzsche —no sabemos si como grito de victoria o como realización de la desgracia—: “Dios ha muerto, nosotros lo hemos matado”. Durante el último par de siglos, hemos sustituido a lo místico por lo científico, a las instituciones que guardaban lo divino por las instituciones políticas o a lo bello por lo funcional, como si el hecho de elegir la primera inmediatamente rechazara la segunda, o viceversa. No es, sin embargo, del todo incongruente esa sustitución, pues muchos de los relatos míticos pudieron ser reemplazados por razones científicas que predecían con exactitud algunos fenómenos naturales, dando muerte a los señores cosmogónicos: Zeus, Thor o Tláloc fueron sustituidos por “descargas de partículas subatómicas”, como hoy se alude técnicamente; de un modo similar, a Huitzilopochtli, Ra o Amaterasu los remplazó una estrella bastante promedio y nada extraordinaria. De alguna manera, Nietzsche tuvo razón: hemos matado a la divinidad al momento de explicar el mito. La humanidad ha secularizado —por ponerle un nombre— su pensamiento.

La secularización del pensamiento no provoca sólo la muerte de lo divino, sino que genera un daño colateral extendido hacia otros ámbitos de la vida humana. Se ha promovido que lo académico, las artes, el trabajo o el trato con el prójimo sean mucho más pasajeros y con menos significado que antes: la academia hoy sirve para obtener un título que no dice absolutamente nada de quien lo posee, en lugar de crear e intercambiar conocimientos y descubrir verdades; las artes han dejado de expresar los sublime y buscar la perfección; el trabajo ha abandonado la producción de cosas útiles y se ha vuelto burocrático, con el fin de llenar plazas. Asimismo, el trato con las demás personas es tan pasajero y desechable como tirar a la basura una cosa que ya no sirve. De alguna manera, parece que esta secularización, otorgada por los avances científicos, nos ha revelado un truco de magia y la humanidad ha abandonado toda capacidad de asombro, denigrando la verdad a modelos matemáticos, sustituyendo la belleza por gustos subjetivos y el bien por placeres momentáneos.

Lo más curioso es que el pensamiento lógico-científico haya, en un acto de rebeldía, decidido destruir la misma razón de su existencia, pues “el mito” es justamente lo que creó las condiciones idóneas para que germinara el conocimiento científico, por ejemplo: a) los números, que, en su calidad de lenguaje, nos ayudan a comprender la naturaleza; b) la academia, como un lugar de culto y de enseñanza; o c) el Big Bang, que presenta textualmente las tres características descritas del universo antes de la intervención divina en el Genesis (vacío, atemporal, oscuro). Da la impresión de que lo divino nos dio un regalo y que, obsesionados con su poder, decidimos usarlo contra él mismo, sin darnos cuenta de que ese acto de rebeldía institucionalizada no puede liberarnos de la divinidad, pues está dentro de la misma naturaleza humana dirigirse hacia ésta. Cuando mucho, esta condición podrá distraer la atención —eso sí—, sustituyendo el mito verdadero por cualquiera de las creencias banales que no aportan nada al ser humano: una verdadera tragedia, pues se aprovecha de la búsqueda natural del humano hacia lo divino, y lo distrae de llegar al objetivo final, que es lo Bueno, lo Bello, lo Verdadero…


Parte 2: Euterpe

Ya se ha escrito suficiente a propósito de la muerte de lo divino y ni siquiera hemos tratado su veracidad o falsedad. ¿Existe lo divino? ¿Qué pruebas hay? Cualquiera pensaría que por allí se debería empezar el diálogo, pero resulta infructífero, pues hay quienes lo reconocen en cualquier cosa y hay quienes lo niegan de cualquier manera.

Para adentrarnos en la disyuntiva sobre si existe o no el mundo de lo divino, hay que entender, primero que nada, dos razones posibles que fomentan la secularización del pensamiento. La primera: es imposible probar la existencia de lo intangible, al menos con el método lógico-científico y sus reglas estrictas que hacen funcionar al modelo universal. La segunda: simplemente es “liberador”. Sobre esta segunda razón, lo divino parece traer un gravamen intrínseco, un costo que se cobra a quienes buscan acercarse a ello. Ya sean leyes, costumbres, preceptos o modelos de vida, perseguir la divinidad implica un sacrificio personal: de ahí que su abandono resulte tan atractivo. El “problema”, entonces, queda exclusivamente en demostrar si existe o no lo divino.

Parece que el método científico llegó a desplazar al mito como fuente de verdad, masacrando a los antiguos dioses a su paso, pues el hombre ya no los necesitaba para sobrevivir en medio de las inclemencias del mundo. Al menos ese es el discurso del pensamiento lógico-científico que se presenta como un sustituto del mito, en lugar de un complemento. Se tiene la impresión de que, si se siguen las reglas estrictas de ese método, todo se puede explicar y expresar numéricamente —recalquemos: los números se han vuelto un lenguaje “universal” que en cualquier lado se pueden entender—. Esto genera una paradoja de compatibilidad: alejarse de lo divino resulta “liberador”, pero sólo si se siguen las reglas lógico-científicas. Peor aún: si el método científico es capaz de describir el universo de manera precisa con números y modelos matemáticos, ¿por qué no pueden explicar la creatividad?

En la creatividad, justamente, podremos encontrar el camino hacia la existencia de lo divino, y, de forma más precisa, en la Música. Por supuesto, la respuesta fácil se da de la mano de los grandes genios de la música sacra: Johann Sebastian Bach —quien afirmaba que toda su obra era para alabar a Dios—, Vivaldi, Pachelbel, Hayden, Mozart, Rossini, Mendelssohn, Dvorak, Schubert, Berlioz, Elgar, Stravinsky, Bernal o Händel que con su música nos revelan —no es casualidad la palabra revelan— la gloria y la belleza divinas. También con música más secular podemos encontrar pinceladas de divinidad: la Sinfonía n.º 9 de Beethoven celebra la bondad paternal de Dios con el coro; en la Sinfonía n.º 2 y en la Sinfonía n.º 3, Mahler, después de haberse convertido al cristianismo, expresa su gratitud a Dios por haberle abierto las puertas del cielo.

Por supuesto, podríamos decir que esa música, que expresa tan bien lo divino, puede ser fruto exclusivamente del ingenio humano, resultado de un tiempo, un lugar y, por supuesto, una mente privilegiada. Pero, por otro lado, ¿qué tal si esas mentes privilegiadas tienen acceso al mundo de lo divino y lo pueden compartir con el resto de la humanidad? Ennio Morricone compone, para la banda sonora de la película La Misión, el tema On Earth As It Is In Heaven, pieza basada en el verso del Padre Nuestro que dice: “hágase Tu voluntad así en la tierra como en el cielo” —pocas veces la lengua española no le hace justicia a una traducción, pero ésta es una de ellas—, donde el mensaje es claro: “que se haga la voluntad de Dios en la tierra, como se hace en el cielo”.

Ya hablamos de la música de adoración a lo divino (Bach, Vivaldi, Mozart, Händel, etcétera), la música de la redención (Mahler), la música de la evocación (Beethoven) y la música de la intención de lo divino (Morricone), donde el hombre se presenta inferior a la divinidad; pero existe otro tipo de música que lo enfrenta con lo divino: la del reclamo. En el segundo movimiento del Concierto de Aranjuez, Joaquín Rodrigo tiene la osadía de reclamarle a Dios la muerte de su hijo. En realidad, este “género” no cambia la relación del hombre con Dios, sino que le recuerda a aquél su propia divinidad, es decir, que puede estar frente a frente con Dios, no porque el hombre se haya revelado, sino porque es el mismo Dios quien le dio al ser humano su calidad de “divino” al momento de haberlo creado a “imagen y semejanza suya”. Por esta razón, el ser humano, de entre todas las especies del planeta, es el único que tiene acceso al mundo de lo divino y que tiene la posibilidad de “crear” —de ahí la palabra creatividad—, pues se nos dio acceso a un mundo metafísico, invisible a los sentidos, pero accesible a quien está dispuesto a pasar por unas puertas que, como a Mahler, se nos han abierto.


  1. Geómetra y coleccionista mexicano. ↩︎

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