El desacato, tanto como la obediencia, es un intento de ordenar al mundo, pues la conducta a menudo responde a un solo dios: el deseo. Enarbolado en el libro clásico de John Milton, El paraíso perdido, este texto nos invita a cuestionar los inconvenientes de desobedecer a lo que se tiene por divino…pero, también, las delicias de hacerlo.
Por: Guillermo Jiménez Melgarejo 1
El paraíso perdido, de John Milton, publicado en 1667, es un texto deslumbrante, un largo poema en prosa que relata la expulsión de Adán y Eva del paraíso. El libro es considerado una de las obras cumbre de la literatura universal y probablemente el mejor poema jamás escrito en inglés hasta nuestros días. El lirismo, la musicalidad y la belleza de sus versos se articulan magistralmente con una trama narrativa que, desde el relato bíblico, desnuda y profundiza en los avatares, las desventuras y las características de la naturaleza humana. Considerado herético en el siglo XVIII, presenta, empero, una interpretación audaz y formidable de la mitología cristiana, que es otra manera de aproximarse a la huidiza condición humana.
Adán y Eva retozan con jolgorio, despreocupados e inocentes en el paraíso, en algún tiempo pretérito y ahistórico, donde no hay pecado, ni maldad, ni oscuridad. Una época primigenia en la que Buda nunca hubiera partido a predicar, ya que no había ignorancia porque no había nada que conocer, tampoco vejez, ni enfermedades que curar. Un mundo sin la corrosión del carácter de cualquier tiempo posterior, sin pasiones tristes, sin bajezas morales, sin inquietudes existenciales, sin dolor o temor, sin opresores ni oprimidos. Una sociedad sin clases, sin poder, en armonía plena con la naturaleza, como la dibujó el Bosco en el primer tríptico de El jardín de las delicias.
El único requisito establecido por Dios para que sus dos vástagos continuaran disfrutando del paraíso era claro y aparentemente justo: no probar el árbol del fruto prohibido, que coincidentemente es el árbol del conocimiento. Una norma sagrada que a simple vista parece sencilla y generosa, pero que esconde la naturaleza brutal de cualquier relación de poder, que no es más que un intercambio de obediencia por algo. En este caso, obediencia a cambio —ni más ni menos— del paraíso. No parece un pacto injusto en comparación con las precarias ofertas políticas del presente. En cualquier caso, en medio de tanta magnificencia y perfección, huracanes de tempestades se arremolinan en el horizonte y desde las entrañas de Eva brota —como mucho después nacerá también en Madame Bovary en el seno de la sociedad burguesa— la semilla del descontento, el fuego de la inconformidad, el deseo de osadía, la pulsión de desobediencia.
Es algo más que una coincidencia simbólica el hecho de que el anhelo de desobediencia, en el relato bíblico, conduzca al árbol del conocimiento y de la moralidad, porque este árbol, cuyo fruto está prohibido para el primer hombre y la primera mujer, es también nombrado “el árbol del bien y del mal”. Desobedecer es, en ese sentido, un doble ejercicio de moralidad y de sabiduría. Este pasaje anticipa el conflicto secular entre ciencia y religión, y entre libertad y religión, que veremos reproducirse a lo largo de la historia de la humanidad de forma cíclica, frecuente y recurrente. Más allá de ello, expresa la complejidad fundante de cualquier sociedad u organización humana: la irresoluble tensión entre poder y libertad. El problema de la relación entre conocimiento y religión recuerda también a San Manuel Bueno, martir, la obra famosa de Unamuno, en que un cura ilustrado, que ha perdido la fe, está contradictoriamente convencido de que para el vulgo son imprescindibles las creencias que para él ya no sirven.
Total, ya conocemos el final de esta historia: alada por poderosas y malignas influencias, por los ángeles caídos agrupados en torno a Satanás tras su expulsión del cielo por parte de Dios, Eva finalmente prueba el fruto del árbol de la ciencia, del árbol del bien y del mal. Eva, nacida de una costilla de Adán, creada a su imagen y semejanza, desobedece en un mismo acto a Dios y a su marido. Con ello no sólo se convierte en la primera feminista —ni dios, ni amo, ni partido, ni marido, dirían algunas ahora—, sino que también inaugura la historia misma de la humanidad. Clamará Adán que la culpa de todos los males del mundo proviene de la mujer, dibujando el machismo acendrado que prevalecerá en la doctrina judeocristiana. El aforismo más preciso, sin embargo, es que la culpa del mundo deviene por entero de la decisión de Eva, el mundo en sí. Se observa otra moraleja magnífica de la cosmovisión cristiana en la pluma de John Milton —probablemente no pretendida por los padres de la Iglesia—, que es el vínculo entre desobediencia e historia.
El acto de Eva, como sabemos, desata la ira de Dios, quien, colérico, expulsa a sus hijos ingratos del paraíso, inaugurando así el atribulado tiempo histórico, henchido de barbarie, horror y miseria, pero también de heroísmo, belleza y libertad. En ese sentido, en el tiempo paradisiaco de perfección y armonía, en que no existe el mal, la corrupción o la escasez, el ser humano tampoco puede ser entendido como un sujeto moral y libre, capaz de decidir y de elegir. El atrevimiento y la audacia de Eva nos convierte en seres poderosos y capaces de interrumpir el tiempo de la dominación, aun pagando el precio de perder el paraíso. Nos transforma también en seres acorralados y asediados por la culpa, acosados por la conciencia del sentido moral de nuestros actos.
Así, la desobediencia de Eva nos conduce a través de un sendero doble, de caminos que confluyen a la libertad y a la historia: a la posibilidad abierta de imaginar, de crear, de inventar, de ser. Es el derrotero que nos permite decantarnos entre la ética inefable y el crimen más abyecto. Un acto aparentemente atroz, de ingratitud e indocilidad, de traición al padre, se convierte en el más hermoso, audaz y emancipatorio regalo de libertad. En la decisión de Eva descubrimos el formidable asidero en que descansa nuestra problemática condición humana.
La desobediencia de Eva es también un acto de soberanía y de rebelión contra el poder filial. Dios, en el relato bíblico, crea a los hombres y a las mujeres, en palabras de Fausto, “dotados de una naturaleza poderosa y sublime, dándoles al mismo tiempo la fuerza de sentir y de gozar”. Una naturaleza que, a su vez, es la que mueve a Eva a buscar un placer prohibido y antiautoritario, herencia voluptuosa y eterna que nos ha legado a sus herederos efímeros sobre la tierra. Es, en ese sentido, la primera decisión dionisiaca de la historia, anticipándose a Fausto, quien, mediante su celebérrimo pacto con Mefistófeles, quiere “consagrarse todo entero al vértigo, a los placeres más terribles, al amor que está junto al odio, al desaliento que eleva, al deseo de sentir todos los goces permitidos a la humanidad, al deseo de saber lo que hay de sublime y profundo en ellos, acumulando en sí todo el bien y todo el mal”.
El vínculo entre desobediencia, moralidad, conocimiento y deseo me parece una aproximación crucial a la experiencia humana. Sociedades, comunidades, clases e individuos maduran, se desarrollan y descubren derroteros nuevos y luminosos en procesos conflictivos con la autoridad, cuando logran afirmar su autonomía y ejercer su libertad, inclusive pagando un elevado costo (la expulsión del paraíso, la pérdida del amor filial, el despido, la represión y la persecución, por citar ejemplos recurrentes). Asimismo, no podemos amar ni desear aquello que no conocemos, como tampoco podemos configurarnos moralmente en las tinieblas de la caverna y la ignorancia. También, de forma destacada, aquello que deseamos es una fuerza que proviene de nuestras entrañas, desde la libertad, la soberanía y la autonomía de nuestra conciencia y nuestro ser, siempre circunstancial, condicionado y precario. No podemos desear ni sentir gozo o experimentar la sublimación de los sentidos desde sensibilidades ajenas o externas, ni desde los códigos ceñidos para nuestro placer por alguna autoridad exterior, sea la que sea.
En el asombroso paraíso perdido de Milton, también aparece el mito bíblico de la Torre de Babel, episodio en que la voluntad, contagiada de gloria y eternidad, de edificar una construcción que acariciara el cielo es castigada por Dios imponiendo la maldición de las diferentes lenguas que evitan la plena comunicación humana. Se trata quizá del primer mito globalizador de nuestra civilización. En cualquier caso, es la misma pulsión de sabiduría y de desobediencia, el mismo anhelo de gloria y libertad, lo que conduce a Eva al fruto del árbol prohibido y lo que empuja a los constructores de Babel a edificar la célebre torre. Dos actos que son castigados de forma inmisericorde por un Dios que predicará el perdón, pero no lo ejercerá. No deja de sorprender también que, ante la desobediencia de Eva, el castigo sea el inicio de la historia y, ante la osadía de Babel, la respuesta sea la multiplicación de lenguas. El castigo, así, de alguna manera, esconde su contrario: el regalo, la cultura, la libertad, la vida. Las consecuencias inmediatas, brutales y violentas, de rebelarse frente a la autoridad son el pasaje necesario, el parto doloroso pero imprescindible, que nos conduce a la esencia de lo humano.
Se deriva de la obra de Milton una noción ambivalente del paraíso, que es, simultáneamente, utopía y subyugación, abundancia y autoridad, armonía y jerarquía. Romper con la dominación supone el exilio forzado de la utopía. Quizá por esa tensión todas las grandes religiones e ideologías políticas de emancipación han proyectado un regreso a una pretendida situación pretérita e idílica. Movimientos políticos y religiosos de todo pelaje anclaron históricamente sus discursos en la recuperación, en la reconquista, en el regreso nostálgico a un paraíso perdido, a una situación ideal originaria que habría sido corrompida por el quehacer de hombres y mujeres impuros. No es casual que este regreso a un paraíso perdido sea el improbable parentesco entre el confucianismo, el cristianismo y algunas formas de comunismo.
En esta lectura, podríamos concluir que la humanidad continuará en una espiral sin fin buscando estérilmente conjugar su anhelo quimérico de utopía con el ejercicio de la libertad. En el paraíso perdido, el acto de Eva produce la expulsión de la utopía, pero nos afirma como seres libres, deseantes y morales. Seres que, paradójicamente, individual y colectivamente, no hemos cejado ni cejaremos de querer regresar, ahora en condiciones de libertad, a disfrutar de los paradisiacos ríos de leche y miel. Me parece un hermoso destino que nos dignifica y enaltece a reproducir eternamente.
- Abogado y ensayista. ↩︎