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En el diario andar

Por: Alejandra Hernández

La ciudad presenta varias perspectivas: algunas nos conmueven por su embeleso, otras nos arrostran por su franqueza —a veces angustiosa—. Pero no por cerrar los ojos la realidad desaparece. Volver la mirada parece, hoy día, un acto necesario para comprender que “las otras realidades” son parte de un mismo espacio y tiempo.  

Por: Alejandra Hernández 1

Fue el 3 de abril de 2023. A diario viajaba por la línea azul del metro de la Ciudad de México. Me bajaba en la estación Allende y caminaba para llegar a mi trabajo, que no estaba muy lejos de ahí. En ese tiempo laboraba para una institución de gobierno: entraba a las 8:00 am y salía aproximadamente a las 6:00 pm. Me gustaba y, sobre todo, me atraía estar en el tumulto de la ciudad. Todo quedaba cerca. Encontraba al pasado encima del presente, a los edificios viejos y a una urbe que, a la distancia, se veía hundida y desigual en muchos aspectos.

En el diario transitar, chocamos y empujamos a cuanta gente pase por los mismos pasillos. Casi siempre parecemos ignorar a las personas y a sus circunstancias. Ahora me doy cuenta de que viajamos desconectados: nuestros audífonos se encienden y nos adentramos en nuestro pensamiento. Un comportamiento automático nos domina y sólo levantamos la mirada cuando se acerca nuestro destino o, bien, cuando nos tocan o nos respiran cerca.

Al salir del trabajo, caminaba de regreso a la misma estación. Ese día, en el andén, pese a la visión borrosa por mi miopía, la figura de un hombre me jaló de un arrebato el corazón. Un nudo se asentó en mi garganta y, de la nada, una lágrima recorría mis pómulos. Aquel hombre de pantalón de mezclilla deslavado, camisa azul, zapatos gastados, canas y cara de esfuerzo, cuyas arrugas hacían notar las malas pasadas de la vida, llevaba cargando a una niña de unos cinco años. Supuse que era su hija. Iba atada con un reboso largo sobre el pecho y los hombros de aquel hombre, que, además, cargaba dos mochilas: en una llevaba libros y la otra estaba cerrada.

El hombre se quedó esperando en el mismo lado que yo. Mientras tanto, no podía quitar mi mirada de aquella niña con cabello largo castaño, atado con una coleta, vestida con un pants rosa, sin tenis puestos y con sólo unas calcetitas blancas que cubrían sus pies deformes. Recuerdo sus piernas de cubito encogidas y sus manos en una sola posición, sin movilidad aparente. Atada de lado, su cara daba al pecho de su padre, y su mirada, que reconocí como perdida, se iba hacia arriba, sin un punto específico. Su frente sudaba por el bochorno del encierro y por el único calor que recibía. Se la veía incómoda, a juzgar por el gesto un poco torcido de su boca, que apenas logré observar.

Llegó el metro y los tres subimos. Las demás mujeres no dieron ni un poco de espacio para que el señor lograra acomodarse. Pensé que iba sentarse —yo incluso le iba a decir a una persona sentada en el asiento exclusivo que le cediera el lugar—, pero no fue así: se quedaron, con un equilibrio impresionante, en el medio del vagón. Yo permanecí en la esquina de la puerta. De pronto, empezó a sacar unos libros y exclamó con una voz ronca: “Lleve su libro: 25 pesos cada uno. Lleve el libro de cocina y recetas. Lleve el de bienestar mental o El diario de Ana Frank. No pretendo molestar: son sólo 25 pesos”. Con ambas manos mostraba esos libros baratos, de editorial poco conocida. Tanta indiferencia observé en ese momento: nadie parecía escucharlo. Muchas de las mujeres alzaron la mirada, pero volvieron al teléfono. A nadie le interesó algún libro.

Yo le dije que me diera el libro de Ana Frank, no sólo porque quería tenerlo, sino porque no quería ser parte de la indiferencia: no quería que pasara de largo aquella situación, con que, por muchos aspectos, me sentí identificada. La empatía me vino a través de varios pensamientos que pasaron en un segundo: ¿y su mamá? ¿Viajará a diario así? ¿Venderán libros, aquí en esta ciudad y en este momento, en que todo lo dominan los teléfonos? ¿La niña recorrerá siempre la misma línea? ¿Qué circunstancias ataron a ese hombre para emprender el viaje con ella y su discapacidad?

El señor y su hija pronto bajaron y subieron a otro vagón, donde prevalecían las mismas caras y los mismos gestos. Tal vez se repitió el mismo momento. Sólo una persona compró un libro. Para toda la gente que camina en las profundidades de nuestra ciudad, ellos dos no existen. Nosotros tres, sin embargo, entramos en el mismo vagón, con situaciones similares, tal vez igual de precarios, y cada uno con sus circunstancias. A pesar de que no me fue indiferente la imagen, el dinero no me alcanzó para comprar otro libro. No pude ayudarlos más.

Entre los andares de esta vida, nos toca ver espejos y reflejarnos en ellos —algunos nos sensibilizamos—. Cachamos las cachetadas: volvemos a comenzar. Cuando eres observador, puedes tronar la burbuja de la comodidad y comprender al otro. En nuestra ciudad, no obstante, es muy común ser fríos entre nosotros y cálidos con los ajenos, al punto de sólo pronunciar frases como: “pobrecita, está malita”. En aquella niña vi los mismos ojos que me observan al regresar a casa: una me espera en su sillón, la otra recorre túneles indolentes.


  1. Bibliotecaria mexicana. ↩︎

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