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Mozart, Hoffmann, Bergman y sus demonios de llama de doble fuego

Por: Otto Cázares

Excesos de fantasía o de razón convergen en la desmesura de la realidad. El diálogo entre la literatura de Hoffmann, el cine de Bergman y la música de Mozart abre caminos para explorar cómo el ser delirante termina consumido por sus propias creaciones. Es inútil guarecerse: a menudo somos víctimas de la imaginación, sea la propia o la que otro trazó por nosotros.

Por: Otto Cázares 1

E. T. A. Hoffmann produjo un flujo electrizante de prosa-delirio escrita a la manera de Jacques Callot, grabador del siglo XVIII, del que Hoffmann intentó realizar menos una síntesis que tenerlo por una fuente rica en recursos, nudos, tensiones y contra-tensiones narrativas. Jacques Callot como trasunto visual, lo fue de manera programática en los cuentos Fantasías a la manera de Callot (1814-1816) —narraciones hilvanadas por amenas conversaciones de unos cuantos amigos reunidos en francachela— y más tarde, de un modo quizás menos ilustrativo que alusivo, en Princesa Brambilla. En Fantasías a la manera de Callot, aparece el auténtico alter ego de Hoffmann, Johannes Kreisler, compositor y director de orquesta inflamable hasta la auto-destrucción que, con síntomas de locura, desaparece del libro (hasta aparecer, de nueva cuenta, en Puntos de vista del Gato Murr). Kreisler fue el demonio de llama de doble fuego en la imaginación de Hoffmann. Ingmar Bergman colocó a Kreisler en el dominio de mando de correspondencias de su filme La hora del lobo, con Borg, su propia versión de Kreisler —pero volvamos a Hoffmann, pues a Bergman nos dedicaremos más adelante—. 

El puchero de oro, incluido en Fantasías a la manera de Callot, nos presenta al archivero Lindhorst (inspirado en el padrastro de Richard Wagner) que contrata al estudiante Anselmo como copista de pergaminos. Anselmo es una especie de Werther en versión hoffmaniana: Anselmo, al igual que el personaje de Goethe, no desea aplicarse a nada para “honestar sus ocios”, Werther es un dibujante que nunca toma un lápiz para trazar ningún boceto, Anselmo suspira por la visión enervada de una hermosa serpiente, llamada Serpentina. Lindhorst, su empleador, se delatará más tarde como un personaje que se desdobla y que desliza la narración hacia un suelo inestable: Lindhorst es también la Salamandra y padre de aquella Serpentina.  

A lo largo de la jornada laboral, Anselmo hace todo lo posible para evitar “caer en cristal”, es decir, evitar verse de pronto metido en un frasco en un estante de la biblioteca del archivero, miedo que, como es muy natural en un maníaco, termina ocurriéndole. Embutido en su frasco y viendo a través de su cristal, Anselmo tiene visiones; en otro frasco, vecino al suyo, puede ver a cinco alumnos de la Santa Cruz y dos pasantes de la pluma; vislumbra la lucha de una Zanahoria, que es la Reina de la Noche de La Flauta Mágica de Mozart contra la Salamandra-Lindhorst, que es también Zarastro; para más tarde, resolverse todo aquello en una estrambótica batalla en la biblioteca: un papagayo le saca los ojos de fuego al gato; pululan las salamandras, los búhos, las serpientes y un extraño hombrecillo-papagayo. En suma, batallan los espectros que infunden a Anselmo un terror tanto más agudo cuanto más grande es la posibilidad de concretar su amor delirante con la serpiente. Este temor de unirse con sus propias visiones en una vasta asamblea, palpita en la lectura fílmica que Bergman hace de Hoffmann: su personaje Borg tiembla también ante esta posibilidad.  

Sin embargo, la duodécima velada de El puchero de oro es la más desbordante. La voz narradora confiesa que la única posibilidad de narrarla es hacerlo con ayuda de una carta escrita de puño y letra de la Salamandra-Lindhorst-Zarastro. En aquella velada, se ha transportado al estudiante Anselmo a un lugar de un Templo magnífico cuyas columnas asemejan árboles y donde la Naturaleza habla:  

—«Pasea con nosotros, querido, puesto que tú nos comprendes […] Vivimos en tu pecho, formamos parte de ti mismo», le dice.  

En la psicología del inconsciente que Carl Jung desarrolló en Aión sobre el Yo-que-limita-con-lo-desconocido, el Arquetipo de la Sombra es el del sujeto que incorpora contenidos totalmente inaccesibles a su consciencia a través de proyecciones que transforman su propio entorno en un proceso de neurosis obsesiva; proyecciones de rostros desconocidos para el sujeto y, no obstante, creados por él. La avidez por sus fantasmas hace que Anselmo, a su regreso a las “pequeñas minucias de la vida cotidiana”, lo haga irremediablemente presa de melancolía:   

—«Vamos, amigo mío, ¿no ha estado usted hace un momento en Atlantis y no tiene usted allí una linda posesión en la poesía que llena su inteligencia?», lo anima Lindhorst que ha sido, en todo momento, su auténtico psicagogo, camino a la unificación total con sus visiones.  

Ingmar Bergman, como lector de E. T. A. Hoffmann, produjo varios acercamientos a sus obras.  Probablemente el trabajo de sus mayores angustias e influencias respecto a Hoffmann se halle en La hora del Lobo (1968), pero no puedo dejar de mencionar aquí el filme anterior por una década, El rostro (1958), que tiene en su centro a Anton Mesmer y el magnetismo, tema que fascinó a Hoffmann y que desarrolló en El magnetizador de sus cuentos Nocturnos (1817). Bergman no era dado a los tratamientos fáciles de sus temas; siempre buscaba el desollamiento sistemático de su entorno. No ha de creerse que su interpretación hoffmanniana sea sencilla. Da la impresión, en su teatro, en su obra fílmica y en su autobiografía, de una clarividencia sádica de santo y verdugo a un tiempo. Mártir de sus propias concepciones que somete a martirologio sistemático todos los asuntos de su vida vivida; Cristo y Santo Tomás, Bergman se hincaba el dedo como dudando de sus propias heridas-vulva, para sentir, al mismo tiempo, placer y dolor.   

El pintor Johan Borg —como el Kreisler de Hoffmann— desaparece de una isla sin dejar más rastro que un diario. A pesar de todo, su final no es propiamente trágico: Borg se une finalmente a sus fantasmas, cumplido el sueño de todo artista que padece la patética neurosis de la trascendencia de desaparecer, dejando sólo la obra.  

A sus fantasmas, Borg los había dibujado obsesivamente y quedaron, todos ellos, consignados en aquel diario encontrado después de su definitiva disolución. Dibujos de una señora a la que se le cae la cara, de insectos, de mujeres que ríen, de homosexuales (el fantasma de su homosexualidad y su impotencia sexual, se delinean con nitidez en todo momento); y el peor de todos los fantasmas: el dibujo de un hombre-pájaro, pariente espantoso del (en apariencia) inocente Papageno de La Flauta Mágica, de quien ya Søren Kierkegaard dejó profundas páginas relativas al deseo entendido como descubrimiento; descubrimiento que se acompaña por un gorjeo-gemido incesante, pues en el deseo «siempre queda algo que no puedo pronunciar y que, sin embargo, quiere hacerse oír» (O lo uno o lo otro, 1843).  

La obra artística de Borg —más allá de sus cuadernos, bitácoras y pinturas— consiste en las materializaciones plásticas de sus fantasmagorías; en su efectiva “realización”. 

Si el archivero Lindhost es el guía de Anselmo en el Puchero de oro y Zarastro lo es de Tamino en La Flauta Mágica, el Barón Von Merkens, dueño del castillo de la isla, es el Maestro que hace pasar al pintor Borg de aprendiz a iniciado, arrojándolo, finalmente, a una psicomaquia o batalla mental. Y lo hace a través de una representación para marionetas de la ópera La Flauta Mágica, ocasión para la cual ha convocado como invitados a su castillo ¡al archivero Lindhorst!, al conservador Heerbrand, al pintor Johan Borg y a su esposa, Alma.  

La Flauta Mágica (1791) de Wolfgang Amadeus Mozart es un Singspiele, teatro musical y comedia de prestidigitaciones, a medio camino entre el charlatanismo y la verdad —decía Theodor Adorno que el «arte es magia liberada de la mentira de ser verdad»— en la que Emmanuel Schikaneder, el mediano libretista de la ópera, fue a inspirarse en el relato de Wieland, Lulú o la flauta mágica, pero, al convertirlo en ópera, la hizo pasar por un rito de iniciación masónico en vestiduras de una obra para niños. Decía el Maestro titiritero Alfín Rosete que las marionetas son artefactos propicios para la reflexión o “metáforas con hilos” que, más que actores que utilizan las palabras, son, en realidad, “palabras que actúan”. De modo que la puesta en acto para marionetas no podía ser más propiciatoria para la reflexión. La representación sucede en la biblioteca del Barón Von Merkens. El momento de la ópera en dos actos elegido por Bergman es magistral: las guías de Tamino acaban de dejarlo en un patio oscuro ante la puerta cerrada del Templo de la Sabiduría. Tamino, desesperado, pregunta:  

—«Noche eterna, ¿cuándo acabará la noche? ¿Cuándo encontrarán mis ojos la luz?» 

—«Pronto… pronto, juventud. Pronto o nunca», responde el coro.  

Pronto o nunca. Tal es la sustancia, doble, de la noche. Catástrofe astral que puede aniquilar al pneuma, al corazón; al cuerpo y al alma. O bien, puede ser benevolente. La noche tiene una quebradura por la que se fuga la vida y la muerte: la hora del lobo es las 00:46, hora en la que supuestamente muere la mayor parte de la gente y nacen la mayoría de los bebés. Después de esta representación de La Flauta Mágica para marionetas, sobreviene para Borg algo fulmíneo e imparable. 

La segunda visita de Borg al castillo del Barón von Merkens, y que antecede a su definitiva desaparición o unión con sus propios fantasmas-dibujos, significa la unión con su alma, después de asesinar con tres disparos de pistola a su esposa Alma. Sin Alma (con mayúscula), y en búsqueda de su alma (con minúscula) a través del castillo, tiene lugar una última aventura cósmica en la que se pone en práctica una ciencia sangrienta, ciencia exacta de auto-aniquilación. El pintor, en la imagen cinematográfica, es sombra proyectada en los muros; interpreta el espacio a través de sus proyecciones que, precisamente, transforman el entorno con rostros “desconocidos” para Borg y, que como hemos dicho ya sobre Anselmo en El puchero de oro, no obstante, son creados por él.  

Borg, hecho una pura sombra, ve en el interior del castillo de Von Merkens, su guía: 

-Un personaje (el celoso) que camina, de cabeza, por los techos; 

-Un Johannes Kreisler tocando una spinetta;  

-Una mujer que se quita el rostro y los ojos, para dejarlos remojados en una copa de cristal;  

-Personajes que lo maquillan y travisten;  

-Una bella mujer desnuda, muerta —con un guiño a la pintura de Gabriel von Max, El anatomista (1869), con sus mórbidas pulsiones erótico-tanáticas— que después despierta con una carcajada, para, finalmente: 

-Ver, en un corro, a sus fantasmas. Borg se convierte en el hazmerreír de éstos, que lo miran en una composición de cuadro magnífica: 

—«Les agradezco que finalmente se haya trasgredido el límite», dice Borg. 

Es éste el estado poético en que el artista ya lo sacrifica todo a sus creaciones; un estado que Albert Béguin vio consumado en el propio E.T.A. Hoffmann. Borg desaparece porque la particularidad de la psicomaquia del pintor estriba en que sus fantasmas son sus caníbales. Giorgio Vasari, el biógrafo de los artistas del Renacimiento (Vidas de los pintores, escultores y arquitectos del Renacimiento, 1550) cuenta que el pintor Antonio Veneziano murió de terror al ver ante sus ojos una de sus propias creaciones: un demonio espantoso que había pintado en un fresco con el tema del Juicio Final. Con su muerte, Veneziano se unió a su demonio, es decir, se unió a su lenguaje fantástico.  

La disolución de Borg es una unión al Sumo bien de su propia gramática como artista. 

Demonios de llama de doble fuego, Anselmo, Kreisler y Borg, se diluyen en sus propios lenguajes fantásticos. 


  1. Artista plástico y ensayista. ↩︎

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