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Sobre el deseo de lo bello

Por: Silvano Habrajam Vitar Sandoval

Aún más que la gracia que suscita, el deseo nos revela los misterios de la belleza. Quizá el placer que promete aquello que se tiene por bello no sea otro que la capacidad de descollar. Eso explicaría por qué, entre tantas vueltas y cambios de apreciación, sobrevive un acuerdo silencioso: competir por merecer la belleza.

Por: Silvano Habrajam Vitar Sandoval 1

No pocas veces nos hemos encontrado compitiendo por lo mismo. A decir verdad, si algo tenemos los seres humanos, es que no sabemos lo que queremos y, por tanto, solemos imitar el deseo de los demás. Desde la pequeña infancia, vuestro padre alaba un Ferrari y hasta te obsequia un modelo a escala para jugar con él. En el juego vamos configurando nuestros anhelos y aspiraciones, así como las aptitudes para conseguirlos. Después vienen los comentarios que se añaden al objeto bello, por ejemplo: que, con tal coche, una mayor cantidad de parejas sexuales se puede conseguir o, simplemente, que poseerlo implica ya ser exitoso, pues pocos pueden tenerlo. De ahí que se anhele con más ahínco. 

Con el curso de los años, repetimos el comportamiento aprendido desde edad temprana, es decir, a desear lo que los demás desean. Sea por naturaleza o condicionamiento —o quizá un tanto de ambas—, desarrollamos nuestro aprendizaje e identidad a partir de la imitación. Esto no deja de ser importante para entender el fenómeno de la belleza. Freud estaría orgulloso del hijo que imita los deseos del padre y que busca en su pareja a la madre, pero, en todo caso, lo que realiza es una imitación inconsciente. No es que la pareja le sea irremediablemente atractiva sólo porque sí, sino que su deseo se la muestra de esa manera, mismo que es irrenunciablemente imitativo. 

Lo bello, mi estimado lector, no es sino un concepto vacío: lo dotamos de ingredientes, armonía, proporción y funcionalidad en algunos momentos, pero la apreciación de lo bello tiene más que ver con modelos de imitación o, en su caso, con desear lo que la gran mayoría desea. Esta condición provoca que busquemos los mismos relojes, casas, parejas, automóviles. Además, nuestra noción de la belleza cambia con el tiempo, pues responde, en cuanto al deseo, a lo más imitado en un momento dado. 

Imagina la siguiente escena: te encuentras con tus amigos tomando una cerveza fría, la camaradería abunda y nada podría interrumpir ese momento de sumo placer y dicha. Mas, como en todo, la belleza viene a irrumpir hasta los mejores y más virtuosos momentos entre amigos. Un grupo de jóvenes entra al bar y se sientan del lado opuesto de donde tú y tus amigos se encuentran. No hace falta que se diga algo: uno empezará a mirar y, con ello, otro se encargará de imitar el deseo de observar a tan recatadas comensales. Naturalmente, al imitarse todos, es necesario empezar a competir, pues, si todos desean lo mismo por naturaleza, se da por entendido que tendrán que contender por ello. En ese afán de distinción, uno empezará a alardear que irá a hablarles y, para distinguirse aún más, elige a la que considera más bella. En ese momento empezarán las burlas y los retos: lo que están haciendo es competir.

El guerrero que alardeó más ahora debe acercarse, y aunque no lo sabe, tiene la batalla perdida, tanto si le habla como si no lo hace. Si lo hace y es rechazado, entonces estará subordinado por no ser el que posea el objeto de deseo. Los demás, al menos, tienen intacta esa posibilidad ficticia: de ahí que puedan hacerle burlas y reafirmar su pérdida. Si no va a entablar conversación, el efecto de la pérdida de competitividad es inmediato. Dado que un objeto de deseo es siempre imitado, todos los jugadores son, tarde o temprano, perdedores, pues siempre habrá alguien que imite la aspiración y busque conseguir los mismos objetivos, sea en la propiedad, el trabajo o la pareja.

La belleza, entendida como un valor estético vacío, pero que confiere jerarquía, puede ayudarnos a configurar nuevos tipos de juegos entre competidores. Una vez que tenemos una noción clara de su naturaleza (vacía, pero otorgadora de jerarquía en cuanto a su forma), podemos imaginarnos otros tipos de juegos alrededor de la belleza. Por ejemplo: en nuestro caso anterior, si en lugar de que todos fueran a hablar con la chica objeto de deseo, permanecieran en su mesa, con sus mismas charlas y su amistad, difícilmente competirían entre sí. Ahora, supongamos que ese ideal espartano de camaradería es imposible, y que el llamado a la seducción y a la posesión de lo bello es más grande. Podrían, en dado caso, no todos ir por la misma pareja, aunque de suyo el argumento suele ser que se trata de la más bonita. Como hemos mencionado, sin embargo, lo más probable es que la consideren así porque están imitando, entre todos, el deseo de alguien más. Como de seguro ya lo estás pensando, diría el viejo dicho: “si nos organizamos, cazamos todos”. En efecto, pero el objeto de deseo es una competencia por jerarquía. El problema es cómo renunciar a dicho objeto, si todos quieren competir para tener jerarquía y reconocimiento.

Para René Girard, la imitación es inevitable. Lo único que queda es elegir y tener claro el modelo de imitación que estamos tomando. De esa manera, si tu modelo a imitar es — supongamos— J.R.R. Tolkien, difícilmente elegirías el modelo de belleza exclusivamente como objeto de deseo; en cambio, quizá elegirías a una persona que tenga un intelecto creativo, buena escucha y que guste de las historias. Se me puede decir que, de todas formas, eso es bello. En efecto: por eso es vacío. Cambiamos la forma no para dejar de competir, sino para dejar de hacerlo tan encarnizadamente.

Ahora que tenemos en vista soluciones posibles al problema de lo bello como objeto de deseo, se podrá preguntar qué es, entonces, lo feo. Podemos responder que se trata de todo aquello que no es objeto de deseo. Por tanto, toda consideración sobre belleza o fealdad radica, necesariamente, en el entendimiento del deseo humano. 


  1. Filósofo y doctor en ciencias. ↩︎

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