La metáfora de la poesía nos permite quitar etiquetas y adjetivos al acto de habitar, situación que deja al descubierto la esencia de la arquitectura y su belleza. No es un asunto banal, pues los tratadistas de diferentes épocas han querido acaparar la razón sin notar que lo bello en la arquitectura está, acaso, en la poesía de habitar espacios.
Por: Isaac Torres-Quiroz1
Tortuosa ha sido la relación entre el arte y la arquitectura. La función (es decir, la finalidad material del quehacer arquitectónico) se ha convertido en la justificación preferida de aquellos detractores de la naturaleza artística de la profesión. En otras palabras, para algunos teóricos, la arquitectura no puede ser considerada como un arte debido a que el objeto arquitectónico no es un elemento meramente contemplativo y, por tanto, se pierde una característica importantísima del arte: el desinterés. Sin embargo, para otros, la arquitectura es un arte complejo debido a que cuenta con esta dualidad y tiene, por obligación, que cumplir con ambas tareas. Para algunos otros, como Schopenhauer, esa dualidad degrada el carácter artístico, pero no le hace perderlo por completo. Entonces bien, sin pretender resolver esta vieja controversia ni tomar postura en ella, es importante entender a la arquitectura como una actividad que, de alguna u otra forma, se encuentra relacionada con el arte, con la estética y, por tanto, con la belleza. Si no existiera esta relación artística propia del arquitecto, nuestra profesión podría ser llevada a cabo por diversos profesionistas con conocimiento de reglamentos, sistemas constructivos, ergonomía, instalaciones hidrosanitarias o eléctricas, psicología ambiental o ingeniería industrial, por mencionar algunos.
Entonces, ¿qué es aquello que nos diferencia de estas otras profesiones que nos aventajan en dichas actividades que no son únicas de la arquitectura? Con base en las definiciones analizadas y a sus tres pilares principales, podríamos asumir que es el diseño arquitectónico orientado a generar un habitar lo que caracteriza y, al mismo tiempo, le otorga individualidad y validez a la profesión.2
Al partir de la relación entre lo artístico y la arquitectura, podemos afirmar que la búsqueda de lo bello ha sido una constante en el quehacer arquitectónico. El afán de generar un diálogo entre la conceptualización artística y la materialidad funcional ha sido, para muchos arquitectos, un ejercicio de supervivencia, de diferenciación y de identidad como profesionistas. Sin embargo, la transformación de la sociedad, los modelos económicos, los avances tecnológicos y un sinfín de elementos más han impactado en nuestras actividades cotidianas y en la manera como entendemos al mundo: el arte, la estética, la belleza y la arquitectura no han estado exentas de estos cambios. Un ejemplo claro es el concepto de simetría: durante muchos años, esta característica fue indispensable para poder calificar a algo o a alguien como bello. No se puede pensar en la arquitectura clásica o renacentista sin este atributo o, incluso, en la arquitectura gótica. Existen miles de ejemplos de edificios icónicos simétricos, pero recordemos a la Sainte Chapelle de París, construida en el siglo XIII, que presenta una clara simetría en su planta y en su fachada, y su diseño refleja un sentido de sacralidad y majestuosidad. Sin embargo, con la llegada de la modernidad, llegó también una crítica severa a la simetría, que no sólo fue declarada por algunos como algo falso, innecesario y carente de justificación funcional, sino, incluso, fue tachada de autoritaria y con fines de adoctrinamiento social o religioso. De acuerdo con Zevi, “los edificios representativos del fascismo, del nazismo y de la URSS estalinista son todos ellos simétricos. Los de las dictaduras sudamericanas, simétricos. Los de las instituciones teocráticas, simétricos, a menudo, con una doble simetría”.3 Así pues, en el siglo pasado, la simetría dejó de ser bella y se convirtió en algo falso y atroz.
Otro ejemplo que nos puede ilustrar lo relativo de la percepción de la belleza arquitectónica es la Torre Eiffel, que, cuando se erigió majestuosamente sobre el horizonte parisino en 1889, provocó una reacción negativa entre los habitantes de la ciudad y el mundo entero. Su estructura metálica, vista entonces como una afrenta al clasicismo de la arquitectura parisina, fue objeto de críticas feroces. Artistas y escritores destacados, como Guy de Maupassant y Charles Gounod, entre otros, la criticaron y se refirieron a ella como algo horrible e inapropiado para la ciudad. Muchos otros consideraron que su estilo industrial no encajaba con la estética romántica y refinada de la capital francesa de finales del siglo XIX. Sin embargo, con el tiempo, esta desafiante estructura se ha convertido en el emblema indiscutible de París que ha atrae a millones de visitantes cada año. Hoy día, es difícil imaginar a esta ciudad europea sin la silueta icónica de la Torre Eiffel, un testimonio vivo de cómo el concepto de belleza puede transformarse radicalmente con el tiempo.
Si aquello que es bello en un momento lo deja de ser en otro o, por el contrario, aquello que no era bello de pronto lo es, entonces aquello que es bello no siempre lo fue o aquello que es bello no siempre lo será. La belleza, entonces, no es un concepto estático o, en caso de serlo, se rige y se conforma por características que no lo son. Es decir, un objeto arquitectónico es horrible y monstruoso en cierto momento, pero en unos años podrá ser algo digno de convertirse en el ícono de una ciudad debido a su belleza. Lo mismo sucede con aquellas características estéticas esenciales de una época, como la simetría, el ritmo o la proporción, que terminan por ser lo peor que se le puede aportar a un objeto diseñado, pues se le otorgan características y significados que llegan a ser denigrantes e inhumanos. Entonces, ¿cómo podemos entender y definir la belleza en arquitectura?
Podemos afirmar, por ejemplo, que la simetría no dicta lo bello en el caso del proyecto de la Sainte Chapelle de París porque, con o sin ésta, el objeto no pierde su vocación, que consiste en dirigir nuestras miradas al cielo por medio de sus columnas altas y esbeltas que maravillan, conmueven, hipnotizan. El techo, simétrico o no, parece sostenerse por obra divina: se queda ahí, muy por encima de nosotros, esperando cualquier momento para aplastarnos o, simplemente, desaparecer. La simetría tampoco tiene que ver con la luz que traspasa los vitrales multicolores y que inunda el espacio llenándolo de esperanza, asombro y fe. La luz habita poéticamente la Sainte Chapelle: la habita de manera orgánica, asimétrica, con el único objetivo de ubicar al ser humano por debajo de la deidad, para convertirlo, transformarlo y llevarlo a soñar en la trascendencia. A la fecha, la Sainte Chapelle conmueve el espíritu y nos evoca algo superior a nosotros y a nuestro entendimiento. La simetría es un elemento que podría o no ser parte del edificio, pero la poesía estaría de cualquier forma brincando de vitral en vitral y de columna en columna intentando alcanzar el cielo.
Por otro lado, la Torre Eiffel se erige vibrante como París, tan ligera y transparente, pero, al mismo tiempo, fuerte e indestructible. Intricada, audaz, mágica. Tan mágica como la ciudad capital misma. Centinela atemporal de los parisinos, ahí está siempre y para todos. Tanta historia hay en París, tanta arquitectura, tanto urbanismo, pero la Torre Eiffel se roba el interés de los visitantes. Pasado, presente y futuro. Elemento icónico globalizado que nos invita a maravillarnos al visitarla o, en su defecto, nos regala el ensueño de poder conocerla algún día y, por fin, verla dibujar su reflejo en el Sena, tal como sucede en esos cuadros apilados en les bouquinistes. Poesía para nuestros ojos, para nuestro espíritu y, sobre todo, para nuestros anhelos. Así como se sustenta hoy, la torre se erigió al final del siglo XIX, cuando no muchos la querían; sin embargo, la poesía ya estaba ahí, esperando a ser descubierta.
En fin, ¿qué es lo bello en la arquitectura? Una pregunta difícil de contestar para los arquitectos, sobre todo si buscamos la respuesta en características, lineamientos y premisas que cumplir, modas que imitar o, incluso, teorías que defender. Sin embargo, podríamos acercarnos al concepto de belleza —al menos un poco— si tan sólo reflexionamos sobre cómo el pensamiento moderno fue apartando de nuestro lenguaje algunas palabras tan importantes como alma, espíritu, corazón o magia; o cómo la tan aplaudida libertad posmoderna nos ha quedado a deber porque no ha logrado traerlas de vuelta. Lo anterior, ha dejado a la arquitectura desprovista de sus principales herramientas para acercarse a su verdadera esencia: la creación espacial poética que conmueve el alma. Por tanto, si seguimos imposibilitados para referirnos a la magia de la poesía y a su impacto en el espíritu humano, difícilmente podremos generar objetos arquitectónicos bellos, en el entendido de que la belleza no está definida por los cánones estéticos contemporáneos, ni por las premisas dictadas por determinados movimientos arquitectónicos, ni mucho menos por los lenguajes generados por la moda. La belleza está en la poesía que se genera al momento de habitar los espacios.
- Arquitecto y filósofo mexicano. ↩︎
- Isaac Torres-Quiroz, La muerte de la arquitectura, Ciudad de México, Publicación independiente, 2024, p. 68. ↩︎
- Bruno Zevi, Leer, escribir, hablar arquitectura, Barcelona, Apóstrofe, 1999, p. 31. ↩︎
Nota sobre las imágenes: todas las fotografías del artículo fueron obtenidas del sitio web de Pexels. A continuación, se enlistan los créditos autorales y se refieren sendos nombres de usuario en Instagram:
a) Imagen de la portada e imagen 1: Michael Giugliano [@mikegiugliano];
b) Imagen 2: Turgut Kirkgoz [@dr.turgutkirkgoz].