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¿Diabólica belleza o prodigiosa fealdad? Coatlicue frente al Caballito

Por: Daniel Ochoa Rodríguez

El diálogo entre la escultura prehispánica y la neoclásica nos recuerda que cada forma de belleza tiene codificada sus propios veredictos de fealdad. Entre reproches mutuos y anhelos obstinados, la búsqueda de lo bello deviene casi siempre en contradicción histórica. Al final, ¿qué nos lleva a reclamar la belleza?

Por: Daniel Ochoa Rodríguez 1

No importa en qué momento se lo contemple, el arte siempre ambiciona informar algo sobre el presente. Pero ¿qué es el ahora sino una negociación siempre a punto de quedar en silencio? Al igual que las ruinas de un edificio portentoso, el ídolo desenterrado siempre excita nuestros sentires. En virtud de aquello que se perdió, nos da la excusa para pensar en las luchas que pueden, si no ganarse, por lo menos resignificarse, entre ellas: renegociar la belleza y la fealdad.

En una reflexión sobre la belleza y el arte mexicano, el diálogo de dos esculturas puede resultar revelador. Y no es para menos, pues esa capacidad, que por inherente defecto a monumentos y estatuas es vedado, en México les es devuelta con exquisita veleidad: la de deambular por la ciudad. La estatua ecuestre de Carlos IV, hoy conocida como “el Caballito”, y la escultura de la Coatlicue aparecen en un periodo cercano: al desentierro de ésta y la fundición de aquél los separan no más de 15 años. Los vericuetos que les tenía preparados la historia, no obstante, serían muy distintos y, sobra decir, elocuentes. Las contradicciones entre ambos, las vueltas de sus valoraciones y los tránsitos por diferentes puntos de la ciudad permiten entender algo más que los cambios en la sensibilidad: nos ofrecen un panorama prodigioso para entender una parte de la historia mestiza de México.

Coatlicue, epítome de 300 años de “fealdad”

“Excelentísimo Señor [virrey Revillagigedo]. En las excavaciones que se están haciendo en la Plaza de Palacio para la construccion [sic.] de tarjeas, se ha hallado, como se sabe, una figura de piedra de un tamaño considerable, que denota ser anterior á la Conquista. La considero digna de conservarse, por su antigüedad, por los escasos monumentos que nos quedan de aquellos tiempos, y por lo que pueda contribuir á ilustrarlos”.

Hay dos cosas sobre la escultura de Coatlicue que resultan intrigantes: por qué no la destruyeron al inicio de la conquista y por qué estaba enterrada donde la encontraron al final del virreinato. Apenas se intenta responder una de las dos preguntas, la contraria se complejiza aún más. Rumbo a 1790, se encontró a la Coatlicue enterrada cerca de la superficie de la Plaza Mayor, hallazgo que, según vaticinaba Antonio de León y Gama, era sólo el comienzo de una serie de descubrimientos similares. No se equivocaba. Los dioses prehispánicos empezaban a emerger, más que por casualidad, como síntoma de un cambio de sensibilidad en la época. Una serie de rupturas políticas y sociales se aproximaba y estaba tomando forma en un hecho muy evidente. Por supuesto, es emotivo hablar de un descubrimiento, pero, aunque es imposible verlo a la distancia como un acontecimiento premeditado, tampoco resultó por completo azaroso, sobre todo la decisión de desenterrarla y someterla a estudio. Su presencia era, cuando menos, tolerable. Ya dentro de la Real y Pontificia Universidad de México, sin embargo, fue vuelta a inhumar cuando se sorprendió a unos indígenas venerándola. La Coatlicue había sido exhumada literalmente, pero aún no estaba del todo lista para ser desenterrada en la conciencia de un pueblo tan jerarquizado. Lo que peligraba no sólo era el sometimiento de un grupo frente a otro, sino toda la estructura simbólica que le daba forma a ese dominio. Por supuesto, la hegemonía de la belleza y los dicterios de fealdad eran parte de dicha estructura.

A lo largo de la historia de Nueva España, los juicios sobre el arte religioso mesoamericano fueron generalmente mordaces, desde los primeros evangelizadores, que lo tenían por artificio del demonio, hasta los humanistas embebidos de Ilustración, que lo estimaban como prueba de retraso técnico. En el siglo XVI, Fray Diego Durán escribió que Tláloc era un “espantable monstruo”, con un rostro muy feo. Motolinía señalaba a los ídolos prehispánicos como una “cosa muy disforme y espantosa”, juicio con que coincidían Fernández de Oviedo y Bernal Díaz del Castillo. Fray Bernardino de Sahagún decía que Quetzalcóatl tenía una cara muy fea. López de Gómora tenía una opinión similar.2 Ya a inicio del siglo XIX, las culturas indígenas de América se presentaban a la conciencia europea no como amenaza, sino como objeto de curiosidad. Por efecto de las ideas ilustradas, ya estaban dispuestos a voltear a ver al otro, aunque no sin el juicio anticipado de inferioridad —cuando mucho, de indulgente exotismo—. El sobajamiento, en fin, comenzó impulsado por un recelo excesivo, pero terminó apaciguado tres siglos después por las condescendencias del humanismo. Y aunque las valoraciones cambiaban de matiz y adjetivos, la acción parecía la misma: marcar distancias, definir límites, ordenar la realidad.

Años después, al consumarse la independencia, los ánimos nacionalistas promovieron un cambio de sensibilidad respecto a la escultura prehispánica, contagiados por un ímpetu irrefrenable de crear identidad: ya no se la veía como objeto del demonio ni como muestra de atraso cultural, sino como anclaje identitario de una nación, el legado de un pasado que se debía retomar. Paradójicamente, en uno y otro caso, las consecuencias fueron el distanciamiento. Si bien el siglo XVI la había inhumado, el XIX la encerraba en un museo, por excelencia el reservorio de curiosidades de la modernidad. La Coatlicue había oscilado entre dos formas de separación: como objeto del demonio, al que hay que enterrar para mantener fuera de la vista; y como pieza de museo, que causa asombro, pero debe mantenerse intacta (literal y metafóricamente).

Hoy día, la Coatlicue se nos presenta como una experiencia imponente, al igual que estar frente a otras representaciones de lo divino: un Cristo ensangrentado, una máscara del panteón yoruba o una estatua de las diosas Kali o Chinnamasta —con quienes, por alguna razón particularmente enigmática, guarda muchas similitudes—.3 Al recorrer con la vista el labrado minucioso de la piedra, da la impresión de que cada elemento está donde tiene que estar y que no hay huecos por donde se cuele sentido: está colmada de conceptos. A Coatlicue siempre la encontramos en una pausa. Su plétora de símbolos parece remitir a ese instante en que se está a punto de hablar o se ha acabado de decirlo todo. Cualquiera de los dos momentos es determinante, pues colinda con la revelación. Y aunque, por supuesto, hay muchas interpretaciones a propósito de sus significados, una de ellas dicta que Coatlicue estaba al centro de todo y producía un equilibrio majestuoso no sólo de las direcciones cósmicas, sino de las dualidades femenino-masculino, muerte-vida, día-noche, inframundo-cielo. Nada que fuese trascendente dejaba de atravesar por ella. Era, por decirlo de algún modo, un punto de encuentro o una coordenada cero: conexión metafísica hacia diferentes planos. Hoy sabemos que la escultura de la Coatlicue es una forma de hacer concreto algo muy grande y abstracto: es una traducción o, por decir mejor, la síntesis de una cosmogonía, ese pasado mesoamericano que tantas penas había costado disipar.

El Caballito, reclamo de belleza

En 1791, algunos meses después del desentierro de Coatlicue, Manuel Tolsá desembarcó en la Nueva España para dirigir la Academia de San Carlos de las Nobles Artes, una de las Reformas Borbónicas que intentaba revertir el retraso del mundo hispano respecto a las ideas de la modernidad. Entre otras cosas, se intentaría modernizar a las ciudades, cuya arquitectura, según ciertos criterios de entonces, llevaba casi tres siglos estancada en iteraciones de un barroco árido que, además, nunca había logrado igualar la belleza del ejecutado en el viejo mundo —opinión que, por cierto, aún hoy insisten en defender algunos críticos—. Por entonces, el término barroco ya había comenzado a ser una ofensa que tildaba a las actitudes retrógradas, además de señalar lentitud, ineficiencia o exageración. No hay que olvidar, por ejemplo, que la poesía de Sor Juana Inés de la Cruz no fue dejada de denostar, a propósito de su “barroquismo”, entre los siglos XVIII y XIX hasta que un ensayo de Amado Nervo puso alto en 1910.4 Tolsá, por su parte, estaba listo para cumplir con su labor: reemplazar la columna salomónica del barroco por la columna dórica del neoclásico.

A la buena administración del virrey Revillagigedo continúo el gobierno desastroso del Marqués de Branciforte, cuyos desperfectos intentaría encubrir, ante el rey Carlos IV, erigiéndole una estatua en la plaza más importante de la Nueva España. El rey, a quien le ocurría una situación similar frente a su predecesor y padre, Carlos III, naturalmente se sintió halagado. A la distancia, se habían hecho un guiño bochornoso de complicidad que poco tiempo después desembocaría en una estatua ecuestre concebida por Tolsá: el reputado  “Caballito”. Como era de esperarse de un escultor neoclásico, a Carlos IV se lo había representado como emperador romano a la grupa de un caballo. Ante los ojos de los defensores de la modernidad, la belleza en América se había consumado: no sólo sus edificios estaban reemplazando a un barroco considerado rancio y vetusto, sino que su suelo ya hospedaba a una de las estatuas más bellas de la tierra, según había declarado Alexander von Humboldt. Su realismo era pasmoso. Por influencia renacentista, la mirada neoclásica siempre consideró que la belleza, en buena medida, consistía en imitar con lujo a la realidad, cosa que no sólo significaba una proeza técnica, sino, especialmente, dominio: de la mano sobre la herramienta, del humano sobre el entorno, de la razón sobre el arrebato.

El Caballito no era un hecho aislado y sus mensajes pretendían ser claros. Si ningún elemento en la composición de la escena era aleatorio (la posición del caballo, el brazo levantado del jinete o los diferentes adornos que los cubrían a ambos), tampoco lo era el carcaj tirado en el suelo, símbolo que reactualizaba la dominación sobre los pueblos americanos, particularmente el mexica. Pero, según las crónicas, la gente no dejó de vitorear a la estatua el día de su desvelo, y no pareció notar —o, si lo hizo, por lo menos no le importó— sus vejaciones. Por eso Alfonso Cravioto escribió alguna vez: “y frente a ese caballo, cuando la luz sonríe, la admiración aplaude, pero la historia ríe”. La conciencia llegaría más tarde. No deja de llamar la atención, sin embargo, que la decisión de hacer una estatua ecuestre fue lo que la salvó poco después: de no ser por el caballo, es probable que se la hubiera fundido en seguida de consumarse la independencia, por petición de Guadalupe Victoria. De hecho, el apodo con que hoy se le conoce nos recuerda que olvidamos al jinete o, en su caso, que lo hemos confundido con otros personajes, como dijo Salvador Novo con su sarcasmo cotidiano: “abochornado entre automóviles, apenas esporádicamente dueño de la malpuesta reverencia que suelen rendirle los inditos [sic.] que se persignan ante él, tomando a Carlos IV por el Señor Santiago”.5 El valor de la estatua se había invertido entre sus participantes, haciendo anónimo al que pretendía ser célebre y viceversa. Qué tanto más preciso es el arte cuando narra el público más que su autor.

Quizá el Caballito había llegado demasiado tarde. En el párrafo final de su libro, Letras de la Nueva España, Alfonso Reyes refiere esta escultura como figura retórica para aludir al término del virreinato. No le faltaba razón cuando anota que la efigie de Carlos IV, arriba de su caballo de bronce, había precedido orgullosamente la decadencia de las letras. Ciertamente, no fue sólo la literatura: la cultura en general pasaría por un proceso de empobrecimiento durante los difíciles años de la guerra de independencia. Un cambio estaba por ocurrir y, así como los ídolos prehispánicos comenzaban a emerger, algunos monumentos novohispanos empezarían a causar incomodidad.

Confluencias modernas

Si bien el desentierro de los ídolos prehispánicos había sido uno de los síntomas de una ruptura próxima, también lo era la llegada del neoclásico en las artes, que no fue sino un intento desesperado de modernizarse y revertir el atraso de un imperio que se estaba por desmoronar. El problema fue que Nueva España no guarecía los valores de la Reforma protestante, al contrario de Nueva Inglaterra, que la harían naturalmente susceptible a las transformaciones del pensamiento moderno. El virreinato hispánico era un lugar donde le resultaba difícil germinar a las ideas de la modernidad, pese a su Caballito y sus recientes edificios neoclásicos. Por mucho tiempo, y en especial, durante el decisivo siglo de las luces, el imperio español había caído en una condición similar a las culturas que había sometido hacía tres siglos: la ausencia de cambio. Muchos años antes, irónicamente, esa había sido una de las claves de la conquista. Pese a estar bien estructuradas, las sociedades mesoamericanas estaban encerradas en sí: desconocían la noción del tiempo lineal y, en cambio, su concepto del tiempo cíclico las condenaba a permanecer inalteradas.

El impulso del pensamiento moderno radicaba no tanto en una exigencia de cambio, sino en la noción del tiempo que lo envolvía, elemento que se evidencia al contraponer a la Coatlicue y al Caballito. A la primera la atraviesa el tiempo cíclico, la idea de repetición y la permanencia; al segundo lo atraviesa el tiempo lineal, el culto al progreso y la historia. Esta condición resulta aún más explícita en las ciudades, pues la manera que cada cultura tiene de pensar el tiempo se nota en su arquitectura: allí donde la sociedad mexica favorece a la superposición, la occidental prefiere la sucesión. Por eso las pirámides de Tenochtitlan crecen sobre su propia estructura, una capa sobre otra, como si se tratase de un organismo vivo que se engrosa paulatinamente. En cambio, en la civilización occidental, el paso del tiempo queda reflejado en la progresión de estilos arquitectónicos, que manifiesta la secuencia de ideas incitada por el deseo incesante de “avanzar” (el barroco confronta y sustituye al gótico; el neoclásico al barroco; el ecléctico al neoclásico; el funcionalismo al ecléctico). El pensamiento siempre deja su signo más exacto en el espacio.

La Coatlicue y el Caballito coincidieron en la Real y Pontificia Universidad de México, lugar que dio tregua a sus persecuciones. El Caballito se había salvado de su destrucción por un juicio estético (Lucas Alamán justificó su belleza frente a Guadalupe Victoria), mientras que la Coatlicue se había salvado por un alegato antropológico (Antonio de León y Gama justificó su valor frente al virrey Revillagigedo). Puestas frente a frente, las dos esculturas entablaban un diálogo con el tiempo y, aún más, con los conceptos de belleza y fealdad. Eran dos inercias históricas que al fin habían entrado en contacto. Curiosamente, el deseo de Humboldt se había saciado de algún modo: años antes, durante su estancia en la capital novohispana, escribió sobre su ambición de contraponer a la Coatlicue frente a un conjunto de reproducciones de estatuas grecorromanas que había traído consigo Manuel Tolsá desde España. Según su apreciación, los pueblos americanos representaban la infancia de la humanidad y, consecuentemente, la muestra patente del progreso que habían alcanzado algunos pueblos de Europa. Como el pintor que necesita un punto de fuga para poner en perspectiva la distancia entre dos objetos, era necesaria la comparación histórica que le permitiese al viejo mundo contemplarse y darle forma al paso del tiempo. No sólo eso: durante el romanticismo, movimiento ansioso de crear identidades nacionales, le permitiría identificar los puntos de ruptura respecto a otros pueblos, así como las claves de la pretendida victoria. Humboldt expresó:

En el edificio de la Academia […] deberían de reunirse los restos de la escultura mexicana y algunas estatuas colosales […]. Sería una cosa muy curiosa colocar estos monumentos de los primeros progresos intelectuales de nuestra especie, estas obras de un pueblo semi-bárbaro, habitantes de los Andes mexicanos, al lado de las bellas formas nacidas bajo el cielo de Grecia y de Italia.

Imagen 3: El Caballito al interior de la Real y Pontificia Universidad de México. Se alcanza a ver, en el extremo izquierdo de la obra, a la escultura de la Coatlicue detrás de una verja de madera.
Fuente: “Monumentos de Mejico / tomados del natural y litografiados por Pedro Gualdi”, obtenido del sitio web de Beinecke Rare Book and Manuscript Library, de la Universidad de Yale.

Cristianismo, modernidad, belleza

Detrás de la fascinación que suscitaba el naturalismo en la escultura —entiéndase la imitación rigurosa de la realidad, como en el Caballito o en las “bellas formas nacidas bajo el cielo de Grecia y de Italia”—, parecía anidarse la idea, aunque deslavada, del cristianismo: creer en un dios semejante al humano. Acaso de esta misma reflexión venía el sentimiento de repugnancia frente a lo que se alejaba de esa práctica. En el caso del arte religioso mesoamericano, lo que parecía reprocharse a los nativos no era tanto la forma “monstruosa” de sus dioses, sino el hecho de no creer en sí mismos. No sorprende que una de las necesidades inmediatas de la conquista fuese convertir a algunas divinidades mesoamericanas en representaciones humanas: no sólo fundirlas en la imagen de Cristo, también dispersarlas en vírgenes y santos, como Coatlicue, Tonantzin e Iztapapalotl, que se sintetizaron en una de las transvocaciones más veneradas de María.

Octavio Paz escribió alguna vez que el proceso histórico estaba recorrido por un Cristo que cambiaba sin cesar de rostro y de nombre, pero que siempre era el mismo: el hombre. Aunque no es ésta la discusión, es imposible continuar sin tocarla siquiera tangencialmente. Quizá la verdadera revolución de creer en Cristo fue verter la fe en el humano o, más exactamente, en las posibilidades de la condición humana, que lograban extenderse a tal grado que hasta Dios podía encarnar en uno de nosotros. La aseveración de Nietzsche, que sin este preámbulo podría parecer banal, toma todo su sentido: la belleza es todo lo que le devuelve al hombre su imagen. Por eso, el filósofo prusiano, aun en su condición moderna, es tan cristiano como cualquier escolástico del siglo XIII: en su pensamiento sigue vigente la revolución del cristianismo, sospecha que confirma Iván Illich, el divino anarquista, cuando llega a la conclusión de que la modernidad no ha sido la negación del cristianismo, sino su perversión.

En términos similares a Nietzsche, Charles Baudelaire decía que la modernidad es todo lo que nos separa del pecado original. Después de la revelación de que el cristianismo estaba latente en la época, incluso en uno de los llamados “maestros de la sospecha” —aún más: autor del Anticristo—, me atrevo a desviar la premisa, no sin conciencia de que, al hacerlo, casi resulta el sentido opuesto: la modernidad es todo lo que repara el pecado original. Pero ¿qué deberíamos entender por “pecado original” en plena modernidad? En un ensayo muy lúcido,6 Guillermo Jiménez lo responde con pericia: perder el paraíso que nos produce la noción del tiempo cíclico, sin cambios ni contingencias, para dar paso a la historia y encarnar, como sociedad, un cuerpo frágil que cede a las perversiones físicas y morales de la noción del tiempo lineal. Curiosamente, el hecho de secularizarse no impidió que el humano moderno siguiese añorando ese estado de plenitud previo al “pecado original” y que, por tanto, aún reclamara algún paraíso, llámese revolución, progreso, Estado de Bienestar o cualquier otro nombre que le heredó la modernidad: de ahí, entonces, la idea de “reparar”.

Al cabo de estas reflexiones, nótese que el término divino tiene dos acepciones: “aquello que es bellísimo” y “aquello que pertenece al ámbito de los dioses”. La concurrencia de los dos sentidos en la misma palabra no parece ser una mera coincidencia; de hecho, nos da una pista para entender la belleza en el occidente moderno. En los inicios de la modernidad, se concebía que la belleza era el camino del humano para llegar a ser divino, comoquiera que se entendiese el término: hermoso o supremo. Al tener en cuenta esta inclinación, cobra sentido el valor de la arquitectura neoclásica, florecida en aquella época, que, como dijo François Chateaubriand, era francamente arrogante, pues ponía a disposición de los humanos aquello que los griegos reservaban a sus divinidades: frontones, columnas estriadas, frisos y demás elementos emanados de los órdenes clásicos.

Diabólica belleza: reflexiones sobre la fealdad

En el uso cotidiano, fealdad parece más sinónimo de repugnancia que antónimo de belleza. Señalar a la fealdad es una afrenta: palabra que se libera del yugo de su antónimo y comienza a significar otras cosas. Cabe entonces cuestionarnos: ¿qué hay detrás de contemplar algo con repugnancia? Para empezar, hay una determinación cultural. Así como se aprende a sentir placer, se aprende a sentir repugnancia. Aun cuando no se es consciente, hay una idea definida que sale al encuentro con la realidad. Aprendemos a percibir la fealdad por sus formas y no por sus significados: sí, esto o aquello es feo, pero ¿qué significa la fealdad? Generalmente, lo cuestionamos poco.

En una conversación con Teodoro González de León, Octavio Paz sostuvo que a la Coatlicue se la consideró monstruosa durante mucho tiempo por no tener conceptos para mirarla.7 Parece tener razón, pero acaso hay algo más profundo: como diría Mary Douglas —sólo que ella en el caso de la suciedad—,8 allí donde hay fealdad, hay sistema. Muchas veces, parece que la fealdad es un medio para que tomen forma las abyecciones, repudios, sentimientos de superioridad, ánimos de jerarquía. Señalar a la fealdad significa, por ende, reafirmarse en una estructura que necesita símbolos para legitimarse: marca límites, distancias y posiciones, siempre unos respecto a otros. Encontramos, de este modo, un intento de ordenar al entorno y los primeros visos de dominación. De ahí se deriva que sea tan difícil reivindicar a la fealdad, pues no sólo obedece a una condición física, sino a una elaboración mucho más compleja. Recalquemos: no hay fealdad absoluta, sino en un sistema enrevesado de pesos y contrapesos. Cuando entendemos a la belleza y a la fealdad como una relación que cultiva algunas formas de sometimiento, se vuelven más patentes sus maquinaciones: detrás del juicio estético, hay un intento de crear asimetrías y, lo más importante, un deseo de preservarlas.

El placer que suscita la belleza tampoco es un hecho espontáneo; por el contrario, se debe estar codificada la sensibilidad para reconocerlo, acreditarlo y, entonces sí, aceptar los gozos que ofrece. Cabe decir, además, que la belleza es escasa o no es belleza: si todo el mundo puede acceder a ella, pierde gran parte de su valor. Tan pronto como reflexionamos sobre el tema, caemos en cuenta de que, en la relación entre fealdad y belleza, no se pretende que la primera sea una excepción, pero la segunda sí —una excepción, además, que gusta de serlo y que no germina sin su condición de singularidad—. Eso explica por qué, pese a lo que algunos piensan, a la belleza no le interesa erradicar a la fealdad: su existencia la legitima. Quizá por eso Humboldt ansiaba que la Coatlicue y otras esculturas mesoamericanas se colocasen frente a las estatuas grecorromanas. Al hacerlo, se validaba una idea que intentaba defender: el auge que había alcanzado el mundo del que provenía (el pensamiento moderno, el culto al progreso, la Europa protestante, la Ilustración). El contrapunto era necesario para dar forma a la noción de progreso: la idea misma de modernidad resultaba inoperante si no había un punto de comparación.

Rumbo a la mitad del siglo XIX,  se sacó finalmente a las dos esculturas de la universidad. Si desde el inicio su historia fue muy dispar, no había razón para suponer que su futuro sería de otro modo. Después de algunos tropiezos en ambos casos, a la Coatlicue se la guardó en el museo, como pieza de valor antropológico, mientras que al Caballito se lo puso en la calle, como objeto de orientación cotidiano. Cualquiera que sea la justificación para ambas decisiones, la contraposición interior y exterior, o las diferentes maneras como se presentan a la contemplación hoy día no dejan de ser reveladoras. ¿Qué refleja de nuestro presente, de nuestras querellas, de nuestra belleza y nuestra fealdad?

Mi prodigiosa fealdad

Siempre se ha considerado complejo el hecho de documentar la sensibilidad de un pueblo y, aún más, de una época. Podemos, sin embargo, comenzar por identificar algunas rupturas con sólo notar el cambio de lugar de las estatuas y monumentos: lo que se considera bello o importante, al igual que lo feo o lo indeseable, cobra forma en el desplazamiento. El hecho es por demás significativo. Esa es la virtud del arte, aunque la dificultad de conquistar su sentido. Lanza el deseo de conocer el mundo, sólo para inmiscuirnos en una incertidumbre aún más profunda. Nos coloca frente a la vida misma, no siempre para entenderla por su significado, sino para aprehenderla por sus formas y hacer más intensa la experiencia. El arte nos aprisiona —diría Machado— en la arcadia del presente.

Frente a estas reflexiones sobre la belleza y la fealdad, no pudo ser más lamentable que Saturnino Herrán no concluyese su obra maestra, Nuestros dioses, que finalmente sintetizaría de manera muy explícita dos sensibilidades distintas en el empalme del mestizaje. Perdimos la oportunidad de contemplar lo que, acaso, habría sido la obra más prodigiosa del México moderno —aunque, como las ruinas o el ídolo desenterrado, las obras inconclusas a menudo nos compensan con la fantasía—. Como sucede en infinidad de obras modernas, no sorprende ver —explícita o tácitamente, oprobiosa o ceremoniosamente— a la figura de Cristo.9 Lo guarece una escultura de piedra: es la Coatlicue. Entre floripondios y un cordel de cempasúchil, las dos divinidades integran un mismo altar, a cuyo culto se rinden con igual devoción mexicas y españoles. Al parecer, Coatlicue sostiene el cuerpo desfalleciente de Cristo: desconocemos si para devorarlo o para fundir su carne con la roca. Poco importa. Madre del mundo, arquetipo de la dualidad tumba-matriz, terminará por devolvernos, una y otra vez, al sujeto histórico: ese que reclama la belleza para que, con el tiempo, no le sea arrebatado el nombre.


  1. Escritor y editor. ↩︎
  2. A propósito de estas valoraciones, consúltese el excelente tratado de Justino Fernández: Coatlicue: estética del arte indígena antiguo. ↩︎
  3. Kali tiene un collar cuyos abalorios son cabezas de personas. Aunque no es exactamente lo mismo, esta condición se asemeja a Coatlicue, cuyo collar tiene corazones y manos. Algo similar sucede con las faldas de las divinidades: la de Kali está hecha de brazos, en tanto que la de Coatlicue está hecha de serpientes. Ambas llevan el torso desnudo. Otro paralelismo radica en la expresión del rostro: la diosa hinduista enseña la lengua, lo mismo que la diosa mexica. Por otro lado, a Chinnamasta se la representa como una mujer decapitada, con chorros de sangre que le brotan del cuello. Según algunas interpretaciones de Coatlicue (por ejemplo, de Eduardo Matos Moctezuma), las dos serpientes que forman la cabeza de la escultura son, en realidad, dos chorros de sangre, condición que establece un paralelismo inquietante con la divinidad hinduista. Esta última, además, está parada sobre una pareja que copula, cuestión que, junto con su decapitación, materializa la idea de la dualidad muerte-vida, misma que Coatlicue personifica bajo la dualidad tumba-matriz, al tener grabado bajo sus pies a la figura de Mictlantecuhtli, señor del inframundo. ↩︎
  4. La obra lleva por título Juana de Asbaje: (Contribución al Centenario de la Independencia de México) y fue escrita a propósito de la celebración de los 100 años del México independiente. ↩︎
  5. Véase: Nueva Grandeza Mexicana (1943), ensayo con que a Novo le fue concedido el primer lugar en un concurso convocado por la regencia de la Ciudad de México. El autor retoma el nombre del poema Grandeza Mexicana, de Bernardo de Balbuena, citado en el epígrafe de este ensayo. ↩︎
  6. Consúltese: La decisión de Eva y el paraíso perdido (2024), publicado en el primer número de la revista Formas Nómadas. ↩︎
  7. Véase la entrevista El arte mexicano, de la serie Conversaciones con Octavio Paz, dirigidas por Héctor Tajonar. ↩︎
  8. Consúltese: Pureza y peligro: un análisis de los conceptos de contaminación y tabú (1973). ↩︎
  9. Se me ocurre, por ejemplo, La entrada de Cristo a Bruselas, de James Ensor (1888); Cristo destruye su cruz, de José Clemente Orozco (1943) o Crucifixión de Francis Bacon (1933). Lo que impulsa a estos pintores es la crítica —desde mi perspectiva— no tanto a la figura de Cristo, sino a los conceptos vertidos en ella, los procesos de institucionalización y, en fin, la forma como la humanidad transforma las intuiciones en verdades muchas veces inamovibles. ↩︎

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