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Elogio de La Habana

Por: Guillermo Jiménez Melgarejo

Cuando una ciudad es tan cautivadora, su encanto no puede sino contagiar a las palabras que la describen. Con un relato conciso y fascinante, un cubano nos comparte los primores que custodian su recuerdo de La Habana, ese lugar que, audaz, se desliza entre adjetivos y logra conciliar diferentes formas de belleza.

Por: Guillermo Jiménez Melgarejo 1

En el corazón del caribe, bajo el cielo desafiante del trópico, insular y magnética, se erige, crepuscular y majestuosa, la exhausta Habana, a pesar de todo y de todos. La Habana es un acertijo, un alambicado laberinto de preguntas que se derraman por igual sobre el local y el foráneo, sobre el lego y el versado, sobre el primerizo y el experimentado. Y es que una herida abierta por el tiempo atraviesa La Habana. Es la herida de los anhelos que no fueron, del futuro que nunca llegó, de la historia que no pudo ser. Bajo los cansados adoquines de la capital cubana, debajo de sus calles profanadas, sobreviven, agonizantes y empedernidos, los sueños que alguna vez galvanizaron la imaginación de medio mundo.

Una hemorragia de colores, un mosaico formidable de todos los tonos azules y rojos del firmamento envuelve el malecón habanero durante el ocaso. Con el olor a salitre perfumando el viento, miles se congregan en un secreto e íntimo ritual de comunión con el mar y la ciudad, valga la redundancia, en un intercambio taciturno y analgésico, que refresca el calor y renueva el alma. El día se apaga, pero, insubordinado y huidizo, se resiste a morir y, en su claroscuro, la vieja Habana irradia la luz más bella que los ojos humanos puedan contemplar. En ese minuto irrepetible, el fulgor del malecón abraza a los enamorados, conduce a los descarriados, calma a los desesperados, estremece a los incrédulos y convierte a los agnósticos.

Deslizándose por las calles de La Habana, la Ciudad de las columnas de Carpentier, uno puede toparse con una hermosa casa colonial, con anchos portones de madera, arcos mozárabes para el tránsito de carruajes y un lujoso patio interior, señoreado por una fuente estilo andaluz para suavizar los rigores del trópico y entibiar el ambiente. No muy lejos, podemos admirar un increíble palacio finisecular adornado con una balaustrada de ostentoso mármol de carrara, cercano a alguna construcción elocuentemente expresiva del mejor art decó europeo de vanguardia. Las formas de belleza anteriores resisten asediadas —acorraladas, pero nunca vencidas— por edificios multifamiliares grises de inspiración soviética del peor brutalismo concebible. El barroco abigarrado del teatro Alicia Alonso desafía impávido el clasicismo rígido del Capitolio habanero, del que algunos cubanos dicen, sin ápice de chovinismo, que es más bello que el original. A pocas calles, un palacete ecléctico conserva los orificios —acaso humeantes todavía— de las balas disparadas por jóvenes revolucionarios, en una épica, audaz y asombrosa acción de ajusticiamiento de un abyecto dictador. Las fronteras imprecisas entre estilos arquitectónicos de la capital cubana son los mismos límites porosos y confusos que amalgaman la historia y el presente, el origen y el destino, en un cuerpo social agitado por una energía mestiza, vibrante y excesiva.

Al entrar a la Plaza de la Revolución, el gris asfáltico, los edificios desabridos y rectangulares, los monumentos antiestéticos y las grandes imágenes de proceres conforman una atmosfera grávida, en una enorme explanada diáfana, en que de inmediato se reconoce el trazo de la historia con mayúsculas surcando el espacio urbano. Un lugar en que ríos unánimes de multitudes conmovidas acariciaron la gloria, se quebraron la voz y soñaron el mundo nuevo. Espectrales y telúricas, cimbradas muchedumbres de espíritu jacobino, hoy ausentes, habitan todavía, con su inagotable recuerdo de gestas quijotescas, la plaza hoy desierta y silenciosa.

“Hay cosas encerradas dentro de los muros que, si salieran de pronto, gritarían, llenarían el mundo”, reza un conocido verso del gran García Lorca. Esa sensación exacta nos invade al incursionar en la célebre Plaza Cadenas de la Universidad de la Habana, un espacio abierto y a la vez enclaustrado entre columnas y muros, un oasis de sombra (arbolado, rectilíneo y epicéntrico) diseñado —pareciera— para el encuentro, la conspiración, el intercambio, la asociación de las almas, los cuerpos y las ideas. Un lugar que es remanso y, al mismo tiempo, tumulto, ubicado en una de las escasas colinas habaneras, como semejando la mirada larga, ilustrada y panorámica que —a veces, no siempre— da pasar por las aulas.

En el bosque de La Habana, framboyanes, algarrobos, palmeras o laureles de ilógica estatura se multiplican en miles de ramificaciones que configuran un espacio mágico y fantasmal, escenario predilecto para la hechicería, la santería y el misticismo. La descomunal, exorbitante y tupida vegetación evita que vislumbremos el cielo y sólo permite traslucir azarosos rayos de sol, creadores de formas nuevas para develar las ánimas del bosque. Mariposas multicolores, colibrís, escorpiones y camaleónicas lagartijas habitan las laderas de un raquítico sendero que ha sido cruelmente devorado por un verdor esplendoroso e indómito. Las frutas habaneras, como la chirimoya, el mango, la guanábana o la guayaba, expiden una fragancia capaz de sahumar el ambiente, y de sus entrañas brotan, libidinales, líquidos almibarados que deben parecerse a la leche y a la miel del paraíso.

En La Habana, como digo, no hay límites precisos para las formas arquitectónicas, para los grupos sociales o étnicos, para la historia y el presente, ni para la vegetación y lo urbano. Tampoco hay fronteras claras entre el sol abrasador y el aguacero torrencial, que puede realizar su aparición estelar en cualquier momento intempestivo. Heraldos de rayos pulverizadores acometen con saña y un torrente de agua estrepitosa inunda las calles y propaga un aroma de asfalto empapado que condensa el aire, impregnándolo de una sustancia vaporosa, compacta y vacilante, como las tinieblas que envuelven el recuerdo puro de la niñez. Porque la lluvia de La Habana está atravesada por la transparencia del viento, el sabor de la sal y la violencia insólita de los que quieren —y pueden— destruirlo todo. Tampoco hay límites precisos entre el cielo habanero y las esbeltas palmeras urbanas que, inverosímilmente, acarician las nubes y se alzan en vértices desafiantes de las leyes elementales de la física. Las líneas divisorias entre las aceras y los árboles se desdibujan también bajo el indetenible empuje de las raíces caribeñas, siempre victoriosas en su guerra subterránea contra el precario asfalto cubano.

La Habana, ciudad fortaleza, amurallada para disuadir piratas y asaltantes, es al mismo tiempo ciudad abierta, ciudad camino, ciudad confluencia, ciudad llave. Las murallas protegen la metrópolis de las invasiones de ayer, y el mar, estéril acaso, de las huidas de hoy. Una ciudad fundada por el nervio trashumante de hombres y mujeres intrépidos y audaces, levantada sobre el pulso nómada y plebeyo de quienes nada tienen y, por eso, nada temen. Ama y señora del Caribe, La Habana es también el nudo geopolítico por excelencia de nuestro continente, uno que se ha amarrado al destino incierto de sus desdichados y recios habitantes. La ciudad fue el exilio de quienes ayer la fundaron y es el éxodo, el punto de fuga, de quienes hoy la abandonan. Pero irse de La Habana tampoco es una realidad de contornos nítidos y quienes se van, quienes se marchan —quienes nos vamos y regresamos— sobreviven, a veces, henchidos de nostalgia; otros, rebosantes de odio. 

La comida habanera tampoco distingue con claridad entre el dulce y el salado, y con el suculento coco rallado o el exquisito “casquito de guayaba” siempre se acompaña el queso. Los especiados y salados frijoles negros se aderezan, como colofón, con azúcar. El picadillo habanero debe colorearse con aceitunas y, cuando las condiciones de abastecimiento lo permiten, con pasas, para endulzar, paradójicamente, el sabor de la carne. Son expresiones culinarias coherentes con el carácter de sus hacedores, los cubanos, esos seres criollos, mulatos, al mismo tiempo azucarados y amargos, suaves y toscos, jubilosos y melancólicos, indiferentes y trágicos.

También las formas de expresión de la religiosidad cubana y habanera son dúctiles y permeables. El promiscuo sincretismo entre la herencia católica y la impronta afrocubana forja una identidad social al mismo tiempo mesiánica y sensual, espiritual y terrenal, práctica y metafísica. Cosmovisiones, cosmogonías y valores animistas provenientes de cultos africanos se esconden bajo imágenes católicas de vírgenes y santos. Por eso la espiritualidad habanera es singular, siempre personalísima y herética, voluptuosa y antiinstitucional, una provocación permanente hacia las fuerzas evangelizadoras de ayer y hacia las autoridades dispensadoras de disciplina y orden de hoy. 

En fin, un destino trágico acecha y parece rodear, como un ejército invisible, a la vieja Habana: el destino contrariado y amargo de quienes, como Ícaro, quisieron volar cerca del sol, de aquellos que persiguieron tercamente la gloria y acariciaron el cielo —como en Babel—, y también el de los que, prometeicos, robaron el fuego a los dioses para entregárselo a los humanos. Las profundas cicatrices de su cuerpo no ocultan el fascinante atractivo de la silueta habanera y el apogeo vertiginoso de sus sueños eternos. A la orilla del mar universal de una isla menguante, toda la luz de gestas proverbiales y legendarias se arremolina indiscreta en la hermosa Habana, donde la arquitectura, la naturaleza, la comida, los habitantes, la belleza, la historia y el tiempo —desmesurados todos— no son del reino de este mundo.


  1. Abogado y ensayista. ↩︎

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