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En su lugar

Vicente Ugalde

La representación siempre ha planteado desafíos a nuestro entendimiento de la realidad: ¿el objeto representado es parte del símbolo que lo representa? Ya lo discutía René Magritte cuando escribió “ceci n’est pas une pipe”. Entre desacuerdos, y con métodos a veces incómodos, el arte contemporáneo vuelve a cortejar las respuestas de una duda muy antigua.

Por: Vicente Ugalde Saldaña 1

En el verano de 2021 asistí a la exposición inaugural del museo Bourse de CommerceCollection Pinault (Bolsa de Valores), en París. Al ingresar, fui inmediatamente sorprendido por la belleza del edificio y su imponente cúpula, pero, especialmente, por la réplica espectacular realizada por el artista suizo Urs Fischer, a escala real, de la escultura renacentista El rapto de las sabinas, de Juan de Bolonia, ubicada en Florencia. Erigida en el centro del edificio restaurado por Tadao Ando, arquitecto japonés reconocido con el Pritzker, la imponente escultura de seis metros se fundía como una vela gigante, modificando sus formas perfectas, proceso que continuó hasta el final de la exposición. Pero lo que más me interpeló fue la sucesión de vitrinas dispuestas en el pasillo circular que envuelve a la rotonda, en las que se exponían veinticuatro objetos aparentemente ordinarios, a través de los cuales el artista Bertrand Lavier se proponía explorar cuestiones diversas sobre la naturaleza de una obra. Entre esos objetos, figuraba un oso de peluche, una cegueta, una lanza, una motocicleta chocada y un cortasetos. 

Imagen 1: Detalle de la cúpula de la Bourse de CommerceCollection Pinault, edificio intervenido por Tadao Ando.

Fue inevitable que la invitación de Formas Nómadas a discurrir sobre la contemplación me hiciera recordar esa exposición, pues, en mi entender, la contemplación remite a la satisfacción, e incluso a la fascinación, que experimenta el sujeto ante una obra de arte, y en mi recuerdo, observar algunos de esos veinticuatro objetos prosaicos en las vitrinas del fastuoso recinto que expone las obras de arte de la familia Pinault me suscitó curiosidad sobre los atributos y la condición como obra de arte de esos objetos. Con esa duda fue también inevitable visitar las consideraciones sugerentes que Nelson Goodman propone en Maneras de hacer mundos.

En ese libro, Goodman recupera la discusión añeja sobre lo importante que es, para algunos artistas y críticos, distinguir en una obra de arte aquello que simboliza o representa, por un lado, y a la obra misma, por otro. Para los artistas y críticos que él llama “puristas”, lo valioso de una obra no sería lo que representa, que es externo a ella, sino el objeto mismo, independientemente de lo representado. Lo que importa en una obra de arte no es su relación con algo externo, sino sus cualidades intrínsecas. Así, para esa forma de mirar, la obra de arte no depende de alguna referencia externa, de lo que ella simboliza, sino de sí misma.

Goodman advierte que, si se toma por buena esta perspectiva purista o formalista, en el caso de las obras como El jardín de las delicias, de Bosch, o Los Caprichos, de Goya, habría entonces que olvidar el contenido, es decir, lo que está representado por ellas. Pero, como él mismo señala, rechazar esta perspectiva significaría que lo importante de una obra no radica en lo que es, sino en lo representado, es decir, lo que no es. Se trata de un dilema entre estas dos posiciones que Goodman considera resoluble si al mismo tiempo se valora a la posición formalista o purista como correcta e incorrecta. 

Goodman sugiere pensar que no todo símbolo es ajeno a lo que simboliza. Para ello, recurre a algunos textos del tipo “las quince letras” para ejemplificar que lo simbolizado no está completamente disociado de los símbolos, y refiere el caso de imágenes que se representan a sí mismas o que están incluidas en lo ilustrado. Pero como esos casos son, en realidad, poco frecuentes, reconoce que lo usual es que una obra represente algo que le es ajeno. 

Imagen 2: Detalle de las vitrinas que contenían los 24 objetos de Bertrand Lavier.

Esa condición tampoco significa, nos recuerda Goodman, que la obra que correspondería a la posición formalista sería aquella que no represente nada o que represente algo que no existe más allá de la obra en cuestión, como lo ejemplifica evocando la Damme à la licorne, ilustrada en la tapicería expuesta en el museo Cluny de la Edad Media, en París. La razón por la que tampoco correspondería a esta posición es que, en este caso, aunque se trate de criaturas inexistentes en la naturaleza, algo está representado, y la imagen, justamente por su carácter representacional, no sería satisfactoria para los puristas o formalistas. Por otro lado, dice Goodman, no sólo las obras representacionales son simbólicas; también lo son aquellas que, como en el impresionismo abstracto, simbolizan una idea o un sentimiento, es decir, algo que está fuera de la obra misma, de la pintura. 

Lo que habrá de satisfacer al pintor o crítico purista será una obra que no represente, ni exprese, ni sea expresiva o representacional, es decir, que sólo posea atributos intrínsecos. Pero Goodman encuentra ahí dos problemas importantes. Por un lado, es sumamente difícil distinguir entre las propiedades intrínsecas y las extrínsecas, pues fácilmente pueden confundirse. Por otro lado, encontrar obras en que sólo haya propiedades intrínsecas es extremadamente difícil o imposible, pues toda obra tiene propiedades de los dos tipos. Si bien las formas y los colores que presenta una pintura pueden considerarse atributos intrínsecos, estos pueden también pertenecer a objetos externos y, entonces, fincar una relación entre el cuadro (la pintura) y ese otro objeto. Por si fuera poco, si además del color y la forma se consideran otros atributos como el tamaño, la textura o la materia, también susceptibles de relacionar la obra con algo que es ajeno a ella, entonces el problema será cómo identificar sus características no representacionales. No para resolver este problema, pero para llevar más lejos la reflexión, Goodman introduce aquí la idea genial de la “muestra” (simple). 

No habría espacio para trasladar a este texto la anécdota del muestrario de tapicería y el pastel que hace intervenir Goodman para explicar que una muestra ejemplifica únicamente algunos de los atributos que posee, y que los atributos sobre los que recae la ejemplificación varían según las circunstancias. De la misma forma, las propiedades que importan en un cuadro son las que nuestra conciencia resalta o selecciona de esa obra: son cualidades que realizan la función de ejemplificar un conjunto de obras de las que esa obra en particular es una muestra. Con ello, Goodman quiere mostrar que incluso las obras que para el artista o crítico formalista son puras —es decir intrínsecas— también simbolizan aspectos de la forma, el color o la textura. Goodman argumenta así que no hay arte sin símbolos y, sobre todo, recupera la pregunta inicial de esa parte de su obra en que el hecho de cuestionar qué es una obra de arte o qué es arte resulta equivocado, puesto que lo adecuado sería preguntarse cuándo un objeto funciona como obra de arte o, en dado caso, cuándo hay arte. 

El ejemplo de la piedra que pasa de ser un objeto encontrado junto a la carretera a ser una pieza expuesta en un museo ilustra cómo, al realizar una función simbólica (como muestra de tamaño, textura, color, etcétera), esa piedra funge como obra de arte. Fue seguramente una consideración similar con la que traté de explicarme la presencia del cortasetos y de la vieja motocicleta golpeada en ese recorrido por el pasillo circular de la planta baja de la Bourse du Commerce. Se trataba de un símbolo que en primera instancia me fue difícil descifrar o, más bien, interpretar. Catherine Elgin cuestiona la idea de que la ciencia y el arte son representaciones, es decir, sustitutos intencionales —la primera, de la naturaleza; la segunda, de la vida— y que, por tanto, son representaciones del mundo tal como es. Considera, en cambio, que ambas actividades suponen una comprensión, una captura de información que responde y obedece a razones, que se basa en hechos, que posibilita la inferencia, los argumentos y hace posible relacionar esas dos actividades con el tema al que pertenece la comprensión. Para ella, esa información suele estar codificada y, por eso, alcanzar su comprensión supone la habilidad para interpretar los símbolos que la reproducen. Cuando recuerdo mi recorrido por la Bourse de Commerce, me doy cuenta de que mi falta de experiencia y pericia con el manejo de esos símbolos, de ese abanico inagotable de referencias, fue seguramente lo que me hizo ver en esos veinticuatro objetos un gesto disruptivo, luego de haber contemplado la escultura de Fischer y el majestuoso espacio en que se consumía. Pero fue la irrupción de esos objetos banales en las vitrinas lo que me provocó una sonrisa y tal vez me devolvió la conciencia de que era yo el que observaba.

Referencias

Catherine Z. Elgin, “Ejemplos elocuentes”, Enrahonar: Quaderns de Filosofía, 49 (2012), pp. 69-89.

Nelson Goodman, Maneras de hacer mundos, Madrid, Visor, 1990.


  1. Abogado y filósofo mexicano. Es Profesor-Investigador y Secretario General de El Colegio de México. ↩︎

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