Rica en asomos sutiles a la realidad, la jerga de México revela que a sus habitantes no les basta distinguir entre belleza y fealdad: hace falta diferenciar entre lo chido y lo chafa, o entre lo padre y lo gacho. Particularmente la riqueza semántica de este último término ha permitido, a varias generaciones, apuntar algo más que la fealdad: sobrevivir los desaires de la vida cotidiana.1
Por: Mauricio Tenorio Trillo 2
“Ugliness that had once been hateful to [Dorian Gray] because it made things real, became dear to him now for that very reason. Ugliness was the one reality”.
The Picture of Dorian Gray, 1891
(Oscar Wilde)
“Que el mundo fue y será una porquería, ya lo sé, en el quinientos seis o en el dos mil también”, así inicia el tango de Enrique Santos Discépolo, Cambalache (1934), que al mismo tiempo ponía en vernácula el pesimismo de Schopenhauer, Nietzsche, Eduard von Hartmann o Agnes Tuabert, y ponía en claro una obviedad moderna: lo natural y propio del mundo es la fealdad, lo ruin, la infamia, lo repugnante. Prueba de ello es que la hipótesis (“el mundo fue, es y será una porquería”) resulta irrefutable e irrefutablemente horrible. De ahí que la fealdad sea mucho más cercana a la realidad que lo bello. Claro, el sentido profundo de lo feo y lo repugnante va variando con el tiempo, y lo que ayer causaba repugnancia hoy es bello, o lo que hoy es repugnante ayer era afortunado. Además, a lo largo de la historia, la fealdad, cuando suprema, suele transmutarse en belleza, como en el expresionismo alemán o en el surrealismo, o como en La Celestina o El Quijote. De Dulcinea —que no era, por decirlo en mexicano viejo, tarasca (“mujer temible o denigrada por su agresividad, fealdad, desaseo o excesiva desvergüenza”, DRAEL), pero era fea— decía Sancho:
“¡Oh encantadores aciagos y malintencionados… Bastaros debiera, bellacos, haber mudado las perlas de los ojos de mi señora en agallas alcornoqueñas, y sus cabellos de oro purísimo en cerdas de cola de buey bermejo, y, finalmente, todas sus faciones de buenas en malas, sin que le tocárades en el olor; que por él siquiera sacáramos lo que estaba encubierto debajo de aquella fea corteza; aunque, para decir verdad, nunca yo vi su fealdad, sino su hermosura, a la cual subía de punto y quilates un lunar que tenía sobre el labio derecho, a manera de bigote, con siete o ocho cabellos rubios como hebras”.3
¡Cuán bella puede resultar la fealdad sin tapujos! ¡Y cuán feo fue, es y será el mundo! Así las cosas: el mundo resultaría invivible si a cada paso reparáramos schopenhauermente en su fealdad esencial. Pero fue, es y será imposible no enfrentarla a diario. El genio del habla mexicana ha conjeturado la voz gacho o gacha para enfrentar el world = ugliness, pero sin dejarse llevar por el pesimismo profundo.
Pocos vocablos tan mexicanos y tan añejos como gacho o gacha. Ignoro cuándo la palabra comenzó a ser utilizada queriendo decir algo más que “caído” o “doblado” (como en “traía el sombrero gacho”), o con referencia a toros y cuernos retorcidos hacia abajo —ese es el significado castizo de gacho—. En las colecciones de folklore andaluz de fines del siglo XIX, aparece gachó: “ese gachó me’a jodío”, por decir ese “payo”, ese “tipo”. A fines del XIX, escritores mexicanos como Heriberto Frías y Federico Gamboa utilizaron gachó con este sentido en textos que intentaban imitar el decir andaluz. Don Joaquín García Icazbalceta (Vocabulario de mexicanismos…, 1899) registra la voz gacho —“buey con los cuernos para abajo”— como algo caído, pero no incluye el sentido que el término tuvo a lo largo del siglo XX en la palabrería mexicana. A principios del siglo XX, el filólogo alemán Max Leopold Wagner —un cazador de palabras del que pepeno con asiduidad— encontró la palabra en la Colonia de la Bolsa de la Ciudad de México (colonia pobre, por tanto, para Wagner, campo de estudio de la Mexikanisches Rotwelsch, la lengua, el canto de mendigos y ladrones). Pero Wagner también se topó con gacho en sus trabajos sobre el judeoespañol y sobre el romaní de la península ibérica. Así, gacho significaba, en el hablar gitano, “hombre desagradable” y, a su vez, gachi significaba “prostituta” (“Stray Notes on Spanish Romani”, Journal of the Gypsy Lore Society, 1937). De ahí pasó al castellano andaluz y de éste, quizá, al caló chilango. Gacho, según Wagner, connotaba algo desagradable, persona o cosa, y era un concepto opuesto a bacán, palabra que, a decir de Wagner y del filólogo y sacerdote peruano, Pedro Manuel Benvenutto Murrieta (El lenguaje peruano, 1936), quería decir, en Buenos Aires, “cosa buena, persona agradable”. En lunfardo, bacán también quería decir el “abarraganado” —el que gasta amante extramarital—, del genovés baccám (“messere, padre, padrone”). Esta acepción, bien vista, es cosa igual que el antónimo de gacho en mexicano, a saber, padre: “agradable, bueno”. En fin, para mediados del siglo XX, cualquier novela mexicana, a tono con la moda del realismo popular, utilizaba gacho, como José Agustín en Dos horas de sol (1994): “Te corrieron mano —comentó un joven de pelo largo que dio una toalla a Nigro—. Por elemento gacho”.
Decíase ayer y dícese ahora, pues, “esa ruca es bien gacha”, “qué padre casa”, “eres bien gacho”, “¡qué gacho!”, “me chingaron gacho”, “nos salió bien padre”. Gacho significa seguro, feo, desagradable, inaceptable, pero es mucho más y es mucho menos. Por un lado, lo gacho es despreciable, pero también cotidiano, llevadero; por tanto, las connotaciones de lo gacho salvan del pesimismo filosófico que, si bien lúcido y veras, resulta contraproducente para sobrevivir. Y si el genio de la lengua mexicana ha canonizado el término gacho es porque es apto para la sobrevivencia.
Por otro lado, gacho tiene consecuencias semánticas para la gachería en la cultura política mexicana. En la procura de estas connotaciones, considérense estas aventuradas afirmaciones:
- Gacho no describe cualquier forma de fealdad o de ruindad. No. Siempre involucra algo más: traición. Porque calificar de gacho a algo o a alguien es asumir que lo no gacho —es decir, lo chido (ver chido), lo bueno, lo bello— existe, es posible. Por tanto, lo gacho es una traición.
- Un tonto no es gacho, es pendejo, imbécil, idiota, una monserga, una lata…lo que sea, pero raramente gacho. Alguien deviene en bien gacho o re-gacho porque es capaz de concebir, hipotéticamente, lo no gacho, pero opta por ser gacho. Gacho es, pues, una deslealtad a la inteligencia, a la bondad o la belleza.
- El término gacho en la palabrería mexicana asume que, ceteris paribus, rige la confianza, como si la acción de confiar fuese el oxígeno del fuego de las relaciones humanas, hasta que un acto o un dicho revele la traición, la ruindad…y, entonces sí: “qué pinche gacho que eres”. Lo revelador del término, empero, no está en lo que describe —después de todo, ejercer de humano a menudo decanta en infamia—, sino en el escenario de fondo que asume: la confianza.
- Lo gacho no repara ni en credo, ni en sexo, ni en posición sexual o social, pero se acurruca en las mil maravillas en la humana desigualdad mexicana. Es decir, lo más gacho de lo gacho es que, ni cuando gachos, somos todos iguales. Un banquero ante otro, o un albañil ante otro, puede ser bien gacho. Gacho, entre iguales, decanta en chamaquearse (ver chamaquear) al colega y ser tahúr entre tahúres. Pero una patrona ante su sirvienta, con los salarios que paga, con la explotación que tal relación implica, debería ser gacha por definición. Punto. Pero no: para su sirvienta, deviene en “ruca gacha” sólo si cumple mal los postulados del amarchantamiento (ver amarchantarse). Así, lo gacho adquiere su connotación exacta sólo dentro de la re-gacha distribución del ingreso, las oportunidades y la cultura en México.
- Por tanto, en mexicano, ser gacho en potencia es destino que se asume y espera —alguien incapaz de ser gacho puede ser de fiar, pero no es útil—. Yo soy gacho hoy; mañana, tú: todo depende del momento y de la negociación cotidiana. La virtud está en hacer de la gachería un pragmatismo de última necesidad.
Por seguro, ya va para largo que la gachería anda suelta en la cultura política mexicana. Claro, el otro nombre de la política es “traición” y resulta, pues, natural que los gachos “huérfanos de besos busquen dónde estar”. La gachería ha hecho metástasis en tres tipos de argumentos políticos que han virado en axiomas de nuestra época: a) “las cosas están jodidas, ya no pueden estar más jodidas: a chingar o te chingan” —nota: las cosas siempre pueden joderse más—; b) “si todos son bien gachos, qué más da un gacho más”; c) “gachos somos, pero no ‘hijoeputas’, que son el verdadero problema” —todos los “hijoeputas” son gachos, pero no todos los gachos son “hijoeputas”—.
Ahora bien, en términos estéticos, el adjetivo gacho adherido a cosa, pintura o poema saca al sustantivo del dominio del arte. “¿Te gustó la película? No, está bien gacha”. Un poema o una pintura pueden ser gachos, es decir, no sólo son feos, sino que ofenden, traicionan. Eso sí, la gente es gacha, pero las cosas suelen no ser, sino estar gachas. “¿Te gustó el departamento? No, está bien gacho”. Pero una pintura es o está gacha no porque sea fea, sino porque ofende. Una película es o está gacha porque ofende y hasta puede ser buena. Claro, tengo para mí que el arte contemporáneo tiene por vocación lo gacho: busca traicionar expectativas, provocar, ser descaradamente feo por riñones. Se trata de que el arte sea gacho para los no enterados, pero no para los curadores de arte contemporáneo, para quienes lo artístico reside en provocar el sentimiento: gacho.
Se deduce que, en mexicano, sería fácil estar a la vanguardia post-, trans-, meta- del arte. No obstante, las culturas populares de México aprecian lo kitsch, cursi, exagerado, ornamentado, feo, anacrónico, tradicional, convencional… pero, eso sí, rechazan la estética de lo gacho, porque lo gacho jode y algo bello no debe joder. Un perfomance de un tipo desnudo viendo un cuadro en un museo sería populacheramente considerado una “mamada” o nada. Una pintura de la virgen de Guadalupe, con el rostro de Chaquira, el vientre al aire y rodeada de querubines transexuales, podría resultar una imagen muy post- y trans-, un éxito artístico, pero para la estética mexicana sería bien gacha, ofensiva, insultante, traicionera. La fórmula es: si ver una imagen quema calorías emocionales, entonces no pertenece al dominio de lo bello. Así de “re-bien pinches gachas” son las culturas populares del país.
No es de asombrar la existencia de un término exclusivo y tan utilizado para designar a algo feo y que traiciona. Confiar es una necesidad humana casi biológica, y es la traición lo que más nos debilita. Es natural, pues, que el genio de la lengua se inventara un término para anunciarla sin mencionarla. Pronunciar su nombre, “traición”, sería invocarla. Así, la palabra gacho es como el canario en la mina: advierte que la traición anda suelta y que ha llegado la hora de huir.
- Extracto de Mauricio Tenorio Trillo, Vocabulario de mexicanismos y mexicanadas… Inédito. ↩︎
- Doctor en historia por la Universidad de Stanford y profesor de la Universidad de Chicago. Es autor de numerosos libros y artículos académicos. De entre sus obras más recientes, se encuentran: Las ruinas de la historia: el culto a los monumentos y a su destrucción (2023) y Elogio a la impureza: promiscuidad e historia en Norteamérica (2023). ↩︎
- Fragmento de El ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha. ↩︎
Nota: la fotografía de la portada fue obtenida del sitio web de Pexels. Los créditos autorales corresponden a Yago de Oliveira [@photoyagor].