Para continuar con nuestra andanza, este segundo número de Formas Nómadas está consagrado a la contemplación, acto que, casi irremediablemente, nos conduce al juicio de la belleza y la fealdad. Así como lo divino, discutido en nuestro primer número, la contemplación es uno de esos asuntos que ha alimentado nuestras cavilaciones a lo largo de los siglos. Varias dudas motivaron este número: si la belleza y la fealdad son por fuerza antónimas, si se contradicen con exactitud, si una es ausencia de la otra. Cualesquiera que sean las respuestas, es innegable que la búsqueda de la belleza —en ocasiones, también de la fealdad— ha sido una de las grandes obsesiones del mundo.
Al parecer, la belleza y la fealdad anteceden a la comprensión profunda de la realidad, pues nos inundan de sensaciones mucho antes de entender su significado. Pero, curiosamente, como lo verá usted a lo largo de los textos, las dos categorías no son arbitrarias y tienen una función: en un instante, prefiguran la experiencia y le dan forma a nuestro mundo. Aunque muchas veces sea dudosa su justicia, pocos juicios, por su inmediatez, son tan eficaces. Sea mediante el deleite o el disgusto, se tiene un argumento para producir sentido y ajustar los actos. Parece que usamos estas valoraciones por las ventajas irresistiblemente prácticas que plantean a nuestra vivencia.
Según se trazan los límites de lo tolerable durante el acto de la contemplación, se termina por delinear la silueta de nuestra cultura. De tal suerte, la pregunta sobre la belleza y la fealdad se vuelve, al cabo de unos párrafos, una crítica sobre el humano mismo. ¿Cuántas bellezas y fealdades existen en el mundo actual?