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Tiempo histórico y memoria histórica: una lectura de Fernand Braudel

Por: Raymundo Martínez Fernández

Una de las tesis más interesantes que nos legó el siglo XX dicta que los cambios históricos suceden a velocidades distintas: del atropello de una revolución hasta la lentitud con que evolucionan las rutinas más mundanas. El lenguaje asume un papel crucial para conciliar las narraciones y, de algún modo, para estabilizar la memoria.

Por: Raymundo Martínez Fernández 1

La teoría de la relatividad significó una verdadera revolución —con antecedentes, como cualquiera otra— en la concepción del espacio y el tiempo. Con ello cambió la idea del tiempo en la esfera de la física, pero no de la experiencia humana. En la Tierra, las variaciones de la progresión del tiempo en función de los movimientos relativos de las personas y sus artefactos resultan irrelevantes. No obstante, en la literatura histórica ha existido el interés, particularmente desde finales del siglo XX, de encontrar el paralelo del tiempo relativista en los procesos humanos a través de la historia humana.

Hay motivos para imaginarse que ese paralelismo sería posible. Ya es viejo el tópico de la aceleración de los procesos históricos, pero también se ha hablado de la velocidad vertiginosa y creciente en que se producen los cambios en el capitalismo; de ahí el aforismo marxiano “todo lo establecido se desvanece”. Por ello se ha suscitado una idea sobre los diferentes “tiempos” en que operan esferas y aspectos distintos de la historia humana. Así planteada, esta idea no es más que una metáfora.

Un paralelismo con la cuestión espacial puede aclarar el asunto. Se ha hablado de que los medios modernos de transporte han acortado las distancias. Éstas, sin embargo, siguen siendo las mismas: lo que ha cambiado es el tiempo requerido de traslado, condición que hace pensar como si se acortaran las distancias. Dicha situación puede cambiar la percepción del espacio y el tiempo, aunque a ninguna de las dos dimensiones en sí. Y antes que la percepción, ha cambiado la efectividad de los medios de transporte. No tenemos un tiempo modificado, sino un cambio en la relación entre la distancia y el tiempo de traslado —o, simplificando, un tema de velocidad que involucra dos variables, no sólo el tiempo o sólo el espacio—. En los procesos históricos, aquello que varía es la “velocidad” con que acontecen y se modifican los diferentes tipos de actividades humanas, es decir: el ritmo del cambio. En la literatura histórica se ha llegado a hablar de la superación del tiempo newtoniano o unilineal, incluso de diferentes ritmos, sin distinguir este concepto del de cambio en la duración del tiempo. Pero, generalmente, el interés efectivo se centra en la percepción de la velocidad a que transcurren diferentes acontecimientos o situaciones (por ejemplo: Le Goff), o en sus consecuencias, particularmente la nueva valoración del tiempo introducida por el capitalismo desde sus precedentes (del siglo XVI al XVIII), de lo cual es efecto e instrumento ese artefacto disruptor y dictatorial: el reloj.2

Ritmos históricos distintos: el planteamiento de Braudel

¿Cómo concebir, entonces, los ritmos diferenciales del cambio histórico? La actividad humana, vista en una perspectiva histórica, aparece como la reiteración de actividades específicas día tras día, generación tras generación. Sólo con el tiempo se van viendo las diferencias en la forma que se desarrolla la actividad de referencia. Se puede ilustrar esto con el “problema” del huevo y la gallina: si en lugar de utilizar las abstracciones “huevo” y “gallina”, diéramos el seguimiento retrospectivo a una gallina específica que vino de un huevo específico (y así sucesivamente), al cabo de unos pocos millones de años la “gallina” sería muy diferente de aquella gallina de referencia… y, en unas cuantas decenas de millones de años, veríamos algo que de ningún modo llamaríamos “gallina”.

Si nos enfocamos propiamente en la cuestión de los ritmos diferenciales en la historia —más propiamente expresado: de los procesos históricos—, la mejor teorización sigue siendo la de Fernand Braudel, particularmente en su última versión, que se encuentra en el libro Civilización material, economía y capitalismo. La obra nos sitúa en la antesala de la era capitalista, es decir: en los siglos XV a XVIII. Encontramos en Braudel una división tripartita de la dinámica social, por darle una denominación inicial. En un nivel intermedio, tenemos a la economía de mercado. Aunque no requiere muchas explicaciones, se refiere a actividades variadas que, si bien son realizadas por actores muy diversos y de diferente importancia, tienen en común la dependencia de conexión al mercado y al intercambio de mercancías. Incluiría algunas actividades que, por su escala de transacciones o por el uso del trabajo asalariado, podríamos denominar “capitalistas”, como el comercio regional o las manufacturas. Por “encima” de estas actividades, está lo que Braudel llama “capitalismo”, el auténtico capitalismo: los grandes comerciantes genoveses del siglo XVI, los comerciantes de Ámsterdam del siglo XVII, los Fugger, las compañías de las Indias, etcétera. Estos actores falsean el intercambio (o el “capitalismo”) a su favor y, desde lejos, pueden alterar sectores enteros de la economía europea y mundial.

Imagen 1: Escritura griega.

Aún más interesante es el nivel que está por debajo de la “economía”, a saber: la vida o la civilización material. Esta “infraeconomía” se define, en una primera aproximación, como la otra mitad informal de la actividad económica: en ámbitos locales, la de la autosuficiencia o la del trueque. Se trata, en parte, de una economía aún no trastocada por el capitalismo, heredada de las formas económicas de sociedades pasadas, y que se ha transformado lentamente. Pero va mucho más allá. Aquí encontramos el dominio de las costumbres que se transforman muy lentamente, de formas de actividad que cambian más despacio incluso que las propias formas de economía y de sociedad que distinguen las épocas históricas reconocidas.

Este planteamiento requiere más precisión, pero antes es necesario subrayar una de las derivaciones fundamentales de la clasificación descrita: los tres niveles tienen su propia temporalidad, su propio ritmo histórico. Los cambios rápidos y violentos que pueden generar los grandes monopolios y oligopolios (por ejemplo: la irrupción súbita en mercados de ultramar; la explotación y comercialización de nuevas mercancías en el ámbito mundial, como las especias o el azúcar; el apoderamiento de mercados amplios que una potencia arrebata a otra) son más rápidos que las transformaciones en los sistemas productivos industriales o agrícolas, los sistemas de transporte terrestre —incluso marítimo— o los mecanismos de distribución de cereales a los mercados consumidores en las ciudades. Pero es más lento aún el ritmo histórico y la velocidad de los cambios en el ámbito de la civilización material. Ése es el verdadero centro de la aportación de Braudel: la larga duración.

En su obra célebre sobre la época de Felipe II, Braudel había identificado otro nivel de actividad, en que los cambios se sucedían más rápido que aquellos de la economía en general (en otra clasificación de las temporalidades históricas): la política. Más que nada en la actividad política, no en la estructura política como tal, los cambios se desarrollan con gran celeridad —diríamos, incluso, a una velocidad vertiginosa—. En este nivel, la figura por excelencia de la actividad es el “evento” o el “acontecimiento”, es decir: no una serie de actividades repetidas, sino, inclusive, una sola actividad.

La vida material, una escala necesaria

Pero, ¿cómo se definiría el nivel de la actividad histórica que corresponde a la civilización material? En el caso de los demás niveles, no resulta muy difícil entender el carácter y la temporalidad específica. En cambio, lo realmente nuevo —así lo dice el propio Braudel— es el ámbito de la civilización material. No se trata sólo, ni principalmente, de las actividades económicas tradicionales que se escapan de los mecanismos del mercado. Se refiere, en cambio, a la forma de vida y a todas las actividades rutinarias (siempre de la mayor parte de la población): la reproducción, la alimentación, la vida en el hogar y el entorno local, la vestimenta, entre otros. Esta condición corresponde a la inserción de la vida cotidiana en el ámbito de la historia, como diría el historiador francés. “Presente en todas partes, invasiva, repetitiva, esta vida material está siempre bajo el signo de la rutina”, como una enorme capa de historia estancada.

La cotidianeidad son los hechos pequeños que apenas se registran en el tiempo y el espacio. Mientras más restringes el espacio de la observación, más oportunidades tienes de encontrar el entorno mismo de la vida material […] Cuando restringes el tiempo observado a fracciones pequeñas, obtienes el acontecimiento, hecho diverso; el acontecimiento se ve, se cree único; el hecho diverso se repite y, al repetirse, se convierte en generalidad, o mejor, en estructura [Braudel, 1979, p. 19. Traducción propia].

A propósito de la diferencia entre las actividades de la vida cotidiana y los acontecimientos, Braudel continúa:

[…] la vida material se presenta, primero que nada, bajo la forma anecdótica de miles y miles de hechos diversos. ¿Diríamos acontecimientos? No; sería agrandar su importancia y no comprender su naturaleza. Que Maximiliano, emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, en el curso de un banquete, meta la mano en los platos (lo que se muestra en un dibujo), es un hecho trivial, no un acontecimiento [Braudel, 1979, p. 640. Traducción propia].

La vida material es polvo de historia, una microhistoria: “pequeños hechos que, al repetirse indefinidamente, es cierto, se reafirman como realidades en cadena”. Sucesiones, series, largas duraciones. Se entiende el contraste en las temporalidades de las diversas realidades. La vida material es más susceptible a los cambios lentos, aun más que cualquier otro elemento histórico. Con la vida económica ordinaria, también sujeta a regularidades, salimos de la rutina, del inconsciente cotidiano. Sólo el capitalismo (como lo define Braudel) tiene una relativa libertad de movimiento: “…se permite la elección de los dominios en los que quiere y puede inmiscuirse y los que abandonará a su suerte, reelaborando sin cesar, a partir de estos elementos, sus propias estructuras, transformando poco a poco al paso la de los demás”.

Imagen 2: Escritura cuneiforme.

Y qué decir de los acontecimientos políticos. Podríamos agregar, por nuestra parte, que dichos eventos se encuentran sujetos a diversos ritmos propios, pero son siempre breves. En el extremo podemos mencionar un cambio súbito producido no en semanas o en días, sino en horas: ese tiempo que tomó en París, durante 1848, la caída de la Monarquía de Julio, acontecimiento tan súbito que permitió a un puñado de actores políticos, autonombrados como los representantes del pueblo, asumir inicialmente el control del Estado y proclamar el régimen republicano.

Todo esto, como dice el propio Braudel, es la introducción de la cuestión, siempre sujeta a revisión. Se trata, sin embargo, de una aportación mayor en el entendimiento de la historia humana.

La tradición oral y la memoria histórica

¿Qué hay de la memoria histórica? ¿Sigue los parámetros de las temporalidades históricas? La respuesta genérica es “no”. Esta resolución negativa radica, en buena medida, en que la memoria histórica es principalmente una memoria escrita, cuestión que requiere muchos matices. Las historias locales o de un ámbito étnico espacialmente restringido pueden ser transmitidas de generación en generación no sólo a través de relatos, sino también de canciones o materiales mnemotécnicos (o “fórmulas”) propios de la poesía oral. Esta última suele transmitirse por medio de los bardos especialistas. ¿Qué duración puede alcanzar dicha memoria oral? Es difícil saberlo. Seguramente es variable. También es probable que su extensión temporal dependa, hasta cierto punto, de la estabilidad o la permanencia de las sociedades en cuestión y sus estructuras, dado que la memoria es también parte de la tradición o de la “vida material”. Pero los recuerdos pueden modificarse con el paso de boca a boca. Bajo la presión de las circunstancias, la memoria puede sesgarse en diferentes etapas e irse modificando. Veamos algunos posibles casos.

La existencia de los llamados “mitos” —en el sentido antropológico original, como el de Marcel Maus, no en el sentido posmoderno— revelan un tipo de caso de pérdida de la memoria histórica oral. El mito tiene la función de explicar el rito. Cuando se olvida el origen del rito, un elemento muy importante en las sociedades “tradicionales”, se requiere una explicación, muchas veces fantástica. Me viene a la memoria inmediatamente la explicación del tabú del cerdo entre los judíos, propuesta por Marvin Harris, con base en los estragos que hubiese causado su crianza en las condiciones originarias del Canaán. Otro ejemplo es el de la leyenda de los gigantes que habitaron Grecia antes de los griegos de la época clásica: el mito explica las construcciones “ciclópeas”, que por entonces podían verse aún, cuyo origen se remonta a sus antepasados micénicos.

A propósito de la memoria histórica, un caso particularmente interesante es el de la poesía oral. Quizá uno de los ejemplos mejor conocidos, la poesía homérica, patentiza la conservación de historias que pasaban de generación a generación de poetas. Algunos recuerdos son muy antiguos, como los de la época micénica (h. 1400-1200 a.e.c.), aunque están completamente distorsionados: los personajes actúan de una manera propia de una época posterior (la “época oscura”, h. siglos X-IX a.e.c.), que corresponde a la época de la poesía oral homérica. Se conservaron algunos tópicos antiguos, como el nombre de las ciudades de Micenas y Troya, ya desaparecidas en la época en que se originaron los poemas homéricos. Y se hubiera perdido esa memoria, al igual que desaparecieron los propios bardos (poetas de las cortes de los aristócratas de aquel tiempo que no sobrevivieron a los cambios de la época posterior), de no haber sido puestos por escrito.

Al cabo de estos ejemplos, se constata que la tradición oral puede perdurar durante periodos largos, pero nada garantiza su inmutabilidad. Del mismo modo, nada puede asegurar que algún recuerdo, que ha logrado trascender por un tiempo largo, tenga la misma significación para los oyentes de una época posterior que para los de la época en que se generó. En contraposición, la escritura fija la memoria, sea de sucesos, costumbres, mitos y ritos, falsificaciones consideradas verdades, precios, ideas filosóficas. De hecho, la escritura fue originalmente creada y utilizada para efectos de registro. Los testimonios escritos son sólo una fuente de la reconstrucción del pasado: una fuente que es materia prima, aunque con grados diversos de fiabilidad. Dependiendo del tema, de la antigüedad del pasado a reconstruir y de algunos otros aspectos, se han reconocido otras fuentes históricas: la arqueología, la lingüística, la numismática, las mismas tradiciones orales, entre otras —más recientemente, se ha agregado a la genética—. Todas estas disciplinas aportan igualmente materia prima; sin embargo, está reconocido que los testimonios escritos nos dan acceso, con todos sus problemas, a aspectos que no pueden proporcionarnos las otras fuentes. Pero esto ya es otro tema.

Palabra hablada, persistencia y memoria

En contraste y, en cierta forma, a contracorriente con lo anteriormente dicho, quisiera traer un caso extremo y verdaderamente sorprendente de permanencia de la memoria oral. La agricultura se originó por primera vez en dos lugares (al parecer por dos pueblos distintos): en Palestina y en la zona montañosa al este del Asia Menor, donde existían originariamente las plantas predecesoras del trigo y otros cereales. En el segundo caso, que es el que nos ocupa, el pueblo se expandió en muchas direcciones, generando civilizaciones avanzadas, desde los Balcanes hasta la India —todo un tema mayor—. Una de esas civilizaciones fue la de los sumerios.

En la región montañosa originaria se practicó —primero, evidentemente— una agricultura de temporal. La presión demográfica llevó a una parte de la población a explorar y finalmente a asentarse en los bordes montañosos de la depresión mesopotámica. En ese momento, comenzó el uso del riego en pequeña escala, aprovechando el agua de riachuelos, formando represas, terrazas, embalses. La llanura no era nada atractiva: un clima seco extremo y dos ríos violentos e impredecibles. Con el tiempo, a fuerza del desarrollo de técnicas y obras hidráulicas avanzadas, se conformó en dicha llanura una agricultura de riego muy desarrollada, con una productividad inmensa. Con la prosperidad de esta actividad, vino la civilización urbana… y la escritura.

Imagen 3: Escritura árabe.

Hablamos de un tiempo muy prolongado. Los primeros asentamientos en los bordes montañosos de la depresión mesopotámica —léase, poco después de abandonar la zona montañosa originaria— datan de poco antes del 5,000 a.e.c. En el otro extremo, los primeros pictogramas aparecen poco antes del 3,200 a.e.c. (el cuneiforme originario data de entre los años 3,200 a 2,900 a.e.c.). Los siglos posteriores ven la aparición de registros escritos importantes. De ese modo, se pudo entonces registrar, además de los datos relacionados con la administración, lo correspondiente a la cultura oral. ¿Se conservaría para entonces el recuerdo del lugar de origen de la agricultura? Una leyenda o mito parecería confirmarlo. La narración dice que Anu, el dios del cielo, bajó trigo, cebada y cáñamo del cielo a la tierra. Otro dios, Enlil, concentró todo en las montañas y las cerró como con una puerta. Posteriormente, otros dioses, Ninazu y Ninmada, decidieron “dar a conocer el trigo a Sumer, el país que no conoce el trigo”.

La riqueza de Braudel

Una de las implicaciones principales de la teorización de Braudel sobre la larga duración es que abre la posibilidad de realizar análisis de procesos no sólo con diferentes ritmos o temporalidades de realización, sino también a diferentes escalas —temporales, geográficas, temáticas— que tienen cada una su dinámica y su lógica por derecho propio. Las de larga duración (y escala) resultan invisibles no sólo a la experiencia cotidiana de la persona común, sino también al análisis histórico anclado en los cambios más directamente perceptibles o detectables. Sólo un ejemplo rápido. Europa occidental experimentó un periodo de expansión durante los siglos XII-XIII en muchos aspectos: demográfico, económico, urbano. Además, hubo un florecimiento cultural creciente, tal que, al final del siglo XIII, el ambiente recuerda mucho al Renacimiento. El crecimiento económico y demográfico se fue ralentizando al acercarse el fin de este último siglo. La contracción de principios del siglo XIV terminó en una catástrofe a mediados de su curso, a lo que siguió un periodo de una gran depresión, que duró cuando menos medio siglo, de la cual surgió un nuevo periodo expansivo. Pues bien, a pesar de los muchos acontecimientos políticos de gran relevancia, los vaivenes y la crisis en la economía de diversas regiones, que parecen marcar diversos periodos históricos durante los siglos XII a XV, estos últimos constituyen en sí un gran periodo: una unidad histórica por derecho propio, con su propia lógica, en este caso bajo la forma de un ciclo amplio, de muy “larga duración”. Este tipo de fenómenos se escapan a la conciencia contemporánea y a la memoria oral; incluso, a la mayor parte de las escuelas y enfoques históricos.

La memoria colectiva funciona hasta cierto punto como la memoria de los individuos: fija un recuerdo sobre lo que pone atención, y pone atención en lo que es de su interés. Hay acontecimientos que por su magnitud reclaman atención, pero, incluso en estos casos, la memoria es igualmente selectiva en los aspectos particulares como se fija en el recuerdo. Y esta memoria se transmite de manera oral porque se considera importante y, de alguna manera, relacionada con el presente, es decir: busca la perpetuación de la memoria. La diferencia entre la memoria histórica y la memoria testimonial consiste primeramente en que aquélla intenta recuperar algo que ya perdió su vinculación al presente. Incluso el hecho de recurrir a la memoria oral se produce porque quien busca recuperar aspectos del pasado no ha tenido vinculación con la memoria oral sobreviviente en proceso de extinción. La memoria histórica es un acto reflexivo que implica un interés por el pasado —qué métodos, posibilidades, limitaciones, intereses, enfoques, sesgos están involucrados es otra discusión—. Cabe subrayar ese carácter reflexivo propio de la memoria histórica. Pero, ¿por qué indagar el pasado, en especial el no cercano? ¿Curiosidad, entender el presente, conocer a nuestros “antepasados”, entender las leyes de la evolución histórica? Sí, por supuesto. Pero el hecho de indagar el pasado, que se impone como una necesidad imperiosa desde muy diferentes enfoques y circunstancias, tal vez refleje la necesidad de la humanidad de mirarse a sí misma.

Bibliografía

  • Braudel, Fernand. Civilisation matérielle, économie et capitalisme. XVe-XVIIIe siècle. 1. Les structures du quotidien, Libraire Armand Colin, Paris, 1979.

  1. Economista e historiador. ↩︎
  2. A propósito, consúltense algunos autores como E.P. Thompson, Lewis Mumford o Carlo Ciplola. ↩︎

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