Obsesionado con el cuerpo y las máquinas, Le Corbusier levantó una ciudad utópica en la India para confirmar la entrada del país a la modernidad y, de paso, elogiar algunos méritos humanos: libertad, orden, democracia, progreso. Hoy sus desavenencias revelan que nos hemos lanzado a la conquista del futuro sin primero resolver una duda más elemental (aquella que nos exige encontrar en el cuerpo algo más que una presencia): ¿en qué tiempo vivimos?
Por: Daniel Ochoa Rodríguez 1
La mariposa no cuenta meses, sino momentos, y tiene tiempo suficiente.
(Rabindranath Tagore)
Anhelo de orden, disipación de contingencias, abolición del azar, ¿qué sociedad actual no se ha obstinado en conseguirlo? Acaso ese deseo esté instigado por una angustia que, cuando no callamos, pasamos por alto: el tiempo. Algunas culturas dieron a ese difícil concepto una estructura cíclica, en que a cada devastación sucedía una creación renovada. De algún modo, esa forma permitía dar sentido a los estragos de la vida, además de conceder cierta estabilidad ante la incertidumbre. El mundo occidental, en cambio, persiguió otra idea, cuyo tiempo tomaba la forma de un proceso lineal e irrepetible que lo condenaba finalmente a una evolución continua. Sobre ese precepto, no sin algunas influencias naturalistas del siglo XIX, se entronizó la noción moderna del progreso, en que las formas futuras, al sobreponerse a las del pasado, debían ser forzosamente mejores, sin importar si se trataba de cuestiones técnicas, morales o intelectuales. Reclamar la condición humana se había convertido, de algún modo, en una lucha por estar en el tiempo. Aun más: estar al frente de ese tiempo.
Tradición como sinónimo de pasado
En 1947, después de un proceso largo y muy complejo, India dejaba de ser el British Raj para convertirse en un Estado independiente. Naturalmente, como el caso griego o el mexicano, se enfrentaría al mismo camino que muchas naciones han recorrido sin poderse desapegar completamente del prejuicio ni el estremecimiento: la búsqueda de identidad y, simultáneamente, la demanda de ocupar un lugar en el tiempo moderno (en otros términos, la disyuntiva entre “tradición” y “modernidad”). Quizá en el fondo había sido siempre una disputa entre tiempos: pasado y futuro, nostalgia por el primero y ansiedad frente al segundo. Si bien ninguno de los dos existe más que en símbolos y discursos que toman cuerpo en el presente, la complejidad de equilibrarlos a menudo ha conducido a incongruencias que terminan por desorientar a cualquier proyecto de este tipo.
Las querellas para conformar el proyecto nacional indio fueron agrias, sobre todo por el papel que debía ocupar la tradición. Específicamente, ¿cuál de todas? No hay que olvidar que la India actual se fundó en un territorio con pueblos, lenguas y religiones muy diversas que naturalmente complejizarían instaurar los esquemas e instituciones de la modernidad, como la democracia o el propio Estado nación. Después de todo, es difícil crear una nación moderna sin que intervenga la tradición como elemento integrador, pero su preponderancia puede ser el fermento de separatismos o conservadurismos ulteriores. A lo largo de su historia, las disputas religiosas violentas o los movimientos separatistas han confirmado esta dificultad: Gandhi murió a causa de un nacionalista hindú, Indira Gandhi fue asesinada por dos practicantes del sijismo, la destrucción de la bella mezquita de Babur desencadenó revueltas numerosas y centenares de musulmanes muertos, hoy el nacionalismo conservador de Narendra Modi amenaza la estabilidad social de algunas regiones.
El caso indio nos da una imagen explícita de las pasiones antagónicas que suelen despertarse en una sociedad momentos antes de enfrentar un cambio importante (en este caso, antes de arrojarse a la modernidad): reticencia, esperanza, miedo. Gandhi, por ejemplo, sintió desprecio por la civilización occidental, así que decidió pregonar una utopía que “regresara” a las comunidades pequeñas y desindustrializadas. Además, por influencia de John Ruskin, reprobó al ferrocarril y a otros síntomas de la modernidad. Algunos otros pensadores —pienso en Rabindranath Tagore y su plática célebre con Albert Einstein— optaban por un diálogo más equilibrado con Occidente, sin caer en el desdén ni el elogio. Pero el peso del mundo era demasiado fuerte e India terminó por constituirse como una república secular y democrática, dos de las instituciones más relevantes para el mundo occidental. Finalmente, todos los pasados se habían fundido y un proyecto nacional había tomado forma. En momentos como ése, nunca debería desacreditarse la advertencia de Alfonso Reyes:
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No podemos adentrarnos en la hollada carretera del progreso y la perfectibilidad, o en la selva apenas desbrozada del socialismo y del comunismo, sin pisar terrenos de la utopía. Las promesas de los profetas se perpetúan en las concepciones de los reformadores modernos.
Al igual que la imaginación ensombrecida por el culto al pasado, una ilusión deslumbrada por el elogio al futuro a veces crea formas quiméricas que nos llegan a embelesar. Los dos, sin embargo, pueden causar ceguera: uno por la falta de luz; otro, por exceso de brillo.
Utopía como sinónimo de futuro
Le Corbusier había soñado una utopía. No sólo eso: al contrario de muchas personas que bosquejan una idea de ese tipo, gran parte de su carrera la destinó a conseguir los medios para edificarla realmente. Su aforismo, “la utopía es la realidad de mañana”, lo confirmaba. De algún modo, se aprovisionó de los recursos necesarios: decenas de escritos, experimentos en diferentes edificios, peregrinajes a las vanguardias y, no menos importante, un séquito de arquitectos dispersos en todo el mundo que se habían formado en su oficina, cuyas lecciones replicaban en sus países de origen. El arquitecto había alcanzado un renombre internacional.
El mundo de Le Corbusier se cifraba en un contorno a un tiempo severo y tentador. Como muchas personas de la época, sus devociones se inclinaban más hacia al futuro que al pasado, así que se sintió fascinado por los logros técnicos de la modernidad, a los que nunca le faltaron elogios, como el automóvil, la producción en serie, las máquinas o el concreto armado. Aunque tenía críticas frente algunas facetas de la época, había caído en una de las trampas del proyecto moderno: cuando no convence con su forma, seduce con sus espacios vacíos —y el espejismo de dar muerte al proyecto a partir de ellos a menudo sólo contribuye a su expansión—. Como un gran credo que neutraliza las herejías, los apóstatas terminan por sumarse a sus filas. Por eso dice Christopher Domínguez que los modernos suelen ser, paradójicamente, antimodernos. Resulta lógico, pues la modernidad nació con la crítica y se ha mantenido vigente gracias a ella, desde la reforma y la ilustración hasta la borrosa deconstrucción o la llamada posmodernidad.
Gran parte del trayecto de Le Corbusier hacia su utopía estuvo guiada por una duda central: ¿cómo debía habitar el humano moderno su espacio? Apenas la escribo, siento la necesidad de invertir los términos de la pregunta para captar mejor la esencia de sus anhelos: ¿cómo debía responder el espacio al humano moderno? En efecto, conforme a los términos corbusianos, era el espacio lo que debía adaptarse al humano. Nunca al revés. Incitado por ese deseo, entre 1943 y 1950, el arquitecto ideó el Modulor, una propuesta que le permitió despertar del letargo que sofoca a cualquier teórico y llevar a la práctica gran parte de su carga ideológica. Se trataba de un sistema de proporciones que, presumiblemente, se encontraban cifradas de forma armónica en el cuerpo humano. Con este aporte, Le Corbusier corroboraba su encuadre en el humanismo al evocar a otras figuras sustanciales para esa noción, como el hombre de Vitrubio, que había concebido Leonardo Da Vinci.2 En su paso por Princeton —cómo no—, no tardó en buscar la aprobación de Einstein, uno de los gurús del pensamiento moderno.
Según la perspectiva de Le Corbusier, entre otras cosas, el Modulor le permitiría quitar todo azar al acto de concebir los espacios, pero, sobre todo, de habitarlos. Las contingencias quedaban bajo control, condición que permitía instaurar un orden muy claro para los aposentos del humano. Físicamente, ese sistema no sólo le favorecía para tener un espacio acorde a las medidas del cuerpo, sino, en términos ideológicos, permitía armonizar el entorno al humano: ponerlo al centro del mundo, refrendar su voluntad. Era como si, de algún modo, todo aquello que se resistiera a devolverle al humano su imagen se volviese absolutamente prescindible. Este principio fue retomado en proyectos como las unidades habitacionales de Marsella y de Berlín, o en el estadio de Bagdad, donde su sello distintivo solía ser una efigie del Modulor colada en algún muro de concreto.

En 1938, a propósito de las tensiones en Europa, como la guerra civil española y los conflictos que presagiaban el comienzo de la segunda guerra mundial, Le Corbusier se sumó a las críticas desde el arte y la intelectualidad, similares a las que habían hecho su amigo Pablo Picasso en el Guernica (1937) o Virginia Woolf en Tres Guineas (1938), e hizo un cartel que decretaba: “Des canons, des munitions ? Merci ! Des logis…s.v.p.” —¿Cañones, municiones? Vivienda, por favor. ¡Gracias!—. Por supuesto, según la teoría corbusiana, la vivienda era uno de los asuntos más apremiantes de la ciudad moderna, aún más durante aquella circunstancia bélica que, si no había arrasado poblados enteros, había dejado muchos edificios inhabitables. Su predilección por la tecnología y los elogios que había rendido a determinados sistemas mecánicos le hicieron encontrar ciertos paralelismos con una máquina. No tardaría mucho en darle a la casa el sobrenombre de “máquina de habitar”. Entre ovaciones y reproches, la prescripción se popularizó. Salvador Dalí dijo en una entrevista para la televisión francesa: “Le Corbusier es uno de los peores arquitectos del mundo. Cuando se dijo que la casa era una ‘máquina de habitar’ fue lo más terrible y masoquista que pudo pasar. La única arquitectura posible es aquella concebida por personas que tienen un sentido agudo del placer”. En contraste, el escritor cubano Alejo Carpentier escribió elogioso: “la casa, máquina inmóvil, edificada para que el hombre viva cómodamente en ella, se hace aliada del ser humano, y no su enemiga tiránica. Hecha para el hombre, no exige hombres nacidos a su medida”.
Como cualquiera otra máquina de la época, Le Corbusier necesitaba producir viviendas en serie, es decir, que los procesos de construcción pudiesen compaginarse con procesos industriales: materiales prefabricados, piezas modulares, soluciones estandarizadas. Claramente, esa actualización conduciría a cierta pérdida del toque personal, de modo que sería necesario cambiar la mentalidad de la gente para hacer tolerable —deseable, incluso— el hecho de vivir en condiciones idénticas al vecino: “es necesario crear el estado de espíritu de habitar cosas en serie”, afirma el arquitecto en su libro Hacia una arquitectura. Esto llevaría, asimismo, a colectivizar la solución de algunas necesidades que hasta entonces eran resueltas en el ámbito privado de cada hogar (limpieza, preparación de alimentos, aprovisionamiento, cuidado de infantes). Cuando menos en términos sociales, la utopía parecía lista.
No creo que pueda reprocharse a Le Corbusier su frenesí, pero las ideas avanzan a una velocidad diferente en el discurso que en el mundo real. De París a Bogotá, y de Argel a Buenos Aires, los empeños del arquitecto por reformar ciudades enteras encontraron resistencias que le hicieron encallar en los bordes de su fantasía. Casi siempre la realidad se impone al porvenir y termina por petrificar las especulaciones más extravagantes de una utopía. La lección parece clara: es frecuente robar al futuro un espacio para nuestras ensoñaciones, pues los limbos que produce nos anestesian frente a los rigores del presente. Pero, como sucede a menudo, la fantasía no es inocua.
Cuerpo como sinónimo de presente
Al noroeste del Indostán, irrigado por cinco ríos, yace el Punjab, una tierra que padeció la suerte de muchas ciudades y regiones después de un conflicto bélico: la división. Una parte se quedó en Pakistán; la otra, en India. Particularmente, la capital punjabí, Lahore, había quedado en “la tierra de los puros”, como se nombró literalmente a la nación islámica. Hacía falta, de tal suerte, tener una capital en el costado hinduista. Las consecuencias del conflicto no pudieron ser más lamentables: aproximadamente 15 millones de personas perdieron sus casas, un millón murió en la guerra civil y, después de la partición, se originó una de las migraciones más grandes del siglo XX. A lo largo del tiempo, la ilusión de tener un Estado propio ha hecho pagar un costo muy alto y frecuentemente ruin —transcurrido un cuarto del siglo XXI, lo volvimos a confirmar con las infamias del Estado israelí o con la intransigencia patética de su aliado más querido, los Estados Unidos—. No es para menos, pues el pensamiento moderno a veces crea ilusiones desmedidas que luego deben resolverse con soluciones descomunales y, en ocasiones, monstruosas.
Con el propósito de reafirmarse como nación moderna, la idea de conformar una ciudad utópica en India lucía simplemente irresistible, una en que el cuerpo, como metáfora de ciudadano, estuviese al centro de todo. Después de frustrarse su intento inicial, Jawaharlal Nehru, el primero en ocupar el cargo de primer ministro indio, solicitó a Le Corbusier diseñar la urbe que confirmaría el tiempo nuevo de la nación. ¿Quién más, si no él, podría dictar con tal altivez cómo debía ser una ciudad moderna? Consta por testimonio de Teodoro González de León, quien entonces se desempeñaba como aprendiz de Le Corbusier, que Indira Gandhi —hija de Nehru y posterior primera ministra— visitó el despacho del arquitecto en París hacia finales de los años 40. Acaso haya influido de algún modo a su padre en esa decisión. Si bien venía de una estirpe brahmana, Nehru era un político secular educado en Cambridge y no pocas veces se había sentido atraído por Occidente y sus grandes personalidades.

Aunque no se había escapado completamente de la tradición —su nombre mismo remite a una diosa hinduista—, Chandigarh tenía el propósito de convertirse en la ciudad más moderna no sólo de India, sino, acaso, del mundo entero. El proyecto tomó la forma de una ciudad jardín, idea que había embriagado a Le Corbusier a lo largo de su obra. Se trata de una ciudad bien reticulada, surcada por franjas de vegetación y dividida por cuadrantes, donde cada función de la ciudad encuentra un espacio meticulosamente asignado. La movilidad de la urbe está definida claramente, segregada y jerarquizada según la velocidad de cada vialidad: desde los distribuidores centrales hasta los cul-de-sac en zonas habitacionales. Concebida como un cuerpo, en el costado norte se encuentra el complejo gubernamental, la cabeza de la ciudad, donde se localizan los edificios más emblemáticos, como el Parlamento, la Corte y el Secretariado. Se trata de edificios cuya majestuosidad no me atrevería a discutir —su impronta a menudo vacila entre una suerte de desconcierto y orgulloso placer—, pero es inevitable notar que, al igual que muchas otras construcciones de la ciudad, resultan francamente inoperantes en el clima del subcontinente indio: parteluces que no ayudan a detener el calor, vanos enormes por donde se cuela el polvo, materiales que se desgastan rápidamente por los monzones. Las contrariedades no tardaron en acusarse.
En la revista Vuelta, Satish Gujral reprochó a Le Corbusier los efectos secundarios de su incursión por India: “el apóstol del ‘anticolonialismo’ llegó a Chandigarh a imponer la ‘cultura del concreto’ y la ‘tecnología del pobre’ en la tierra del lodo y el ladrillo”. En efecto, detrás de construir gran parte de la ciudad con concreto, había una retórica definida. En su lado más somero, era un recurso para protestar contra el lujo, pero, en el fondo, pretendía reducir la brecha de algunas naciones “atrasadas” frente a los países “desarrollados”: sortear los rezagos del pasado e industrializarse rápidamente. Se trataba, por decirlo de algún modo, de un atajo hacia el mundo moderno, cuyo arrebato rompía con las maneras acostumbradas de habitar y construir. Otro tanto puede reprocharse al trazo y el funcionamiento de la ciudad, que subordinaron la movilidad al vehículo motorizado. Como explica Iván Illich, al rebasar cierto límite de velocidad, los automóviles crean distancias que únicamente ellos pueden enfrentar. En otros términos: la idea del auto ha hecho que las ciudades se expandan a costa de todos, pero luego reduce el tiempo de traslado sólo en beneficio de unos cuantos. Esta condición contribuye a hacer disfuncional a quien no asume el imperativo de la estructura urbana, de modo que la ciudad terminó por exigir, desde el espacio, una imagen estandarizada del ciudadano moderno, cosa con que Le Corbusier posiblemente no estaría del todo en desacuerdo, dadas sus preferencias respecto a la homogenización de las formas de habitar.

Junto con Brasilia, la otra gran utopía del siglo XX, Chandigarh condensó la visión de una ciudad edificada expresamente para consumar los valores de la modernidad: democracia, eficiencia, libertad. No obstante, prevalecía la exigencia de un cambio drástico en las maneras de habitar y en la conciencia de la gente. Ése fue el obstáculo de muchas naciones —curiosamente, la ventaja de Estados Unidos—: injertar una utopía en una tierra con un pasado milenario. Entretanto, Nehru afirmó ilusionado:
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Chandigarh es un gran experimento en India. Aunque no me gustan todos los edificios, algunos me agradan mucho. Me gusta el concepto general de la ciudad, pero, sobre todo, el aire, el suelo, el agua y los humanos. No importa si te gusta o no, se trata del proyecto más grande de este tipo en India, pues te hace pensar.
En el intento por fundar una utopía, Le Corbusier fundó otra cosa: una radiografía del mundo moderno. Hoy Chandigarh sufre la misma suerte que muchas otras ciudades con carácter de metrópoli: periferias empobrecidas, carencias en servicios, segregación social, especulación inmobiliaria, sobrepoblación. El tiempo la rebasó e, irónicamente, hoy sigue siendo una utopía, sólo que al revés: una que vemos hacia el pasado. A más de 70 años de haberla edificado, parece que la utopía se aleja lentamente. No deja de llamar la atención que el mismo Nehru concibió a la ciudad como un experimento, y en ese tipo de operaciones las cosas siempre pueden fallar. ¿Qué salió mal?
Metáforas y obsesiones: ¿sólo tienes un cuerpo?
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Metáfora. Figura retórica que consiste en referirse a cierto objeto, acción o relación, con palabras cuyo significado, de acuerdo con la tradición, designa objetos, acciones o relaciones diferentes, pero con los que guarda un parecido o cierto paralelismo, según las experiencias que se tengan de ellos o de sus partes o manifestaciones.3
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Obsesión. Idea fija, preocupación o deseo que se impone a la mente o al espíritu en forma repetitiva y que no se puede reprimir o evitar; puede convertirse en una cuestión patológica (fobias y manías) cuando se apodera por completo de la persona y le provoca un estado de angustia o ansiedad profundas.4
Hay algo que pocos advierten: si se la define por sus efectos, una promesa, de la más trivial a la más seria, no suele significar un compromiso con el futuro; generalmente, sólo se trata de una reafirmación del presente. Algo similar sucede con la utopía (la promesa del reformador moderno, como la llamó Reyes), que a menudo sólo ratifica o encauza el entusiasmo del momento que se vive. Quizá también eso justifica la obsesión de Le Corbusier por el cuerpo: ¿hay una afirmación más rotunda del presente que el cuerpo mismo? Por esa razón, los fenomenólogos aludieron al cuerpo como la coordenada cero del entendimiento humano: aquí y ahora estaban dictados en función suya.
La contradicción de las utopías en la modernidad radica en que deben fijarse en una imagen y, por fuerza, abandonar todo tránsito. Dado que la noción del tiempo en una sociedad moderna le hace enaltecer el cambio, ¿cómo pedirle a una utopía ser fiel a sí misma y permanecer en su imagen inicial sin traicionar al espíritu de la época, que demanda evolución y progreso continuos? La paradoja sólo parece superable si la utopía es una metáfora, en cuyo caso queda atrapada en el discurso, la exposición simbólica o el razonamiento alegórico, como los nacionalismos, que exigen la confluencia siempre peligrosa del pasado y el futuro. Hoy más que nunca, no es exagerado encontrar en el Estado moderno (producto del siglo XIX, pero aún vigente)5 rasgos de una utopía, cuya persecución obcecada le ha hecho caer en contradicciones, cuando no en obsesiones. Uno de los anhelos más desafiantes, como lo ratifica el caso de India, ha sido forjar la imagen del ciudadano, cuya construcción discursiva se erige sobre tres elementos: tradición, cuerpo y utopía —o, en términos llanos: pasado, presente y futuro—. El resultado es un artificio que se proyecta sobre el tiempo, metáfora vuelta obsesión.
Al concebir al cuerpo como uno de los anclajes tanto a la realidad como al tiempo, buena parte del pensamiento moderno se ha cifrado en función de él, ya sea a partir de los frutos de su trabajo, como en la teoría marxiana, o en la conquista de su individualidad, como en la doctrina liberal. Acaso de ahí venga la devoción que le hemos rendido en el mundo actual: desde algunas conductas banales, como la obsesión por su aspecto, la afición por la moda o el espectáculo de la pornografía; hasta cosas tan profundas, como la consecución de su autonomía plena o el beneplácito de su placer. Curiosamente, no estamos tan lejos del éxtasis del escultor renacentista que mira obsesionado al David que acaba de cincelar. La veneración al humano que promueve el humanismo se sublima en un culto al cuerpo. Seguramente Le Corbusier no lo supo con tal claridad, pero, como buen moderno, lo intuyó. Específicamente, le dio un cauce con el Modulor, además de edificar toda una ciudad para su devoción: Chandigarh, lugar de concreto resquebrajado y plegarias fatigadas al progreso.
Actualmente, frente a las ruinas de los proyectos modernos, brota el tiempo: uno más antiguo que el de los filósofos y los físicos, uno que no sabemos nombrar. ¿Qué edifica el humano realmente? Quizá la miniatura de un instante —¿o, más bien, la miniatura de lo eterno?—. Es indistinto. Llegado este punto, el sentido de ambos términos expresa la misma cosa: ese momento en que la mariposa de Tagore encuentra tiempo suficiente o en que una ciudad como Chandigarh deja de ser sólo una fantasía. En esos términos, no descreo que Le Corbusier sea el arquitecto más emblemático del siglo XX, aunque su enaltecimiento merece muchas aclaraciones, comenzando por su noción de utopía. Después de todo, sí, el humano quiso estar en el tiempo. Eso explica que una de las grandes obsesiones del mundo moderno se ha centrado en el cuerpo, su mecanismo más próximo para personificar pasado y futuro, y encontrar, finalmente, la presencia. Cuerpo: centro del placer, centro del poder, centro del tiempo.
- Escritor y editor. ↩︎
- Algo que parecería tan trivial, como tomar el ombligo como centro del trazo, tenía sus resonancias desde el mundo antiguo, por parte del tratadista romano Vitrubio. ↩︎
- Diccionario del Español de México (DEM) http://dem.colmex.mx, El Colegio de México, A.C., [30 de enero de 2025]. ↩︎
- Ibidem. ↩︎
- Las raíces del Estado moderno, en realidad, se encuentran en el siglo XVII, con el Tratado de Westfalia (1648), aunque la forma definitiva suele asociarse con el siglo XIX. ↩︎
Nota sobre las imágenes: a continuación, se enlistan los créditos autorales:
a. Imagen de la portada: usuario “mec visuals” [@mecvisuals].
b. Imagen 1: imagen trazada en vectores por el autor del ensayo, a partir del esquema original.
c. Imagen 2: usuario “duncid”(la imagen se comparte bajo la licencia Creative Commons Attribution-Share Alike 2.0).
d. Imagen 3: usuario “mec visuals” [@mecvisuals].