SUSCRÍBETE

El engarce del tiempo en la filosofía de Byung-Chul Han

Por: Alberto Morán Roa

La cuestión del tiempo nunca ha dejado de fascinar a filósofos y pensadores, pero un cúmulo de controversias corroboran la dificultad de tratarlo. Hoy el debate sigue abierto. El filósofo coreano Byung-Chul Han nos ofrece un enfoque razonable para la vida actual: el tiempo no es una mera sucesión de instantes, sino una estructura de sentido.

Por: Alberto Morán Roa 1

En la filosofía de Byung-Chul Han, la pregunta por la aceleración del tiempo nunca se limita a la experiencia de éste. No basta con inquirir qué es lo que percibimos como acelerado, o buscar culpables en la mera acumulación de tareas. Si la filosofía se aboca a las preguntas más radicales, conviene que nos planteemos cuál es ese fondo sobre el que se erige la vivencia de un tiempo atolondrado, en que la sucesión de presentes no deja apenas aliento para el engarce con el pasado y el futuro, o para la construcción de una estructura con sentido. Hay que ir más allá, o dar un paso a un lado, y cuestionarnos algo más que la mera velocidad.

Para orientarnos en la respuesta que propone Han, ¿por qué no tomarle la palabra y aceptar su propia tarjeta de presentación? Ante una de las más oportunas preguntas que se le pueden plantear a alguien dedicado a la filosofía —“y usted, ¿quién es?”, planteada por Ilma Rakusa en su Aufgerissene Blicke: Berlin-Journal—, Han se definió como un romántico y un dialéctico. Esos términos remiten, a su vez, a ideas como “vinculación”, “relación”, “co-determinación”; también a “totalidad”, así como a la conocida dupla “positivo-negativo”. También, si se concibe la dialéctica desde una perspectiva en la estela de Theodor W. Adorno, remite a lo inagotable, lo imposible de clausurar, lo resistente a toda subsunción: un toma y daca, en definitiva, en que nada se agota en sí mismo, sino que se constituye mediante la remisión y el encuentro en el límite.

Si es un romántico y un dialéctico quien va a proponer una respuesta a la pregunta por la experiencia acelerada del tiempo, podemos intuir que ésta no consistirá en una serie de fórmulas para que las cosas vayan más despacio. Como también plantea Hartmut Rosa, no se trata de ralentizar la vida en su conjunto: nadie quiere una conexión a internet lenta, o un cuerpo de bomberos lento. Para Byung-Chul Han, ni siquiera se trata de una cuestión relativa a la aceleración, pues toda aceleración presupondría una dirección, y en la actualidad resulta difícil responder a la pregunta por el telos, la cuestión del “¿hacia dónde?”. No ya en lo que respecta a una supuesta historia, o un pretendido progreso (desmontaje en que se aplicó a fondo el pensamiento postmoderno), sino incluso en la propia vida. ¿Hacia dónde voy? Y, siguiendo con la mencionada remisión, ese hacia dónde, ¿para qué es? Y ese para qué, ¿por qué es lo que es, sobre qué se asienta? Mientras no haya respuestas para estas cuestiones ―no tienen por qué ser finales―, la pregunta por la experiencia del tiempo sólo recibirá no-respuestas. Por eso Han no concibe como soluciones válidas a las propuestas slow, que abogan por ralentizar ritmos de vida y tomarnos nuestro tiempo en tareas cotidianas, como preparar la comida. No se trata de ir más despacio. No es así, defiende, como se restaña la vivencia de un tiempo carente de dirección, cuyos instantes han perdido el hilo que los reunía y se desplazan erráticos y desperdigados, como las cuentas de un collar roto.

Se trata de establecer un vínculo: que los instantes vuelvan a estar reunidos, relacionados entre sí, en una estructura que les confiera un lugar y, con ello, un contenido. Uno de los maestros de Han, Martin Heidegger, ya observó con agudeza, en su descripción del concepto de Gestell, cómo la disposición —el dis-poner— constituye el papel de lo dispuesto; papel que no se puede entender como una propiedad aislada, sino como deudor de la estructura que lo dispone. Pensemos, por ejemplo, en nuestras estanterías. ¿En qué parte de la casa están? ¿Qué hay en ellas? ¿Libros —¿cuáles?—, fotografías de nuestra familia, recuerdos…? ¿Por qué están ahí? ¿Qué hacen ahí? Al disponer objetos de una determinada forma, se les confiere un rol, una función, una identidad; y, al mismo tiempo, estos hacen que la disposición resultante obtenga los mismos rasgos. Este juego de estructura y co-determinación opera, para Han, a la hora de construir la experiencia del tiempo: si no hay nada que vincule los instantes, estos acaban vaciados, desperdigados, amontonados. Nuestra vida, hecha de todos aquellos momentos, se nos aparece hueca y atropellada. La velocidad no es aquí un factor. Si los acontecimientos que conducen a una meta deseada se aceleran, dicha aceleración no se vive como un problema, pues ese horizonte actúa como un aglutinante que reúne los acontecimientos previos y los dota de sentido. La sensación de aceleración, por tanto, no es sino eso: una sensación, que en realidad apunta a la ausencia de una unidad vinculante y vinculada.

En pocas experiencias brilla tanto esta cuestión como en la crianza. Esto no significa, por supuesto, que la crianza deba ser propuesta como remedio de nada, o recomendada siquiera, no hablemos de encomendarla. Aquí hay un buen ejemplo, y con eso basta. De ella, pues, se dice que arroja a los progenitores a una nueva etapa, paradójica, en que los días parecen años y los años parecen días. Por el término “parecen”, se está diciendo aquí “se experimentan como”. La primera parte alude al agotamiento cotidiano que acarrea toda crianza que merezca el nombre. Los días están saturados de tareas, demandan toda nuestra atención y nos enfrentan a situaciones inesperadas. Pero la concatenación de esos días inacabables ―que no es una mera sucesión― no resulta en una totalidad inacabable, pues los años parecen días.

Desde una perspectiva haniana, esta inversión de ritmos es fácil de explicar: todas las acciones que componen esos días agotadores son parte de una estructura de sentido. Este engarce resulta en una rápida experiencia de la unidad (“crianza”), pues, como unidad, reúne sus instantes de un modo que no se limita a apilarlos o sumarlos: los dispone. Y del mismo modo que la estantería, con todo lo que contiene, se presenta de una vez, ofreciéndonos una imagen con un significado (“esta estantería pertenece a una persona muy vinculada a su familia y sus recuerdos”, “ésta es la estantería de alguien que valora y cuida la estética”, “¿es acaso sano tener tantos libros de filosofía?”). La crianza, en su conjunto, se experimenta como una unidad de sentido, y su vivencia se nos hace tan rápida que resulta efímera. Rápida, pero no caótica (pese al caos inherente al asunto). Rápida, pero no atropellada.

La clave, por tanto, es el componente del “vínculo”. El “vínculo” o la “relación” bien podrían ser los términos que vertebrasen el conjunto de la obra de Han. Asoma aquí el componente heideggeriano de su tuétano filosófico: la importancia ontológica del límite como aquello que al mismo tiempo separa y vincula, el papel de la co-determinación y una relación con la negatividad que no la reduce a un mero peldaño para el avance del pensamiento, la crítica a toda mirada instrumentalista. Para Han, la pérdida de la relación es la pérdida del mundo: significa tornarse sordo a su interpelación. Por eso apunto que Han señala, en el texto El corazón de Heidegger, cómo la historia de la metafísica (entendida, de nuevo, a la manera de Heidegger) habría sido la historia de una escucha parcial: el afán por subsumir, dividir, parcelar el ser sólo aboca a perderse una parte de éste, pues esta forma de relación nos arrebataría la capacidad de vibrar, de armonizarnos con una alteridad. Si la presencia de la otredad sólo despierta en nosotros el deseo de colocarle una etiqueta y ponerla a nuestro servicio, le arrebatamos su condición y pasa a ser una herramienta: un mundo construido así, defiende Han, encierra al sujeto en una soledad radical en que no habita un mundo lleno, pleno, sino que sólo existen él y sus medios.

En esto consiste el significado último de “narcisismo”, término que Han emplea con frecuencia para referirse a la forma de estar en el mundo del sujeto de rendimiento contemporáneo. La vanidad de Narciso, el deseo de proyectarse en todo lo que le rodea para que le sea devuelta su propia imagen, hace que el mundo pierda su componente de alteridad y se aplane hasta no ser más que un conjunto de cosas que ya no poseen una quididad propia, sino que son degradadas a la condición de meras herramientas. Resuenan aquí las palabras de Heidegger, en la obra titulada De la esencia de la verdad, donde presenta a la libertad como un “dejar ser al ser”. La mirada de Narciso hace que el lago deje de presentársele como un lago, y que sólo se le dé aquel aspecto que le es útil: servir como superficie reflectante. Los otros aspectos (como ser una masa de agua y, por tanto, algo amenazador para alguien que no sabe nadar) no se le dan a Narciso, y es que su disposición autorreferencial para con los objetos le vuelven sordo a aquellos aspectos que no le son inmediatamente útiles. Así, Narciso no está “afinado” a una parte del mundo, una parte tan importante que, al perdérsela, le va literalmente la vida en ello.

Esta relación entre tiempo y alteridad permite responder a la pregunta acerca de qué papel juegan los rituales (La desaparición de los rituales) y la narración (La crisis de la narración). Si Han pone el acento en estas cuestiones, es porque los rituales y las narraciones impondrían una estructura al tiempo, obligando a una serie de pautas y ritmos que impiden que el tiempo del rendimiento lo invada todo. Han utiliza con frecuencia la imagen del dique para hablar del papel imprescindible del límite: un límite que acota y ordena, y que, mediante su negatividad (la negatividad del “no”, del “hasta aquí”, del “ya basta”), pone coto a la proliferación de la producción y la repetición. Pensemos, en términos mundanos, qué sucede cuando se rompe el límite que separa el tiempo de trabajo del tiempo de ocio, y nos encontramos respondiendo correos electrónicos a la una de la madrugada, o acuñando monstruos conceptuales como “travacaciones”. El aplanamiento del mundo también es esto: cuando ya no hay un tiempo para una cosa y un tiempo para otra, sino que cada instante es exactamente igual al anterior y al siguiente, entendidos como una cantidad de tiempo dedicada a transformarse en resultados, en producto, en rendimiento. Para Han, cuando el tiempo queda vaciado de esta manera, cuando se concibe como materia prima que se procesa en algo mercantilizable, es cuando culmina una forma de entender el mundo que sólo se relaciona con él en clave de explotación.

Han, claro está, también sigue los pasos de Heidegger en este sentido. La sociedad contemporánea sería el resultado de una deriva que comprende el mundo como la representación de un sujeto que se erige en fundamento y pauta de todo cuanto existe. Han, en este sentido, aspira a que sus contribuciones originales profundicen en estas premisas para llevarlas más allá: ahondando en la ausencia de una instancia de coacción externa, o poniendo el acento en la importancia de la co-determinación entre lo positivo y lo negativo, la identidad y la diferencia, lo propio y la alteridad. En esta última idea central concluyen la filosofía de Heidegger y la dialéctica negativa de Adorno, pese a las diferencias que separan a ambos, así como a la lectura de quien enseñó a Han a sintetizar sus ideas: su directora de tesis, Ute Guzzoni, a quien tanto debe el filósofo de origen coreano y cuyo trabajo, por desgracia, ha encontrado tan escaso reconocimiento en la obra de quien fue su discípulo. Han recoge las aportaciones de Heidegger, Adorno y Guzzoni para reivindicar el papel de la co-determinación y el rechazo a la imposición de la identidad: ésta es, conviene recordarlo, la médula de la tesis haniana sobre el tiempo, y es en esta dirección donde se hallan las respuestas a la pregunta por su experiencia.  


  1. Profesor e investigador de filosofía. ↩︎

SUSCRÍBETE
Sólo te notificaremos cuando se publiquen números nuevos o artículos especiales.