A menudo, las ciudades prestan su silueta no sólo a la vista, sino al lenguaje: faltar a la materialidad no implica incumplir la narración. Quizá por eso la esencia de un lugar se refrenda en su relato. Después de todo, a las ciudades las habita el tiempo: ese viajero que, constante e inmutable, es capaz de observar cada detalle…y, sin la mínima cesura, también de destruirlo todo.
Por: Rafael Arce y De la Borbolla 1
Infinita
Amanece en Infinita. Un velo de niebla y una lluvia ligera la cubren completamente, reblanqueciendo aún más sus ya de por sí blancas fachadas. Un viajero famélico pasa por la ciudad. Con ayuda de su vara, asciende por uno de los tres valles que la conforman. La ciudad se eleva hasta mil metros sobre el nivel del mar, de donde emergió —como la mítica Ys—, después de batallas tectónicas libradas hace muchos años.
Mientras el viajero asciende aquellas montañas nubladas, Infinita, paradójicamente, desciende en pequeñísimas fracciones montadas sobre carrozas fúnebres que lucran con el constante saqueo de la mística ciudad, pues con ellas dan vida a incontables dioses —creados a imagen y semejanza del hombre, pero dioses, al fin y al cabo—, héroes y monstruos. Sí, de Infinita nacen ellos. También, con las partes de Infinita, se levantan ciudades lejanas que, al ser menos robustas y más perennes que su progenitora urbana, alcanzan mayor fama, reconocimiento y riquezas. Además, estas ciudades erigen monumentos a los ególatras, cuyo único mérito es poseer una sobrada autoestima.
Pero, si por fuera es impresionante, con monolíticas terrazas, senderos, valles y riscos, por debajo de su piel maciza la ciudad ofrece espacios tan irreales como soberbios: galerías gigantescas, de hasta 40 metros de altura, sostenidas por poderosos pilares y muros tallados en la misma piedra; recintos amplios y vacíos que se conectan entre ellos por túneles o rampas; diferentes niveles de terrazas que abren el espacio encerrado hasta sus límites máximos. La existencia de Infinita parece más propia de mundos fantásticos, donde razas de enanos construyen sus ciudades bajo las montañas para minar metales preciosos y gemas coloridas. La diferencia es que aquello que se extrae de Infinita es la ciudad misma y fue tallada por hombres mortales.
Aun ante el saqueo continuo e ininterrumpido, perpetrado por los mismos hombres que descubren sus recintos subterráneos y tallan sus terrazas superficiales, o ante las acciones del viajero cuya insaciable angurria amenaza con derribarla, podría decirse que Infinita está prácticamente completa. Es como si la ciudad fuera víctima de una erosión elemental tan lenta que, para su magnitud, parece no existir. La historia de Infinita es, paradójicamente, y en un juego de expresiones Borgeanas, la historia del porvenir, donde tanto su pasado como su presente son tan sólo momentos insignificantes en la vara laquésica, que mide el hilo de su existencia. Infinita es una ciudad que siempre está muriendo, pero lo hace tan lento que parece que nunca morirá del todo. Tal vez por eso, de entre los planes fabulosos del Buonarroti, aprovechando la amortalidad de Infinita, estaba el de convertirla entera en una estatua ciclópea…
Æterna
A mediodía, en Æterna, el sol cenital ilumina al ejército victorioso que entra en la ciudad. Si es amigo o enemigo, no importa: de igual manera hará la procesión triunfal marchando por encima de las colinas que la sostienen. Sus pinos atestiguan el evento y protegen a los curiosos del sol agresivo. El ruin viajero atraviesa la ciudad aprovechando la marcha presente.
Æterna ha sido testigo de muchas victorias, tanto a su favor como en su contra; ha vivido innumerables saqueos, incendios y vejaciones por propios y extraños; se ha destruido tantas veces y se ha construido tantas veces más —incluso sobre sí misma y con sus restos—. Y no es que Æterna se rehuse a morir, pues ha muerto muchas veces, pero sí a envejecer. Probablemente esta característica de resiliencia se deba a los obeliscos —antaño símbolo de fertilidad— que coronan la ciudad. Quizá sea que de sus innumerables fuentes brota verdaderamente el aqua de vita —recurso tan buscado por los exploradores españoles en el nuevo mundo— que la mantiene en una eterna juventud. Tal vez sus pinos, tan característicos, sean más que unos simples árboles y estén relacionados genéticamente con el Yggdrasil nórdico o el Baniano hindú. O puede que sean sus fiestas —sólo para cerrar la trilogía— celebradas a lo largo del año y a distintas horas del día… a saber. Lo cierto es que la ciudad renueva su piel: edificios nuevos remplazan a los arruinados sólo en la superficie, como si de células se tratase. En sus entrañas siguen los mismos edificios de antes, en los que se apoyan los nuevos. La ciudad se desarrolla en varios niveles superpuestos. Lo viejo y lo nuevo converge en un mismo lote o predio.
O quizá todo sea una mentira, como las muchas que se jacta de tener Æterna… eso sí: piadosas y sin ánimo de mal, y con el único propósito de pavonearse de sus audacias técnicas. En Æterna abundan las ilusiones que engañan —y asombran, ¿por qué no?— a los ojos de los hombres: pasillos más cortos de lo que aparentan, cúpulas planas, pinturas que parecen salirse del marco que las contiene, edificios que parecen crecer cuanto más se aleja uno o estatuas que se encogen cuando uno se aproxima.
Æterna es un scherzo —una broma en la lengua local— en todos los sentidos posibles. Y es tal vez eso lo que la hace estar siempre vigente desde sus múltiples fundaciones, notablemente siempre en el año 0. Parece que la ciudad domó el oleaje del destino para mantenerse no sólo a flote, sino siempre presente en la cumbrera, así como se encuentra construida en la cima de las colinas que la sostienen.
Quizá sea la conjunción de todo lo anterior —sus colinas protectoras, sus obeliscos fertilizantes, sus pinos enraizados en la vida misma, sus fuentes de aguas revitalizantes, sus fiestas jubilosas, sus capas superpuestas y sus ilusiones— lo que la ancla en el presente como antídoto contra el asedio eterno del viajero. Y acaso por eso “el Divino”, cual artífice del cielo y de la piedra, decidiera osadamente usar el capitel de una antigua cultura como pedestal para montar, sobre él, lo que habría de ser un imperio eterno…
Perpetua
De repente, y sin previo aviso, cae la noche en Perpetua, envolviéndola con una sombra cenicienta que ninguno de los oráculos previó en sus páteras rituales. El miedo y la adrenalina se mezclaron con los vapores sulfúricos del aire viciado. Los gritos se perdieron con el rugir del titán ignipotente, despertado de su longevo letargo por el extraño viajero. El titán, que históricamente había fungido de patrono protector, asumió el papel inexorable de agente del destino y sentenció la ciudad a la muerte. Pero no acaba ahí: Perpetua fue sentenciada —como Prometeo— a morir varias veces… todas las veces… a morir para siempre. Hoy Perpetua vive su muerte. Cuando uno la visita, asiste a los últimos instantes de la ciudad, compuesta por edificios perfectamente conservados en ruinas que el coloso, sugestionado por el ruin viajero, destruyó, y en un acto de extraña misericordia, resguardó a la ciudad de tal modo que incluso el viajero perdió todo rastro, hasta que fue descubierta mucho después.
Pero no hay que confundirse: Perpetua vive en sus calles, sus casas con sus atrios decorados con frescos y mosaicos, sus jardines y sus huertos, sus negocios, sus teatros y sus foros. Todo sigue preservado exactamente igual que el día de su fatídica sepultura. Lo mismo sucede con la gente que habita —sí, en presente— Perpetua. El cataclismo condenó a sus habitantes a vivir un único instante —un atimo, como dicen los locales—, el último, para siempre. Así, aquellos habitantes de Perpetua han quedado petrificados, como si la tragedia hubiera sido más obra de la gorgona que del cíclope, haciéndolos testigos insobornables de los acontecimientos de la otrora ciudad. Mientras sus edificios nos muestran cómo vivían en Perpetua, sus sepulcrales moldes nos revelan, en sus posiciones y expresiones de impotencia ante la indiferencia de los titanes —pues es probable que el ignipotente no sea consciente de sus actos destructores—, cómo se resignaron hombres y mujeres, niños y adultos, ciudadanos y esclavos por igual, ante el inevitable velo de la muerte, que es finalmente la barrera que interrumpe el constante paso del viajero.
Hoy Perpetua —que es una sombra de lo que fue— es frecuentada por fantasmas efímeros que sólo andamos “de paso” por ahí. Así nos han de ver sus habitantes, pues lo que para nosotros es pasado, para ellos es presente perpetuo. Ellos, estoicamente, susurran en silencio la frase “Memento mori” —recuerda que morirás— a los que pasamos… algo irónico, pues su ciudad, al morir, alcanzó la inmortalidad, y de no haber sido por el manto protector que su verdugo arrojó sobre ella, su cultura habría sido roída poco a poco hasta el olvido por aquel misterioso viajero.
Relato de tres ciudades 2
—Dime Hemón —finalmente dijo el Endriago— en el relato de las tres ciudades ¿Cuál es el nombre del Viajero? —El viajero de las tres ciudades eres tú, la teriona, que respondes al nombre de la Muerte —respondió Hemón, visiblemente confundido, al acertijo antes de ser devorado.
—Sí, es cierto que el viajero soy yo —dijo el monstruo para sí—, pero respondo al nombre del tiempo.
—Y para el lector —preguntó la esfinge, sonriente al ver que seguían leyendo el artículo—, ¿cuáles son las tres ciudades que visité?









Nota sobre las imágenes: a continuación, se enlistan los créditos autorales:
a. Imagen de la portada: Quentin Chansaulme [@quent_1nk].
b. Imágenes 1 a la 9: Rafael Arce y De la Borbolla.