Del origen de las cosas al fin del mundo, las grandes preguntas de la humanidad apelan, de algún modo, a una pregunta común: ¿qué es el tiempo? De entre las formas en que esa duda se ha incubado, algunas han resultado francamente prodigiosas: una poesía conmovedora, un edificio majestuoso, una teoría científica. La sociedad sistematiza al tiempo no sólo para asegurar la supervivencia de sus integrantes, sino la de sus instantes. Al cabo de los siglos, de tal suerte, el tiempo parece ser el espejo frente al que la humanidad se contempla a sí misma. Y aunque el panorama que se le presenta resulta muchas veces aplastante, termina por revelar esa característica a un tiempo trágica y esperanzadora de la condición humana: la cruel, pero siempre fecunda, insignificancia.
Por todas aquellas razones, la reflexión sobre el tiempo refleja con cierta exactitud el pensamiento de cada cultura, sin importar si se trata de una civilización profundamente religiosa, un mundo rico en sistemas filosóficos o una sociedad que venera al progreso. El pasado y el futuro son, al fin, creaciones y recreaciones. Culturalmente, ambos necesitan del lenguaje, los símbolos y —¿por qué no?— algo de imaginación. Ambos ocultan temores, tribulaciones. Pero, sobre todo, ambos nos informan sobre nuestro presente. Tratar de descifrar al tiempo es el comienzo de entendernos a nosotros mismos.