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Medido / vivido

Por: Jimena Canales

El interés sobre el tiempo suele acompañar a las grandes preguntas sobre el mundo: su origen, sus tránsitos, su final. La duda se presenta, igual de tentadora —e igual de desmedida—, al versado en ciencia o al erudito en tradiciones filosóficas. Lo que para unos debe medirse con instrumentos sofisticados, para otros debe fincarse en la experiencia. Ante esta polémica, cuando menos una cuestión resulta incontrovertible: el tiempo nunca dejará de ponernos a pensar y, menos aún, de dar sentido a nuestro mundo.

Por: Jimena Canales 1 2

Casi nadie lo notó. En el año nuevo de 1972, a cada segundo del reloj oficial le fue “recortada” una fracción pequeña, pero significativa. La velocidad de la Tierra se ralentizaba y los científicos necesitaban que el tiempo de los relojes reflejase dicho retraso. En las últimas décadas del siglo XX, los relojes atómicos habían mejorado a tal grado que la comunidad científica encargada de la medición del tiempo sintió la confianza de basar sus medidas en ellos. Consecuentemente, autorizaron un cambio en la duración de los próximos segundos hasta el fin del mundo.

La solución parecía suficientemente simple y, a todas luces, el sistema nuevo empataba mejor con el “tiempo real”, salvo por un problema. Estábamos acostumbrados a percibir el tiempo de acuerdo con el movimiento de la Tierra en el sistema solar. La duración del día y la noche, así como la regularidad de las estaciones, dependía de la velocidad de rotación y traslación de la Tierra. En el siglo XX, los “relojes” cambiaron su sistema base: de uno mecánico y basado en cuestiones astronómicas, a uno electromagnético y basado en la física atómica. Estos cambios, que mantienen la división binaria del tiempo del reloj y el tiempo vivido, dependieron de tecnologías particularmente modernas, desde el radio hasta el cine.

Al marcar el tiempo con referencia a los átomos, en vez de a la astronomía, teníamos el riesgo de perder la conexión estrecha del tiempo con la luz del día y con las estaciones. Después de 37 mil años, desde ese año nuevo de 1972, estaríamos desfasados del calendario por un día. Eventualmente, celebraríamos el alba del año nuevo a la mitad del verano. Acaso el calendario se ajustaría. Después de todo, Europa no adoptó el calendario gregoriano sino hasta el siglo XVI. Otra solución, sin embargo, pareció mucho más simple: pasar por alto una fracción pequeña de tiempo, lo suficientemente corta como para que nadie la notase. De tal suerte, se decidió que, cada año, los científicos se “saltarían” hábil y sigilosamente un segundo.3

La idea de cambiar el calendario o de ajustar las unidades del tiempo no era nueva. Tras la Revolución Francesa, por ejemplo, científicos y reformadores políticos idearon un plan brillante para convertir las horas, los minutos y los segundos al sistema decimal: construyeron relojes con base 10, en lugar de base 12. La manera cotidiana de dividir el día en 24 horas, una hora en 60 minutos y un minuto en 60 segundos se había heredado de los egipcios antiguos. Los reformadores visionarios deseaban un sistema mejor y más racional. Ésta, al igual que muchas ideas utópicas del momento, no duró mucho. Pese a ello, una pregunta se había consolidado: ¿qué tan “naturales” eran los estándares del tiempo?

Cotidianamente pensamos que los relojes son instrumentos que nos ayudan a contar y dividir los días, burdamente definidos como el intervalo entre un amanecer y el que sigue. Pero, del siglo XIX en adelante, el tiempo determinado por los relojes se volvió aún más importante que el tiempo determinado por las actividades cotidianas. A propósito del tiempo, una nueva conciencia basada en la influencia de los relojes afectó a la vida y a la ciencia modernas (la biología evolutiva, la geología, la astronomía y la termodinámica). Durante las primeras décadas del siglo XX, los relojes mecánicos eran tan cotidianos que comenzaron a rivalizar con el tiempo astronómicamente determinado. “Antes, era el astrónomo quien observaba al reloj”, comenta un astrónomo francés. “Ahora, el reloj es quien observa al astrónomo y rectifica sus resultados”.4 Este cambio tuvo incluso repercusiones para nuestro entendimiento del concepto de vida, reducida cada vez más estrechamente a su estructura microbiológica y movimiento celular.

A menudo, el tiempo medido por los relojes y el tiempo biológico no empataban. ¿Cuáles eran las ventajas y desventajas de cada uno? ¿Cuál debía tener prioridad? Estas preguntas aparecieron en algunas de las discusiones científicas y filosóficas más complejas del siglo XX. La idea misma de “progreso” —desde luego, el papel de la tecnología en dicho proceso— estaba en juego. ¿Cómo fue que un pequeño artefacto mecánico, que se lleva en el bolsillo o sujeto a la muñeca, tuvo un efecto tan grande en nuestro entendimiento del cosmos?

El tiempo de los relojes

Si bien hoy pensamos que los relojes miden el tiempo “universal” o “real” de manera imperfecta, durante las primeras fases de su desarrollo en Europa occidental, los relojes eran el símbolo de un orden universal instaurado y conservado en movimiento por la divinidad misma. Si alguien se encontraba accidentalmente con un reloj, como dictaba el popular “argumento de diseño” de William Paley, seguramente pensaría en quién hizo el reloj, de modo que el cosmos mismo se asoció con el tiempo mecánico y con la regularidad atribuida a los relojes.5 El argumento de Paley articulaba a menudo asociaciones, típicas del siglo XVIII, entre los relojes y un universo proporcionado, legítimo y divinamente gobernado, que había sido apoyado por la mecánica clásica de Newton.

Del siglo XVIII en adelante, el papel medular de los relojes en la modernidad fue frecuentemente reconocido. Karl Marx resaltó la importancia del reloj en las sociedades industriales. “El reloj fue el primer artefacto mecánico en ser usado por razones prácticas y, a partir de él, evolucionó toda la teoría de producción del movimiento regular”, comenta el filósofo alemán.6 Lewis Mumford, historiador de la tecnología, asiente: “El reloj, no la máquina de vapor, es la herramienta clave de la era industrial moderna”.7 En muchos de estos relatos, la industrialización del mundo moderno era descrita como un proceso que se desplegaba con la regularidad típica de un reloj. “El reloj mecánico fue lo que hizo posible, para mejor o peor, una civilización pendiente del paso del tiempo y, por tanto, de la productividad y del desempeño”, explica el economista David S. Landes.8

Imagen 1: Reloj del Museo de Orsay en París, Francia.

Un cambio históricamente importante en las prácticas de la medición del tiempo acaeció a finales del siglo XIX, con el desarrollo de nuevas redes de relojes eléctricamente coordinados. Dichas redes se expandieron rápidamente, después de la Primera Guerra Mundial, mediante la difusión de las tecnologías de radiocomunicación inalámbricas. Por ejemplo, el uso civil de señales de tiempo inalámbricas, que emanaban de la Torre Eiffel, se popularizó en París después de 1910. Con la invención del triodo (lámpara de tres electrodos), las transmisiones se mejoraron tanto que, al inicio de la década de 1920, ya era posible alcanzar el polo norte y sur, e interceptar, inclusive, ondas en Australia. Para tratar esta distribución novedosa del tiempo después de la Segunda Guerra Mundial, se organizó la Comisión Internacional del Tiempo (ITC, por sus siglas en inglés). La mayor parte de este trabajo fue llevado a cabo por la Oficina Internacional del Tiempo (ITB, por sus siglas en inglés), ubicada en el observatorio de París.9 Las instalaciones en la capital francesa recibían las señales del tiempo por parte de los observatorios internacionales alrededor del mundo, las “armonizaba” según su criterio y las devolvía en calidad del “tiempo universal”.10 La eficiencia en la determinación y distribución del tiempo era considerada como una contribución —en algunos casos, incluso, un prerrequisito— a la paz mundial. Dado que la falta de certeza en la determinación del tiempo conducía a la incertidumbre en la determinación de la longitud, la transmisión y la estandarización del tiempo tuvieron consecuencias geopolíticas evidentes no sólo para la cartografía, sino para la delimitación y el resguardo de las fronteras nacionales. La definición de los límites territoriales fue una necesidad apremiante, particularmente en la frontera de Marruecos, disputada entre Francia y España; en la frontera entre el Congo y Camerún, contendida entre Francia y Alemania; o las querellas territoriales en Túnez, suscitadas entre Francia e Italia. El hecho de regularizar el tiempo de los relojes fue necesario para mantener el orden mundial.

Los relojes de pulsera comenzaron a popularizarse en la década de 1920 cuando la sociedad adoptó la usanza de los soldados, quienes consideraban al reloj de bolsillo demasiado incómodo.  Inclusive algunos filósofos de esa época, que presenciaban los cambios profundos en la cultura de la medición del tiempo, empezaron a cuestionar la diferencia y la relación entre el tiempo del reloj y el tiempo vivido. La fenomenología, empezando con Husserl en su Vorlesungen zur Phinomenologie des inneren Zeitbewusstseins (traducido al castellano como Lecciones de fenomenología de la conciencia interna del tiempo) y llegando hasta Merleau-Ponty, resaltó la importancia de la vida y lo vivo, en comparación con lo mecánico y lo relacionado con el reloj. El trabajo de Martin Heidegger comenzó como parte de una iniciativa más amplia dirigida a recobrar el tiempo vivido y restaurar su importancia vis-a-vis con el tiempo del reloj, incluso antes de convertirse en una filosofía dedicada a repensar el rol de la ciencia y la tecnología en la modernidad.

Durante la década de 1960, ocurrió uno de los cambios más importantes en nuestro entendimiento del tiempo. En 1959, científicos del Laboratorio Nacional de Física, a cargo de Standards Division del Reino Unido, explicaron al público lector de la revista General Science Journal la revolución que estaba a punto de suceder: “durante los próximos años, es muy probable que se adopten definiciones nuevas del metro y del segundo, que se expresarán en términos de ciertas características fundamentales del átomo”.11 El cambio sobre la definición de los estándares del tiempo se había producido  desde la primera década de ese siglo, pero las deficiencias del sistema en curso eran demasiado aparentes para ser ignoradas. “Las definiciones existentes” del segundo, explicó uno de los autores, “están ahora en duda”.12  El 14 de octubre de 1960, en la onceava “Conferencia general de pesos y medidas”, celebrada en París, la longitud de onda de la luz naranja de criptón-86 fue adoptada como el nuevo estándar internacional, en que todas las medidas de longitud debían basarse. Si bien la mayoría de los historiadores se han enfocado en las implicaciones de esta definición nueva de estándares de longitud, es importante recordar que también se usó para estándares “de frecuencia (o [para] su opuesto, [el] intervalo-tiempo)”.13 ¿De qué forma afectó esta nueva definición a nuestra manera de entender el tiempo? La nueva definición de tiempo que se estableció en la década de 1960 —y que hoy continúa vigente— afectó no sólo a la manera como se pensaba, usaba y vivía el tiempo, sino que, más importante aún, reflejó las transformaciones profundas en la autoridad y la pericia de la ciencia, así como en la privacidad y la intimidad de la vida social y cívica.

A lo largo del siglo XX, en los países industrializados, el tiempo empezó a sobrepasar al espacio como la columna vertebral de la vida pública, la comunidad y la convivencia global. De hecho, hacia fines del siglo XX —con la expansión de las ciudades a lo largo del mundo, además del crecimiento de diversas tecnologías de comunicación y transporte—, las reuniones sociales se podían organizar de manera más eficiente al tomar como base al tiempo, con o sin necesidad de acordar el lugar de la cita, pues las personas pactaban reunirse para hablar entonces, más que simplemente para coincidir allí.

Tiempo vivido

En las últimas décadas del siglo XX, el tiempo de los relojes y el tiempo vivido parecieron más diferentes que nunca. La explicación histórica sobre el comienzo de esta separación se remite al descubrimiento, en la década de 1830, de la “ecuación personal”, que hacía constar la diferencia entre el tiempo estimado por una persona y el tiempo medido por una máquina. Se encontró que, si se compara con instrumentos automáticos, las valoraciones humanas de los momentos pasajeros y fugaces tienen variaciones idiosincráticas, además de un retraso medible en unidades de décimas de segundo. La psicología experimental atribuyó dicho fenómeno a la velocidad del “tiempo de reacción”, que, en parte, era el resultado de la sorprendentemente lenta “velocidad del pensamiento”.14 Mientras que la ecuación personal había sido un problema para la ciencia, en la década de 1930 también representó un conflicto para la filosofía y la sociología. El sociólogo Robert K. Merton refirió el concepto de la ecuación personal para mostrar cómo la política y los sesgos individuales podían afectar a la ciencia y a su supuesta “objetividad”.15

El tiempo del reloj y el tiempo vivido se asociaron a menudo con otras oposiciones binarias, como la máquina-humano, la materia-mente, lo objetivo-subjetivo, lo físico-psicológico, lo público-privado, lo interno-externo. En estas relaciones binarias, los primeros términos eran a menudo entendidos como una noción homogénea del tiempo y de los efectos causales, en tanto que los segundos eran atribuidos a los seres vivos y a los momentos destacados, además de relacionarse con una sensación de indeterminación y heterogeneidad. En diferentes momentos de la historia, estas oposiciones adquirieron matices especialmente jerárquicos y de género al aplicarse a determinados referentes.16

Imagen 2: Observatorio de Jantar Mantar en Jaipur, India.

Las raíces del conflicto moderno entre el tiempo vivido y el tiempo del reloj estaban inmersas hondamente en una tradición filosófica más amplia, en que los trabajos de Parménides y Heráclito, tanto como los de Aristóteles y Agustín de Hipona, fueron fundamentales. En el siglo XX, este conflicto resurgió con el debate famoso que, a propósito del tiempo, se suscitó entre Henri Bergson y Albert Einstein, cuando éste visitó París en 1922.17 Bergson tuvo la oportunidad de expresar sus opiniones directamente al físico, cuya manera de tratar al tiempo en función únicamente del reloj le pareció aberrante. En contraposición, Bergson apostaba por la necesidad de tratar el tiempo particularmente, el tiempo vivido— de otro modo, así que señaló, en términos filosóficos: “el tiempo que el astrónomo usa en sus fórmulas, el tiempo que los relojes dividen en partes iguales, ese tiempo, puede decirse, es otra cosa”.18 De forma controvertida, Bergson argumentaba que la teoría de la relatividad de Einstein estaba apuntalada por una noción más básica de simultaneidad que podría explicar por qué los relojes fueron inventados en primer lugar. El hecho de que ciertas correspondencias entre eventos fuesen significativas para la gente, mientras que muchas otras no lo eran, justificaba la relevancia de nuestra intuición de la simultaneidad.

Asimismo, cuando el físico Paul Langevin declaró, frente a un salón lleno de filósofos, “pero nosotros mismos somos relojes”, intentó defender la validez de la teoría de la relatividad de Einstein.19 La audiencia protestó, sin dejarse convencer por la moción de Langevin de entender a los humanos como relojes, una postura filosófica vinculada con el racionalismo moderno y el materialismo secular que el físico defendía en su calidad de científico. No somos relojes, replicó el filósofo Léon Brunschvicg, somos fabricantes de relojes.20 La aseveración que dictaba “nosotros mismos somos relojes” parecía estrechamente vinculada con un materialismo filosófico que resultaba muy rebatido. El problema fue expuesto explícitamente en 1949 por el filósofo Gilbert Ryle, quien argumentó que los científicos, cuando adoptaban esta postura materialista, dejaban detrás de sus argumentos un “fantasma en la máquina” —algo aun más extraño que el concepto tradicional de alma—.21

Con técnicas de medición actualizadas, la ciencia cambia nuestro entendimiento del pasado lejano, aunque lo hace tomando por sentado un modelo progresivo de cultura que le otorga su autoridad. Nuestro entendimiento del pasado está íntimamente ligado a estos avances de las prácticas y técnicas científicas que, por supuesto, incluyen a la medición del tiempo. Para Latour, la ficción del “tiempo que avanza como las manecillas de un reloj” se mantiene únicamente gracias a un armamento de instituciones de piedra y cemento —de redes— que protegen un castillo kafkiano de simples técnicas de “inscripción” y dispositivos que incluyen el tiempo del reloj. Latour muestra cómo estas divisiones surgen en función de algunas formas particulares de organización social y material. En consecuencia, el filósofo expone la fragilidad presente en muchas afirmaciones universalistas que han caracterizado a la modernidad en su esplendor burocrático. Al rastrear todo aquello que sostiene al tiempo del reloj, podemos cuestionar la diferencia entre las culturas míticas y las civilizaciones tradicionales con sus supuestas distintas habilidades cognitivas y proezas tecnológicas. Así, el imperio del tiempo —con sus divisiones entre modernos y primitivos— queda al desnudo.

Aun si algunos pensadores han puesto satisfactoriamente al reloj de regreso en su caja material, aplastando sus ínfulas de universalidad o su otorgamiento de laureles a unas pocas sociedades “modernas”, otros han ido aún más lejos al resaltar la conexión entre la noción moderna del tiempo y algunas tecnologías y prácticas particularmente dañinas para la vida cívica.22 Repensar el papel del reloj en la organización de las fábricas, de la revolución industrial al taylorismo, por ejemplo, es esencial para valorar la importancia del progreso “tecnológico” con respecto al progreso “social”. El concepto de eficacia no sólo debe determinarse de forma cuantitativa por el tiempo del reloj, sino también en términos de los costos “humanos” del tiempo vivido.

Medir el tiempo vivido, vivir el tiempo medido

La tensión entre el tiempo del reloj y el tiempo vivido alentó algunas de las contribuciones más importantes a la filosofía del siglo XX. A propósito del tiempo, Martin Heidegger notó algo que ni Einstein ni Bergson habían considerado. “La determinación misma del tiempo”, comentó, “debería reclamar la menor cantidad de tiempo posible”.23 Debido a esta razón tan pragmática, anclada a su popularidad, los relojes pudieron proliferar y consolidar concepciones alternativas del tiempo. Heidegger encontró una clave que le permitió moverse más allá de las dicotomías del pasado. “En lo que respecta al título Ser y tiempo, ‘tiempo’ no significa ni el tiempo calculado del ‘reloj’ ni el ‘tiempo vivido’ en el sentido de Bergson y otros”, explicó el filósofo alemán, refiriéndose a su obra magna, publicada por vez primera en 1927.24 Durante aquellos años, Heidegger advirtió la expansión de muchas otras tecnologías que eran cosas “intermedias” —típicamente “modernas”— que vacilaban “entre la herramienta y la máquina”. Estos elementos se ocultaban “en medio de [su] misma intrusividad” y “transformaban la relación del Ser con su esencia”.25 Heidegger buscó resolver el impasse entre el tiempo del reloj y el tiempo vivido, entre el ámbito “racional” de la ciencia y el fundamento de la experiencia vivida que a menudo se relegaba al ámbito de lo “irracional”. El tiempo del reloj, considerado de forma aislada, era un concepto muy poco apropiado para entender el tiempo: “una vez que el tiempo se ha definido como tiempo de reloj, no hay esperanza de regresar a su sentido original”.26

Las investigaciones de Heidegger sobre la relación del tiempo del reloj y el tiempo vivido trajeron certezas importantes a su entendimiento filosófico de la tecnología. En trabajos posteriores, explicó que no es posible “pretender que la ‘tecnología’ y el ‘humano’ fuesen dos ‘masas’”. Ambos elementos estaban complejamente entrelazados. Su interrelación era la razón por la que “la muy discutida pregunta sobre si la tecnología hace al humano su esclavo o si el humano será capaz de ser el maestro de la tecnología es ya una pregunta superficial”. En su lugar, Heidegger expresó la necesidad de “reflexionar sobre lo ‘concreto’… y de eliminar el ocultamiento impuesto a las cosas por el mero uso y consumo”.

***

Hoy tenemos la posibilidad de pensar el tiempo de maneras novedosas, más allá de la concepción binaria entre el tiempo del reloj y el tiempo vivido. Algunos humanistas y artistas cuyas prácticas de conocimiento estaban lejos del campo de la física se adhirieron a una concepción del tiempo basada en el reloj, mientras que otros tantos protestaron en su contra. Una tercera vía empieza a explorar cómo el tiempo del reloj está relacionado con la guerra (donde juega un papel agonístico), con la enfermedad (donde parásitos crean relaciones temporales entre lo vivo y lo muerto), con el ruido (donde incrementa la entropía causando el sentido de direccionalidad) y con el “otro” subalterno que queda perdido en el pasado.

El tiempo del reloj y el tiempo vivido se traslapan en varios ámbitos, como en el escrito forense-legal, el plan de batalla, la invasión exitosa, la inyección letal y la estrategia. Este enfoque nuevo permite expandir las investigaciones a propósito de dicho traslape: sobre aquello que recae entre el tiempo del reloj y el tiempo vivido, o en la manera como ambos tiempos se han conjugado para formar nuevas configuraciones junto con tecnologías novedosas. La conciencia temporal y las mediciones cronológicas son importantes conforme las comparaciones exactas entre el “antes” y el “después” adquieren relevancia.

En lugar de intentar superponer fragmentos cada vez más detallados del tiempo humano encima de una secuencia sin fin y con intervalos perfectamente marcados por el tiempo del reloj, necesitamos preguntarnos por qué esta jerarquía particular ha ganado tanta potencia durante la modernidad.27 El sujeto fenomenológico y el cosmos (frente al que aquél se define) toman forma a partir de los medios de cronometraje que juegan un papel esencial en la formación de la subjetividad, la objetividad y su historia. Las prácticas y las tecnologías —algunas tan simples como un botón, un gatillo, una puerta o una lista ordenada; otras tan complejas como el acelerador de partículas o el telescopio de largo alcance— crean asimetrías temporales (entre el pasado, el presente y el futuro), además de instaurar una condición de irreversibilidad (es decir, las direcciones que tienen un solo sentido). La estructura del tiempo en la modernidad —y su división entre el tiempo del reloj y el tiempo vivido— está fundamentada en el entendimiento y la experiencia de la causalidad, además de la agencia efectiva que atraviesa a la ciencia, la historia, la literatura y el cine, no menos que al presente, al pasado y al futuro.


  1. Física e historiadora de la ciencia. Doctora por la Universidad de Harvard, es experta en historia de las ciencias físicas del siglo XIX y XX. Ha publicado libros y artículos numerosos. Para ver parte de su trabajo, consúltese la página: jimenacanales.org ↩︎
  2. Este artículo fue publicado originalmente en inglés y traducido al castellano por Formas Nómadas, bajo la revisión de la autora, en octubre de 2024. Consúltese la versión original: “Clock/Lived,” en Time: A Vocabulary of the Present, editado por Amy Elias y Joel Burges (NYU Press, 2016), 113-128. ↩︎
  3. “Shortening the Second”, Science News, Diciembre 18, 1971, 408. ↩︎
  4. Charles Nordmann, Notre maitre le temps, Le Roman de la science (París: Hachette, 1924), 136. ↩︎
  5. William Paley, Natural Theology: Or, Evidence of the Existence and Attributes of the Deity, Collected from the Appearances of Nature (Londres: R. Faulder, 1802). ↩︎
  6. Karl Marx a Fredrich Engels, “28 de junio de 1863 [Londres]”, en Karl Marx y Friedrich Engels, Collected Works, trad. Richard Dixon, vol. 41, Correspondence 1860-64 (Nueva York: International Publishers, 1971-2004), 448. ↩︎
  7. Lewis Mumford, Technics and Civilization (Londres: Routledge, 1934), 14-15. ↩︎
  8. David S. Landes, Revolution in Time: Clocks and the Making of the Modern World (Cambridge, MA: Belknap/Harvard University Press, 1983). ↩︎
  9. W. W. Campbell y Joel Stebbins, “Report on the Organization of the International Astronomical Union”, Proceedings of the National Academy of Sciences of the United States of America 6, no. 6 (1920): 358. ↩︎
  10. Campbell y Stebbins, “Report”, 358. ↩︎
  11. H. Barrell y L. Essen, “Atomic Standards of Length and Time,” General Science Journal 47, no. 186 (1959): 209. ↩︎
  12. Barrell y Essen, “Atomic Standards” 210. ↩︎
  13. Barrell y Essen, “Atomic Standards,” 212. ↩︎
  14. Jimena Canales, A Tenth of a Second: A History (Chicago: University of Chicago Press, 2009). ↩︎
  15. Véase: Robert K. Merton, “Science and the Social Order,” Philosophy of Science 5, no. 3 (1938). ↩︎
  16. Esto es discutido por David Couzens Hoy, The Time of Our Lives: A Critical History of Temporality (Cambridge, MA: MIT Press, 2009) y Hans Blumenberg, Lebenszeit und Weltzeit (Frankfurt am Main: Suhrkamp, 1986). ↩︎
  17. Jimena Canales, The Physicist and The Philosopher: Einstein, Bergson, and the Debate That Changed Our Understanding of Time (Princeton, NJ: Princeton University Press, 2015). ↩︎
  18. Henri Bergson, Essai sur les données immédiates de la conscience, ed. Arnaud Bouaniche, 9na ed. (París: Quadrige/Presses Universitaires de France, 2011), 80. ↩︎
  19. Paul Langevin, “Le temps, l’espace et la causalité dans la physique moderne”, Bulletin de la Société francaise de philosophie 12 (1912): 42. ↩︎
  20. “Shortening the Second,” 408. ↩︎
  21. Gilbert Ryle, The Concept of Mind (Londres: Hutchinson’s University Library, 1949), 32, 35. ↩︎
  22. Judy Wajcman, “Life in the Fast Lane? Towards a Sociology of Technology and Time”, British Journal of Sociology 59, no. 1 (2008). ↩︎
  23. Martin Heidegger, Being and Time, trad. John Macquarrie y Edvard Robinson, ed. rev. (Nueva York: Harper and Row, 1962), 499n4. Traducción de Sein und Zeit (Tibingen: Neomarius Verlag, 1927), 7ma ed. ↩︎
  24. Martin Heidegger, Parmenides, trad. André Schuwer y Richard Rojcewicz (Bloomington: Indiana University Press, 1992), 77. Traducido del alemán como Parmenides (Frankfurt am Main: Vittorio Klostermann, 1982). ↩︎
  25. Heidegger, Parmenides, 77. ↩︎
  26. Martin Heidegger, “The Concept of Time in the Science of History (1915)”, trad. Harry S. Taylor, Hans W. Uffelmann y John van Buren, en Supplements: From the Earliest Essays to Being and Time and Beyond, ed. John van Buren (Albany: State University of New York Press, 2002), 55. ↩︎
  27. Jimena Canales, A Tenth of a Second. ↩︎

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