El ritmo y la excepción
Un baterista percute tres veces su tarola, arrastra su baqueta, sacude un platillo. No es nada, sólo un poco de ruido: una excepción. Con una secuencia más bien caprichosa, un bajista asalta con tres notas, pero también se detiene. Acaso fue otra excepción. El baterista regresa: aunque con el mismo rumor apagado, reclama ahora un periodo más largo. Un guitarrista lo fulmina con un acorde. Sobreviene el silencio. El bajista vuelve a aparecer con las mismas tres notas. Ahora ya no se detiene. Sin esperar, el baterista se sobrepone. Parecería un acto irreflexivo, caótico, aunque hace dudar que coinciden en su último golpe. Se revela, entonces, un acento. Lo que era un poco de ruido, al cabo de un rato, se vuelve medida: regularidad. El guitarrista regresa y hace coincidir su acorde con el primer compás. No tarda mucho un pianista en agregarse: percute tres notas, al parecer sin gran ambición, pero se encuadra en el segundo intervalo que había quedado vacío entre el acorde de guitarra y el acento cómplice del bajo y la batería. A golpe de repetición, se ha formado una cadencia. Un saxofón se suma, toca notas con desmesura y desenfado: improvisa. Se ha formado una escena, no por extraña menos melodiosa. Es un ritmo y no más una excepción.
Dentro de un orden determinado, la irregularidad tiene dos caminos: fluir como ritmo o petrificarse como excepción. La frontera entre ambos, naturalmente, es la repetición. Es cierto que la excepción no siempre busca reiteración, pero también es cierto que, sin esta última, la primera no puede volverse ritmo. Sea que rompa el silencio, el espacio vacío, la hoja en blanco o el régimen político, cualquier regularidad empieza por fracturar otra regularidad. Por eso el ritmo y la excepción se complementan, pues no hay ritmo que comience sin ser anomalía, es decir, excepción. Darwin lo intuyó al afirmar que la “evolución” de las especies estaba auspiciada por una serie de variaciones pequeñas heredables y que, al modificar el estado de los seres vivos, determinaba su supervivencia: una excepción que se volvía regularidad. Marx infirió algo similar en las sociedades humanas al notar que las alteraciones que provocaba una revolución, cuando se organizaba políticamente, eran capaces de instaurar un orden social distinto. De nuevo: otra excepción que devenía en regularidad.
El ritmo y la excepción tienen cada uno su forma de relacionarse con el poder. El primero tiene la virtud de crear una estructura y de ordenar a partir de ella: es el compás de la sinfonía, la métrica del poema, el manifiesto que instituyó una vanguardia artística o una revolución. Generalmente, el ritmo se vuelve ordinario porque subyace a los actos cotidianos: no deslumbra, pero organiza. La segunda es escasa y, por tanto, llama la atención: es el acento en una melodía, el ornamento en un edificio, el ingrediente atípico en un platillo habitual, el mártir en una revolución. Tanto el ritmo como la excepción son necesarios para que el humano se conduzca por la realidad, pero cada uno tiene una función diferente.
¿Particularmente, qué nos seduce del ritmo? Acaso, su relación con el tiempo —mejor dicho: su transformación en tiempo—. El ritmo articula hechos diferentes, de otro modo inconexos, en una misma cadena de sentido: los ordena. Así, los vuelve un episodio delimitado y perceptible, acotados a un inicio y un final. Aquello que se encuadra en un ritmo no sólo resulta perceptible, sino comprensible, pensable, comunicable. Lo mismo una melodía que una arcada en un claustro novohispano, la forma que sucumbe a la regularidad termina por configurar una metáfora del tiempo, ésa que el humano toma como el tiempo en sí. El ritmo es, entonces, la aspiración de encontrar orden y sentido en un conjunto de elementos. Y qué mejor cuando termina por devolver la imagen del mundo que lo produjo —quizá, en el fondo, el humano nunca ha querido otra cosa—.
Por su parte, ¿qué nos seduce de la excepción? Sin duda, su potencia. La excepción es insólita, apuesta por la novedad, la ruptura o la desobediencia. Poco importa si es excesiva, pues, al fin y al cabo, presumiblemente es sólo eso: una simple irregularidad dentro de un mar de orden. No hay excepción sino dentro de un ritmo bien acotado y, por ende, no existe en el limbo ni en el caos. Pero la potencia de la excepción es precisamente ésa: arrancar el poder a una estructura que subvirtió y transformarse ella misma en el orden dominante. Revolución latente, una excepción que se replica muchas veces se vuelve cadencia. Y lo que parece una voluntad desbordada, un acto rebelde o un garabato desquiciado termina por volcarse en un orden que disciplina. Cualquier revolución aspira a la regularidad si realmente quiere poder; de otro modo, se trata simplemente de una perturbación, un hostigamiento, pero no una revolución. Así, con el tiempo, una excepción deviene en ritmo. Ésa es la historia del pensamiento: hacer del desorden insólito un sentido duradero, vacilar entre el ritmo y la excepción.

