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Grandes dosis de política para la producción de una ciudad(adanía) inteligente

Por: Verónica Martínez Robles

Toda tecnología es ambivalente, pues refuerza potestades al tiempo que crea incapacidades (incluida, curiosamente, la de advertir la propia incapacidad). Ante la incorporación inminente de recursos informáticos en la gestión de la ciudad, este texto invita a reflexionar sobre cómo aprovechar los beneficios y minimizar los desatinos.1

Por: Verónica Martínez Robles 2

Abrazar nuevos modelos de desarrollo urbano, buscar el asociacionismo multilateral o conformar la ciudad “marca” han sido las tendencias de las últimas décadas para intentar hacer frente al reto del crecimiento exorbitante de la población urbana o, lo que es lo mismo, el desarrollo desmedido de las urbes a escala global. Uno de los modelos a seguir, que implica la integración de las Tecnologías de la Información y la Comunicación (TIC), el Big Data (BD) y, más recientemente, la Inteligencia Artificial (IA) para lograr una gestión más eficiente de la ciudad, es el de la Ciudad Inteligente (CI) o Smart City.

En este sentido, resulta necesario reflexionar acerca de la ciudad, ese complejo constructo sociocultural que tanto damos por hecho y que confundimos repetidamente con la tangibilidad de lo físico construido —que nos da certeza al tiempo de volvernos perezosos e irreflexivos— y de aquella materialidad que hace evidente la capacidad transformadora del hombre sobre la naturaleza para su satisfacción. A menudo, nos olvidamos por completo de la esencia única y complejísima de la ciudad y, en este caso, de lo que la hace ser “inteligente”.

La política —en su sentido filosófico y no institucional— es consustancial a la ciudad, por tanto, los conceptos de ciudadano y ciudadanía deben ser incorporados de manera importante a esta discusión. Con el mismo empeño, deben retomarse aspectos relativos al comportamiento y psicologismos propios del individuo, colectivizados a través de la mutua improntación individuo-sociedad; es decir, la dimensión de la organización socio-política que creó a la ciudad y ha provocado que la mayor parte de la especie humana viva en ámbitos urbanos. Esta dimensión es la única que tiene la capacidad de transformar y promover mejores espacios para el desarrollo humano, desde una concepción ecologista y comunitarista, superando conceptos ideológicos o meramente económicos de alta rentabilidad, productividad y competitividad.

En principio, es necesario situarnos en lo que las administraciones públicas han entendido como CI o Smart City, pero también analizar la relación del humano con el espacio, siendo lo relacional aquello que nos otorga la posibilidad de medir y medirnos respecto a algo más allá de nosotros mismos. El espacio implica también apropiación y pertenencia, intercambio que, a su vez, entraña justicia. La innovación y el desarrollo tecnológico son intrínsecos al humano y, por tanto, forman parte de la ciudad. El dilema se origina cuando ponen en riesgo la pérdida de la capacidad política de la ciudadanía. De tal suerte, es conveniente poner en cuestión el modelo y preguntarnos si las TIC son las que hacen a una ciudad “inteligente” o si es posible que la sociedad moldee el espacio tecnológico, politizándolo al mismo grado que el espacio virtual ha mostrado su gran capacidad de control. La intención no es forzar respuestas a manera de designios, sino, más bien, invitar a la reflexión colectiva a través de la propuesta de nuevas preguntas encaminadas al empoderamiento de la ciudadanía.

¿Cuál es el punto de partida?

De manera general, podemos decir que la CI consiste en la implementación de acciones tendientes a la digitalización y automatización de algunos —o parte de algunos— servicios públicos, con la intención de maximizar la eficiencia en la gestión de los recursos naturales (incluido el humano), minimizando las externalidades negativas del desarrollo: mayor productividad y competitividad fundamentadas en la eficacia del manejo, gestión y administración de la ciudad. La participación ciudadana se centra en acciones de denuncia, pero, de manera preponderante, el ciudadano se convierte en un usuario de los sistemas establecidos. Y, en este sentido, usuario y ciudadano no son sinónimos.

El riesgo de asumir de manera irreflexiva modelos urbanos como la CI —aunque hayan incorporado elementos surgidos de análisis detractores— es que la mayoría surge de una narrativa corporativista a favor de la creación de nuevas necesidades de mercado —en otros términos, la mercantilización de las necesidades del desarrollo urbano— o como respuesta a la adopción de la “marca” para acceder a determinados beneficios vinculados a la localización, subvenciones o servir a algún discurso político-partidista generalmente efímero y vacuo.

Tampoco faltan los autores que presentan los “casos de éxito” como el de Singapur, descontextualizándolo de su realidad dimensional (física y social), donde el “milagro asiático” se enraíza en una ciudad-estado que floreció bajo un régimen dictatorial, esfera desde la que se incorporaron una serie de medidas propias del desarrollo sostenible desde hace décadas, sobre todo como principio básico de subsistencia, mucho antes de tecnologizar tanto su modelo de gestión como el de administración pública y de servicios.

Los diversos estudios sobre la CI no son otra cosa que planteamientos puntuales para tratar las crisis presentes: descarbonización de la economía, cambio climático y resiliencia y/o gobernanza. Finalmente, todos recalan en los principios básicos de la sostenibilidad confirmando su vigencia tanto como el incumplimiento de los objetivos planteados desde aquellos tiempos del Club de Roma (1968) o de la publicación de Los límites del crecimiento (1972), así como su adopción a nivel global a partir del Informe Brundtland (1987). Podría decirse que la CI, desde la perspectiva tecnocrática, es básicamente un instrumento de gestión y administración pública (con énfasis en lo público) de la escasez que persigue a la subsistencia y a la permanencia de la vida urbana en el planeta.

Toda esta discusión hace necesario promover el surgimiento de nuevas miradas críticas para que la adopción de los nuevos modelos de desarrollo urbano no se lleve a cabo siguiendo “el canto tecnológico de las sirenas” y que seamos capaces de prever los efectos posibles en la sociedad —por ende, sobre la ciudad—, reencausándolos y moldeándolos siempre a favor del bien común, como un estado de tensión y resistencia permanente y necesaria.

Revisar los modelos surgidos desde la determinación de la permanencia de un modelo nacido desde el egocentrismo del humanismo patriarcal, colonizador e individualista (es decir, desde la separación del humano con la esfera natural y el sometimiento de ésta a una “artificialidad” creada sólo para la satisfacción de aquél) hace necesaria la incorporación de nuevas concepciones, por ejemplo: a) la ineludible reconexión del humano con el ámbito natural, al que pertenece y del que depende; b) la construcción de la macropolítica desde la micropolítica; y, desde luego, c) la mirada feminista y posthumanista, que permitirá desplazarnos hacia un pensamiento competente y apto para lograr la construcción de nuevos paradigmas que hagan posible la vida en común, con respeto a la diversidad de identidades (incluidas las no humanas), entendiéndonos como parte de un amplio ecosistema de interdependencia e interpertenencia.

El costo de la integración de nuevas tecnologías a la gestión y manejo de la ciudad no debería ser la despolitización de la ciudadanía. Por ello, la pregunta se centra en la capacidad de la CI para crear espacios democráticos de participación social, superando los eslóganes partidistas e ideológicos dictados por el capital a través de la clase político-partidista. El reto radica en no cejar en el aprendizaje continuo ni en la praxis de ser ciudadanos; y, por supuesto, la no claudicación ante los “facilitadores” tecnológicos que fomentan tanto el egocentrismo como el aislamiento y que abren nuevas brechas de desigualdad, fundado todo lo anterior en la pérdida de la pericia sociopolítica.

Una que otra paradoja

El reto de la CI no debe ser exclusivamente el acogimiento de medidas para una mejor gestión de la ciudad; su desafío, en cambio, debe consistir en la exigencia de reglas y límites claros para el establecimiento de las relaciones entre la ciudadanía y la administración pública, mediadas por las TIC y el modelado democrático de políticas públicas basadas en el BD, así como en los algoritmos de la IA. La incorporación de estas tecnologías debe abonar a la máxima transparencia y a la protección de datos personales, sin perder de vista que las distintas plataformas y la información deben garantizarse como bienes públicos, situación que hoy no está ni reconocida ni garantizada.

La vida en las ciudades y sus dinámicas de intercambio son la base del sistema capitalista global. En este sentido, la robotización de actividades humanas es, en sí misma, una paradoja. En primer lugar, dicho proceso genera desempleo y abre brechas tecnológicas y de desigualdad. En segundo lugar, este capitalismo feroz, que todo lo engulle y lo aprovecha, ahora se alimenta y se reacomoda a partir de ese gran cúmulo de información: la cadena productiva ya no sólo está dada por el trabajador en la fábrica, sino que es el propio ciudadano, interactuando a través de las TIC, el que se convierte en el producto mismo de la economía: es el sujeto subjetivado y cosificado… ¿acaso también codificado y programado?

¿Cuál es el espacio en la Ciudad Inteligente?

En la ciudad, el espacio se produce: se establecen los límites territoriales y se inician los mecanismos de su apropiación, estableciendo los valores de uso, pero también de cambio. La ciudad es por excelencia el espacio para la producción y reproducción social, desde donde radica su gran potencia histórica.

La producción del espacio es mucho más que la creación del espacio físico-construido, sin embargo, la fuerza que tiene la creación de la ciudad como un producto más de mercado, con efectos multiplicadores y con la adquisición de un plusvalor, ha convertido al proceso de urbanización no sólo en el motor de la economía, sino también en una pieza fundamental para la acumulación del capital. Es ahí donde recalan los grandes capitales, que terminan por multiplicarse aún más, consolidando la hegemonía de la escasa clase dominante que acentúa la desigualdad a nivel mundial. Por esa razón, la permanencia del modelo se ha dado por sentado, de modo que resulta tan relevante la búsqueda de alternativas para su subsistencia.

En la ciudad, el espacio es tan escaso como el tiempo, y ambos son fundamentales para el desarrollo. El tiempo humano se acelera sometido por las necesidades del mercado y la productividad, pero el espacio social es mucho más potente, sólo que es indispensable lograr reconocerlo. Identificar las sujeciones posibilita la emancipación, y, hoy, la ciudad y sus dinámicas, tanto como las TIC, docilitan, adormilan, aletargan, deprimen. Nos trasladan a ese círculo vicioso en que aparece una novedad técnica que, desde la perspectiva del determinismo tecnológico, es creada para evitar fallos: es más inteligente que los humanos, más capacitada e incorruptible, y procede desde fuera de la “sociedad enferma”, cargada con una visión de tecnofilia que promete “curar todos los males”. No hay que olvidar, sin embargo, que toda tecnología es social, y así como ella nos interviene, nosotros también la intervenimos. En este sentido, es necesario e impostergable ampliar las miras para dibujar cartografías multidimensionales del fenómeno sociocultural, que promuevan el desvelamiento de las sujeciones para suscitar el surgimiento de nuevos sujetos políticos dentro del propio espacio virtual y digital.

¿Por qué lo público? ¿Por qué lo político?

Los sistemas de control y vigilancia también son inherentes a la ciudad. Han adquirido vigencia al haber sido revelada su capacidad de penetración a través de las TIC, el BD y la IA, al servicio de la manipulación masiva y dentro de los marcos democráticos existentes. A los sistemas tradicionales consagrados a este fin (cámaras de videovigilancia, límites o bardas), se suman estas nuevas tecnologías; pero también hay que destacar que la organización social y política es la que contiene rasgos coercitivos, por lo que la aproximación a la CI debe hacerse como un fenómeno humano y social más complejo, mediante lentillas filosóficas, particularmente ontológicas.

Identificar la minucia y los artilugios de la CI como un posible espacio disciplinar bajo mecanismos de control, con el objetivo de lograr la organización de los individuos y sus actividades, objetivando al individuo, cosificándolo y despolitizándolo, no tiene como objetivo el radicalismo tecnofóbico, sino la necesidad de encausar su implementación visualizando los posibles riesgos. Se trata, entonces, de movilizarnos de la expectación a la actuación.

En el espacio virtual, el individuo se aísla y se sumerge en un ámbito tendiente a la dominación, la alienación y la homogeneización, donde le es difícil distinguir los límites de lo público, lo privado y lo íntimo. Ésta es la esencia misma del espacio virtual y, por tanto, es comprensible la necesidad de implementar las TIC para mediar la relación de la administración pública con el ciudadano, minimizando el contacto humano en tanto la inconveniencia de ejercer la gobernabilidad en altas concentraciones humanas. En todo caso, las preguntas a propósito de la implementación de las TIC en la administración pública serían: a) en qué medida debería ejecutarse, b) si está dirigido al servicio de un interés público o privado y c) si éste es de cariz político, económico o social.

Los problemas de la ciudad están comprometidos en su definición, configuración y desarrollo, y deben resolverse desde ese mismo espacio. Por ello, se requiere de una ciudadanía consciente y responsable que exija y haga posible la democracia, que comprenda que la tecnología no es externa a la sociedad, sino que surge de ella y, por tanto, tiene la capacidad de intervenirla. Lo que hace falta, en todo caso, son grandes dosis de política para lograr que la “inteligencia” de la ciudad no esté dada por el determinismo tecnológico que se enarbola en la máxima eficacia. El abatimiento de la corrupción, eliminando la intervención del humano, puede terminar por diluir la fortaleza de la vida pública. La transición de la ciudad analógica a la ciudad digitalizada debe hacerse por una ciudadanía capaz de actuar dentro del propio sistema digital a favor del bien común. Reclamar derechos, transparencia, garantizar la propiedad pública… Es necesario reconocer las sujeciones, liberarse y conformar nuevos sujetos políticos: esa será la verdadera ciudad inteligente.


  1. Este ensayo está inspirado en el TFM presentado para la obtención del título oficial de Máster Universitario en Filosofía para los Retos Contemporáneos por la Universitat Oberta de Catalunya. ↩︎
  2. Catedrática y Filósofa urbanita. ↩︎

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