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El problema de la diferencia: el reto de convivir en la diversidad

Por: Verónica Martínez Robles

A menudo, lo que se tiene por ajeno se nos presenta como una noción amenazante, a la que hay que observar con recelo minucioso. Una mirada crítica a la ciudad contemporánea revela, una vez más, sus incongruencias: ¿qué mecanismos se esconden detrás de señalar al “otro”, cuyas diferencias parecen inquietarnos tanto? 1

Por: Verónica Martínez Robles 2

La ciudad, entendida como la organización socioespacial que ha permitido el desarrollo alcanzado hasta ahora —con todas sus ventajas, pero también con sus impactos negativos y sus problemas—, hoy se ubica en el centro de los grandes retos relacionados con el cambio climático, los conflictos bélicos, la desigualdad, la lucha por el poder, entre otros tantos. Se sitúa ante nuevos desafíos que hacen necesaria, más que posturas radicales, un nomadismo de pensamiento, miradas periféricas y unas lentillas positivistas que permitan reconocer prejuicios anquilosados, que nos aproximan al conflicto y nos alejan de la conciliación.

Principios éticos básicos de justicia, como no hacerle al otro lo que no deseamos para nosotros mismos, se convierten en principios de supervivencia si consideramos que la organización social y política hecha alrededor del parentesco, la identidad, la similitud y la afinidad puede verse rota repentinamente y situarnos en el lado del “otro”, ese otro extranjero: ajeno, foráneo, diferente, temido, excluido. Hoy todos podemos ser migrantes, de manera forzosa, forzada o por decisión.

La pregunta es si es posible abrazar la hospitalidad para abrirnos a esos “otros”, es decir, si es factible colectivizar sentimientos ancestralmente destinados exclusivamente para el núcleo familiar, esa célula social cargada de identidad, pertenencia y posesividad. Con la intención de andar sobre el camino de una posible respuesta, planteo la necesidad de recurrir al pensamiento feminista y ecologista que, en su búsqueda por la igualdad y la justicia, han recorrido un largo camino hacia el reconocimiento. Tocar temas como éste exige un desplazamiento hacia el pensamiento nacido desde la diferencia y la vulnerabilidad, para ubicarnos en la diferencia misma y desde nuestra propia “vulnerabilización”: ser el “otro”, abrirnos a la alteridad.

¿En dónde está el problema?

La diferencia es sustantiva en la construcción de nuestro mundo; sin embargo, definirla a partir del contrario —el día desde la noche, la luz desde la obscuridad, la belleza desde la fealdad— no es suficiente. Entre uno y otro existen otras tantas realidades. No hay extremos, sino pliegues: son lo mismo desde otro sitio —o en otra situación—. Curiosamente, a pesar del dominio evidente de la diferencia y los contrastes en la naturaleza, la homogeneidad también juega un papel sustantivo, especialmente en la organización social.

La manera en que nos establecemos para funcionar como un grupo extenso es a partir de la familia, esa célula social primigenia de un grupo de individuos identificados —originalmente—  por la consanguineidad que se transfiere y colectiviza a partir de valores en torno a la identidad, la pertenencia y la lealtad, para generar una comunidad en tanto se tiene capacidad para construir aquellos elementos que aglutinen y afiancen dichos lazos, como la idea de un dios mediante la religión o la idea de nación a través de la política. Esto quiere decir que se construye la obligación de una lealtad moral hacia “los míos” y hacia “los iguales” como base para la subsistencia del grupo social. Ahí mismo surge la raíz del problema, que es la diferencia. Se construye, entonces, la imagen del enemigo desde la diferencia y la exclusión, porque no pertenece, porque es amenazante, porque desea poseernos a nosotros y a lo nuestro. Dicha imagen se constituye en una lucha de poder y, por ende, de conquista de ese “otro”, sea a través de la conversión o de la aniquilación.

De este “razonamiento”, se constituyen los discursos colonialistas, de conquista, de dominación y de poder. Uno de los más potentes y subsistentes hasta nuestros días tiene que ver con el predominio del hombre sobre la mujer, asentado precisamente en la definición de las posesiones y la consolidación del núcleo familiar afianzado en el rol reproductivo de la mujer. Una evidencia explícita de este juicio se encuentra en las palabras de Aristóteles, quien, en Política, describe a la familia y las posesiones más preciadas del hombre citando a Hesíodo: a) la casa: propiedad que permite la prosperidad; b) la mujer: garantiza la reproducción y, por ende, la trascendencia del linaje; y c) el buey: para la labranza de la tierra. Sin embargo, es en la descripción del hombre, como ser social, donde sientan las bases para el bien común, es decir, en la necesidad del fortalecimiento de la comunidad: primero, para identificarse como tal y, después, porque a la ciudad la sitúa por encima de la familia, precisamente porque su construcción requiere del surgimiento de la justicia como medida básica de la funcionalidad de la ciudad en un sentido comunitario, siendo la constitución de la ciudad una permanente tensión entre lo privado y lo público, entre “mi interés” y el “interés común”.

La ciudad y la justicia, entonces, nacen desde la necesidad de ordenar y evitar el conflicto sobre lo que le pertenece a cada uno. En otros términos, se establece la propiedad para la subsistencia del individuo que no es capaz de hacerlo por sí mismo y que, por tanto, requiere de la conformación de una familia, pero también para la construcción de un bien superior asentado en la organización comunitaria por excelencia: la ciudad. Es así como se nos plantea el ideal de la ciudad a la que se pertenece, en tanto se cede parte de lo que somos a través de la producción y la reproducción, y desde esa posición se la defiende, de ser necesario, con la vida misma.

La cuestión es que todo este sistema se asienta sobre la base del control, la dominación o la extinción de todo aquello que ponga en riesgo las pertenencias tanto colectivas como individuales, creando una potente imagen del enemigo desde la diferencia: disimilitud por apariencia o por pensamiento. Esto contribuye a que se hagan más sólidos los discursos sobre la identidad y, por lo mismo, el principio más básico para hacer evidente la diferencia es el no reconocimiento de la ciudadanía que, en la Grecia clásica, significaba ser esclavo. Éste y el buey eran lo mismo porque servían con su cuerpo al amo: la anulación de la voluntad.

Echar abajo las fronteras y abrazar el cosmopolitismo de Kant, más allá de su posibilidad real, exige actos reflexivos profundos sobre una idea de justicia surgida en la desigualdad y, por ende, sugiere una permanente tensión y conflicto, como la historia nos lo demuestra en la infinitud de guerras pasadas, presentes y, por lo visto, futuras. Quizá los fallos de tal propuesta están en querer anclarla en una base conceptual que no alcanza y que termina por volverse en su contra, ya que hablar de ciudadano del mundo como aquél que tiene derecho a la Tierra por mutua pertenencia —e interdependencia— nos retorna al concepto mismo de ciudadanía como subordinación a la idea de nación, regresándonos al origen del problema.

De manera cinematográfica, Rodrigo Sorogoyen, en su película As bestas, nos pone delante del conflicto de justicia. No es la ignorancia (de Xan) lo que expone la bestialidad de una persona, ni la razón (de Antoine) en la intelectualidad ecologista de quien ha tenido la oportunidad de acumular conocimiento, es la explosión de dos mundos encontrados defendiendo lo propio sin acuerdo en lo que es común, es una pelea por la tierra —la propiedad— y lo que cada quién quiera hacer con ella, es el dilema de quién tiene más derecho a decidir: el originario que llegó primero y ha trabajado la tierra sintiéndose en desventaja, abandonado y escaso de oportunidades, que va acumulando rencor hasta el punto de querer desterritorializarse emigrando para convertirse en extranjero, emulando al foráneo o aquél que decide entregarse a la tierra como tributo a las ventajas con las que vivió y que ahora piensa en compensar con su uso responsable, defendiendo la posesión, pero sin lograr el reconocimiento social de su legítima pertenencia, porque, desde la óptica del “otro”, no la ha sufrido como para ganársela.

¿Por qué el feminismo o la ecología?

Las luchas de resistencia por el poder y las grandes revoluciones sociales se han asentado sobre el vigor de un pensamiento disruptivo contra el modelo anterior. El feminismo lleva años forjándose sobre una base clara de injusticia social. Sin embargo, no es posible encasillar a todos los movimientos feministas anteriores o actuales como una misma cosa. La diversidad de luchas, los contextos temporales, geográficos y culturales hacen que dichos movimientos sean vastos y no faltos de errores u omisiones. En este tránsito evolutivo del pensamiento feminista, el posestructuralismo, por un lado, nos ofrece miradas críticas condenatorias hacia aquellos movimientos feministas anclados en la estructura patriarcal y la creación de nuevos estereotipos de dominación y, por otro lado, apunta, desde el poshumanismo, hacia fórmulas más inclusivas y conciliatorias, no sólo hacia la mujer, sino hacia el resto de seres excluidos, dominados o invisibilizados, sea por razones de género, raza o etnia —incluyendo los no humanos—.

Este proceso de búsqueda de reconocimiento abre la puerta a nuevas discusiones sobre el género, la reproducción y los cuidados, la inmigración y el cuidado del ambiente. A su vez, ha generado un conocimiento de gran calado en la construcción de una idea nueva de política y ética, de gran aplicabilidad en nuevas aproximaciones en la construcción de marcos referenciales para la generación de políticas de inclusión y equidad, así como en aquellas dedicadas al cuidado del medio ambiente o en la definición de los límites éticos de la genética, la neurociencia o la Inteligencia Artificial generativa.

Abrirnos a esas miradas fundadas en el conocimiento del “otro” sin voz, nos empatiza con la base del problema y nos ayuda, desde la deconstrucción del viejo paradigma, a imaginar nuevas formas de convivencia, sentando las bases de reconocimiento de las minorías —no necesariamente cuantitativas—, de aquellos invisibilizados y despojados de dignidad.

¿Es posible la convivencia en la diversidad?

Semejante reto nos obliga a la construcción de nuevas formas de hacer y vivir en comunidad, además de requerir un ejercicio de autoconocimiento profundo de lo que somos en relación con el mundo que habitamos. Actualmente, a causa del capitalismo hegemónico y global, las barreras y fronteras para el mundo financiero tienden a diluirse: la existencia del norte y sur global se da porque la pobreza de unos es la riqueza para otros. Entretanto, la globalización comercial no tiene límites, barreras o fronteras para la extracción, el expolio y el tráfico de bienes e información —es el modelo de acumulación intrínseco a dicho sistema—. Esa libertad no es la misma para las víctimas: los individuos y sus familias. Esos “otros” son migrantes, desplazados, expatriados, que dan la vida por vivir, como Antoine en As bestas.

Por eso es necesario deconstruir la idea misma de ciudad y de su materialidad espacial y cultural, con la finalidad de configurar nuevas y distintas fórmulas de organización comunitaria. La construcción de muros físicos y barreras jurídicas para el individuo o las familias, con el propósito de garantizar la riqueza de las naciones más poderosas, basándose en la defensa a ultranza del nacionalismo y aprovechándose de la inexistencia de las fronteras comerciales —o hechas a modo— para las grandes transacciones, desentendiéndose de los impactos negativos al ambiente para servir a la acumulación de la riqueza, es, a todas luces, un discurso abusivo e insensato, que roza en la estupidez.

Así como la mirada ecologista nos obliga a entendernos como seres dependientes del resto de seres vivos no humanos y a comprender que la naturaleza y el humano no están desvinculados, también nos exige la necesidad de construir lazos de parentesco con el “otro”: abrirnos a la alteridad, al reconocimiento de la diversidad, porque el impacto mutuo derivado de la interacción entre tantos “otros” como sea posible es la potentia que enriquece nuestro mundo. El reto no es menor: es, en todo caso, una invitación a la reflexión, a entrar en tensión con nuestras propias creencias y prejuicios, a intentar alejarnos del rencor y del sufrimiento que alimentan el odio y el rechazo a la diferencia de los “otros”, cuando “yo” también soy el “otro”.


  1. Este artículo está influenciado por el pensamiento poshumanista y la ética afirmativa de Rosi Braidotti, la idea del Chthululceno de Donna Haraway y la amplia aportación de Judith Butler a los estudios de género. Otros tantos autores viven en mi pensamiento y les debo un permanente tributo y reconocimiento, en esta ocasión: Gilles Deleuze, Félix Guattari y Bruno Latour. ↩︎
  2. Catedrática y filósofa urbanita. ↩︎

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