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Pedacitos de ciudad

Por: Victor Ramírez Alvarado

La belleza de un lugar no radica forzosamente en su físico: a veces hace falta involucrarse en las dinámicas cotidianas para encontrar aquello que, ante un ojo expectante de esplendidez, pasaría desapercibido. No se trata de cambiar la belleza de un monumento formidable por un rumbo desadvertido, sino tomar a la ciudad por sus lados ordinarios: recorrerlos, dialogarlos, escucharlos.

Por: Víctor Ramírez Alvarado 1

Estoy seguro de que alguna vez has visto un árbol a lo lejos y has pensado: “qué bonito es”. Conscientemente o no, quizá esa apreciación habrá sido por su emplazamiento, tamaño, porte o forma. En otro momento, al estar recostado bajo algún árbol distinto, habrás pensado exactamente lo mismo, pero, en esta ocasión, quizá por la sombra fresca que proyecta, la forma peculiar de sus hojas, la textura del tronco, sus flores o su olor. Es probable que, si cambiaras el lugar desde el que haces estas observaciones, no apreciarías igual esos detalles y, en consecuencia, tu opinión cambiaría. En otras palabras, la perspectiva es muy importante para identificar aquellos detalles que nos hacen valorar la belleza de lo que se contempla. Desde luego, habrá factores adicionales que harán variar la apreciación y la conclusión, pero es innegable que siempre hace falta un momento de contemplación antes de emitir un juicio.  

La contemplación estética implica el reconocimiento de la belleza o la fealdad, es decir, la conciencia de que se está teniendo una sensación de respuesta ante aquello que se contempla. De igual modo, este acto conlleva un estado mental y una actividad intelectual profunda que involucra las acciones de observar, comparar y reflexionar, pero también recordar, rememorar, evocar y hasta añorar. En torno a este postulado girarán los siguientes párrafos.  

El reconocimiento de la belleza o la fealdad supera la observación superficial y tiene que ver con la identificación de significados e implicaciones de lo contemplado: ya sea sus relaciones con lo que hemos vivido y experimentado o, al menos, alguna conexión con ideas, conceptos u otros objetos de nuestro pasado o presente. Esto es relativamente comprensible cuando aquello que se contempla es una obra plástica, musical o decorativa; sin embargo, cuando se trata de un espacio o lugar, puede que la situación se nos complique un poco, dada la dificultad de valorar algo que, en realidad, se usa, se vive y se recorre. En el libro Psicología del lugar, David Canter nos advierte que “el término lugar es especialmente rico; tiene connotaciones geográficas, arquitectónicas y sociales”. Estas condiciones lo convierten en un elemento “especialmente adecuado para servir como uno de los conceptos centrales de enlace entre estas diversas disciplinas”.   

 ¿De qué maneras puede uno descubrir la belleza de su ciudad?   

Mi primera respuesta sería: “a pedacitos”. Igual que el ejemplo anterior del árbol, se requerirá de un proceso cognitivo complejo que va más allá de la primera impresión que nos dejan sus edificios, arquitectura o monumentos emblemáticos, y que involucra exploración, conexión personal y una apreciación más profunda desde las perspectivas diversas de los detalles cotidianos. 

Hay ciudades muy hermosas, o con sitios y lugares hermosos. Las consideramos así por razones diversas: la elegancia, complejidad o rareza de sus edificios; la extensión, densidad o calidad de sus áreas verdes; y, desde luego, la riqueza histórica, modernidad o vanguardia de sus espacios. Muchos de estos elementos son normalmente evidentes en un primer recorrido. En términos generales, este tipo de ciudades —o áreas de ciudades— suele convertirse en un punto de referencia turística e, incluso, más recientemente, en sitios de atracción de un turismo exprés que busca el spot específico para la fotografía, haciendo a un lado la experiencia contemplativa compleja. Esta tendencia tiene un impacto significativo en la forma como las personas experimentan sus espacios, ya sea en viajes o en recorridos de sus propias ciudades, exaltando lo visualmente atractivo, además de pasar por alto la conexión con el sitio y su riqueza.  

Como sucede en muchas otras situaciones, esta condición presenta dos caras. Por el lado positivo, se les da a los espacios una mayor visibilidad y popularidad, sin olvidar el beneficio económico potencial. Puede también explotarse el interés para la creación de conciencia y la difusión tanto cultural como patrimonial, aprovechando la exposición y comentarios generados. Por el lado negativo, se puede caer en el fomento a la superficialidad, la merma de experiencias y la disminución de la apreciación genuina del sitio, llegando a los extremos —ya observados— de afluencias masivas de visitantes, congestión, deterioro ambiental y cultural, así como prácticas menos auténticas para los visitantes y conflictos para los residentes. Adicionalmente, se corre el riesgo de la homogenización de destinos, es decir: en un afán por entrar en tendencia, crear o modificar espacios para ser cada vez más similares entre sí, limitando una experiencia diversa y rica, subestimando sitios con verdadera riqueza. En general este fenómeno ha complicado la posibilidad de la contemplación y, por tanto, de identificar o descubrir la belleza de nuestras ciudades, pueblos, barrios, espacios o lugares.  

En sitios como los que describo, es común adquirir un souvenir que haga gala de su belleza y que, a menudo, representa algún edificio o sitio emblemático. Pero, en relación con un lugar, ¿qué es aquello que en realidad uno guarda o atesora en sus recuerdos? Es muy probable que, si se hace un pequeño esfuerzo adicional, podamos también descubrir belleza en un lugar, ya sea al involucrarnos en las dinámicas locales, descubrir los pequeños rincones y establecimientos, caminar o quedarse sentado en los parques, pero, sobre todo, convivir, integrarse en la vida cotidiana.  

Claramente, descubrir la belleza de un lugar dependerá, en muchos casos, de que su legibilidad sea no necesariamente sencilla, sino clara y accesible, con facilidades para el tránsito y que suscite una sensación de seguridad. Como menciona Kevin Lynch en La imagen de la ciudad: “por sobre todo, si se organiza en forma visible el medio ambiente y se lo identifica nítidamente, el ciudadano puede impartirle sus propios significados y conexiones. Entonces se convertirá en un verdadero lugar, notable e inconfundible”. En estos espacios notables e inconfundibles, suele potencializarse la interacción social y crearse la vida comunitaria. Conocer e involucrarse en esa dinámica enriquece ampliamente la apreciación del lugar. Por esa razón, la participación en eventos locales, como ferias, fiestas patronales e, incluso, mercados, nos brinda herramientas adicionales para que el proceso de valoración y descubrimiento de la belleza del lugar sea más rico. En otras palabras, vivir el espacio en todas sus dimensiones potencia nuestra capacidad de descubrimiento y devela la belleza de un sitio.  

Con estas afirmaciones, se da por sentado que la experiencia física de una ciudad o lugar es una parte fundamental de la contemplación. En años recientes, este supuesto se respalda con el auge de la filosofía de la ciencia y la filosofía experimental, que han ganado terreno a la tradición de la reflexión teórica y el análisis conceptual.   

Es muy probable que uno tenga en muy alto valor a lugares pequeños que no necesariamente otras personas encuentran bellos o de cualidades resaltantes. Puede ocurrir que se tenga un vínculo especial, ya sea familiar, de amistad o de desarrollo personal y profesional. En ese caso, su belleza estaría, más bien, en el entendimiento del lugar: algo más cercano a la añoranza que a la calidad estética teórica. Me parece, además —y esto estará abierto a debate—, que la belleza física no es siempre sinónimo de orden, estabilidad o bienestar; por el contrario, puede haber también belleza en el desorden, la inestabilidad y el malestar. Algunos conceptos como la Belleza del Caos o la Belleza Trágica aplican para sucesos como tormentas, océanos embravecidos o erupciones volcánicas, pero es también válido considerarlos para describir la belleza de nuestros entornos, por ejemplo: demasiado orden puede inspirar monotonía o tedio, mientras que un poco de variedad desordenada puede inspirar pluralidad y diversión.  

Entonces, ¿es la belleza de los recuerdos y sus evocaciones una forma de contemplación? En este momento, no tengo dudas de que sí. Las características visuales o estéticas pasan a segundo término cuando en el recuerdo está involucrado una persona o una experiencia memorable: la imagen del mejor amigo, de la abuela, del hermano o de la pareja chapoteando en el charco de una plaza estará por encima de la simetría, la proporción o la decoración del sitio. Por supuesto, estos elementos físicos enriquecen la experiencia, creando un ambiente específico, pero no son el centro del recuerdo. Esa plaza o lugar podrá convertirse en uno de los sitios más bellos sin importar las condiciones en que se encuentre o si se trata de un gran spot.  

Bajo esta idea, la belleza y la riqueza de nuestros lugares es producto de la percepción y de un proceso de experiencias propias: es personal y relativa. Sin embargo, si se trata de un espacio notable, bajo los términos descritos por Lynch, en que la vida comunitaria se alienta, y son varias o muchas las personas que comparten experiencias y aprecio por ese pedacito de ciudad, su valoración estética será alta. La contemplación y el descubrimiento de la belleza de nuestros lugares, grandes o pequeños, son un proceso complejo que involucra no sólo los sentidos y los cánones preconcebidos, sino una serie de emociones y procesamiento de experiencias.   


  1. Arquitecto y profesor. ↩︎

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