El debate sin resolver entre realismo y relativismo nos hace cuestionarnos sobre el papel de la percepción. A fin de cuentas, nunca hemos determinado en qué lugar anida la “verdadera” realidad: en la mente o en el mundo. Mientras resolvemos el dilema, ¿cómo justificamos los afectos? Un cuento para cuestionarlo.
Por: Guillermo M. Córdova 1
Era la persona más enigmática que había conocido, de una belleza bastante común, pero tan extraordinaria que resaltaba entre la multitud. ¿Cómo la conocí? Es algo incierto. Para mí y para el mundo, habían pasado algunas décadas; para ella, sólo algunos días y, para su mente, nunca había pasado el tiempo, pues siempre aseguraba que era otra persona.
Corría el final de los años 70. Yo tenía ocho años cuando tuve mi primer contacto con ella. Mis padres tenían que salir una noche y contrataron a una niñera para que cuidase de mí. Cuando la vi por primera vez, me pareció como un ángel terrenal, con un cabello largo que llegaba hasta la cintura, matizado y sedoso. Sus ojos castaños eran pequeños, pero muy expresivos, con un toque de nostalgia que provocaban un encariñamiento rápido. Era un poco más alta que yo, como de un metro con cincuenta y cinco centímetros, y de talla muy fina. En esos tiempos, no le daba importancia al cuerpo, pero me gustaban mucho los rostros. El de ella era perfecto.
Al ser hijo único, y con familiares mucho más grandes que yo, el contacto con otros niños no me interesaba tanto. Prefería platicar con adultos que me contaran sobre sus vidas o leer un buen libro que me dejara algún conocimiento. Tal era mi hermetismo, que mi círculo de amistades era muy pequeño. Siempre prefería tener algo que leer a participar en esos juegos en los que sueles correr o desgastarte físicamente, y que, además, no dejan nada al intelecto —por lo menos eso pensaba, hasta que la conocí—.
Me saludó con el beso más cálido que mi mejilla había sentido. Casi en seguida, la empecé a cuestionar para saber qué tanto sabía, pues una persona promedio de 27 años no podía ser tan sabia como una de 40 —o, cuando menos, eso creía—. Me di cuenta de que tenía un conocimiento vasto en diversos temas. Y aunque era muy cariñosa, también era una persona muy inteligente para su corta edad. Por ser muchísimo más inexperto, me mantenía fascinado cuando le preguntaba sobre cuestiones históricas que yo apenas sabía, pero que ella detallaba con una precisión extraordinaria.
Aunque pasamos muchas tardes y noches juntos durante casi cuatro años, en nuestra tercera cita (encuentro que pactaron mis padres para que me cuidara) me dijo que, por mi forma de ser, yo tenía un alma vieja para mi edad, pues ella había conocido a varios niños y muy pocos se comportaban así. Quizás la creciente ola de natalidad, en comparación con la de mortalidad, ya no dejaba reposar y limpiar las almas como antes. Fueron cuatro años en los que me creé la ilusión de una mujer perfecta, hasta que un día desapareció sin avisar ni dejar huella de quién era: sólo permaneció su nombre de pila, que anoté en una fotografía en la que aparezco con ella y que aún conservo.
Pasaron los años y la vida. La separación de mis padres y una tristeza mal manejada no me permitieron lograr el objetivo de mi padre ni el de mi madre. A ella la dejé de ver después de la muerte de él, a mis 23 años. Me volví imprudente y sentimentalmente inestable, así que cambié de ciudad para comenzar una vida nueva. Mucho tiempo después me casé y tuve un hijo, quien, por cuestiones familiares y de inseguridad, comenzó a tener una infancia muy parecida a la mía: convivía con gente mayor y casi no socializaba con otros niños. Mi carácter y mi inestabilidad emocional provocaron que mi esposa y yo nos separáramos al poco tiempo del nacimiento de nuestro hijo, aunque la relación entre nosotros siempre gozó de un lazo de armonía y casi de amistad.
Un día, por cuestiones de trabajo, tuve que contratar a una niñera, ya que me tocaba cuidar a mi hijo. Fue una gran sorpresa cuando llegó la cuidadora: mi estómago casi estallaba, la visión se me nubló y la presión se cayó hasta el piso. En ese momento no la reconocí, pero era una de las mujeres más atractivas que había conocido. Tenía un cabello largo y sedoso, con tonalidades rubias, una boca pequeña y carnosa, que seducía con su voz aterciopelada, y unos ojos castaños, pequeños, pero con una nitidez que dejaban entrever su alma. Tenía tal armonía que creaba un haz de confianza. Si bien no era la persona más hermosa del mundo, su cuerpo pequeño y delgado, además de su silueta perfecta, la convertían en la mujer más bella que veía en años. Después de nuestra presentación y las recomendaciones para el cuidado del niño, se acercó a él para darle un beso tierno en la frente. Le dijo que la pasarían muy bien.
Yo me fui con la duda sobre dónde la había visto, pues, al rozar su mano con la mía, una sensación inexplicable pero intuitiva recorrió mi cuerpo: ya la conocía. Pasó la tarde y, al regresar, la niñera me comentó lo interesante que era el niño. No era como los demás: lo consideraba un alma vieja envuelta en un infante. El terror repentino que sentí empezó a subir por mi espalda en forma de un escalofrío terrible, pues reconocí a la niñera que, en alguna ocasión, así me juzgó. Pasamos la noche platicando, sin poder obtener mucha información sobre ella. El aroma que emanaba, sin embargo, era el mismo de aquella mujer de hace 40 años. Al hacer cuentas, determiné que debería tener más de 65 años, aunque ella, físicamente, no pasaba de 30. Traté de llevarla a su casa, pero se negó rotundamente. Yo accedí por la necesidad de volverla a ver.
Así pasaron un par de años. Cuando mi hijo se quedaba solo, yo la contrataba. Y, si salía a cenar o al cine, regresaba rápidamente. Con el pretexto de que se quedara a cenar, traté de hacer una amistad con ella. En alguna ocasión, incluso, estuve tentado a mostrarle aquella foto de mi infancia. Ella comía normalmente, se reflejaba en los espejos, no le temía a la plata o a la sal, sangraba como cualquiera. Era igual a la de la foto, conversaba y sabía de todo, como aquella mujer de antaño.
Se me empezó a volver una obsesión estar con ella, a tal grado que a mi hijo le empezó a incomodar y aterrar. Por esa razón, comenzó a pedirle a su madre que ya no lo dejara conmigo y, en consecuencia, la niñera dejó de ir a mi casa. Un día, como hace 40 años, desapareció sin dejar rastro.
A medida que envejecía, la imagen de ella se volvía borrosa en mi mente, como si fuera un sueño lejano del que no podía despertar. En alguna ocasión, mientras me encontraba recluido en este sanatorio, un médico me dijo que mi vida era una ficción: nunca tuve un hijo ni estuve casado. Todo era producto de una mente quebrada por un trauma pasado. Nunca fui quien digo, y sólo existe mi registro en este sanatorio desde hace 20 años. Y entre esos papeles, hay una foto de un niño con una mujer de mediana edad que lleva grabada al reverso: “las almas viejas de Karen y Jorge en un juego de ajedrez”.
- Bibliotecólogo mexicano. ↩︎