Mediante un trazo urbano, con un giro muy personal, una mujer nos comparte su curso cotidiano, ese tributo que debemos pagar por subsistir. Si se lo mira desde la experiencia personal, ¿el tiempo es un fruto o una fuga? Quizá sea una tercera posibilidad: aquello que la vida nos arrebata sin devolver más que el presente.
Por: Alejandra Hernández 1
“La vida es lo que te pasa mientras estás ocupado haciendo otros planes” (John Lennon)
Mi alarma suena tres veces. Con mucho pesar abro los ojos, veo la hora: se hace tarde. Me quedé dormida. Me levanto y, apenas mi cuerpo comienza a coordinar, tomo mis chanclas y mi toalla, que quedó colgada sobre la bici estática. Me meto al baño, me quito todo, giro la llave y de la regadera brota el agua. Un baño rápido y con premura. Me concentro en bañarme porque, si me distraigo con mi propio pensamiento, me tardo más en enjuagar —en ocasiones, olvido si me he lavado todo—. Finalmente acabo. Me seco. Sólo alcanzo a ponerme desodorante. No encuentro unos calcetines. Reviso el reloj y tengo 20 minutos para lo que resta y salir disparada.
Salgo, corro y el camión ya salió. El chofer me ve corriendo tras él. Me espera. Subo, pago y busco el asiento cotidiano, aquel que, invisiblemente, tiene mi nombre. Me siento y veo a los mismos pasajeros: el que trae la capucha y asusta, la que no suelta el celular, el que ya se acurrucó…y yo, la del lado de la ventana. El camión hace paradas constantes. Checo mi reloj: comienza la carrera por llegar temprano. El chofer pasa lista con el checador y tarda 5 minutos más. Se pone a platicar y no falta el que grita desde el fondo del camión: “¡ya apúrate!”. Alguien más chifla. Mi pie, tembloroso, es muestra de mi impaciencia. Empiezo a pensar en que perderé el premio de puntualidad del mes. Y no estoy para eso.
El chofer acelera sobre la pista. Espero que no choque o se le ponche una llanta. “¡No traes animales, cabrón!”, un pasajero grita desde el fondo. “¡Si no te gusta, vete en Uber!”, responde el chofer. Yo dormito, pero me despierta el balanceo de la velocidad y, justo cuando comienzo a tener el sueño más profundo, he llegado al paradero del metro Indios Verdes. Descendemos, modorros, y caminamos como zombies.
Llego a la estación. Me formo atrás de todas las mujeres que están al acecho del metro que llegará. Guardamos nuestras pertenencias y, poco a poco, nos vamos empujando hacia adelante. Nos quedamos pendientes, sobre la delgada línea amarilla. Se ha tardado el convoy. Ya sabemos lo que nos espera. Me pisan los pies. Se abren las puertas y las fieras rasguñan: quieren su asiento. Las dejo pasar y vuelvo a buscar mi lugar.
Nos adentramos en donde el tiempo trascurre sobre un efecto lineal pausado: la cueva del camino eterno, desesperante y sofocante. Un tumulto de gente entra y sale metiendo los codos, tocando nuestros cuerpos, presionando. Todo se vuelve incómodo. Es impresionante lo que un retraso puede ocasionar en la rutina. En esta vida cuentan mucho los minutos perdidos.
Avanzamos, pero el metro para diez minutos en una estación. Se hace más tarde. Recorro la misma vía, el idéntico vagón, y escucho la misma voz diciendo: “sí, mira, damita: te vengo ofreciendo…”. Y yo exclamo en mi interior: “¡ojalá me ofrecieras más tiempo!”. En ese momento, un pensamiento abusivo me atormenta y me angustia. Es aquél que dicta: “¿pasaré toda mi vida en este lugar?”. Le contesto: “en una existencia ordinaria, el tiempo se acorta y no da tregua”. Cuatro horas de esta vida se han perdido entre el tránsito, trenes que se queman, suicidios en el metro. Siempre vivimos deprisa porque nunca hay tiempo. Este capataz de las manecillas desencadena el estrés. Si llegamos tarde es una oportunidad menos.
Finalmente, estoy en mi trabajo. Me siento de nuevo. Tecleo, termino, regreso. Al día siguiente, intento despertar otra vez. Me lavo la cara. Me observo y me doy cuenta de que ya no hay vuelta atrás.
- Bibliotecóloga. ↩︎
Nota: la fotografía de la portada fue obtenida del sitio web de Pexels. Los créditos autorales corresponden a Jeffrey Czum [@JeffreyCzum].