Al contrario de lo que dicta el realismo, algunas posturas relativistas sostienen que el tiempo dura lo que tarda su vivencia. Con un cuento breve, una persona nos sensibiliza frente a estas últimas. En el gozo o el placer, el tiempo se hace pequeño…todo lo contrario sucede durante la guerra.
Por: Argos Pérez Gallo 1
Era de noche. No se podía saber si pronto amanecería, pero el cielo se veía despejado. Eso fue capaz de tranquilizar al pequeño que miraba hacia arriba, buscando conectar estrellas para matar algo de tiempo. Alzó su mano, intentando medir la hora con base en la estrella más alta, un pasatiempo que le había enseñado su padre tiempo atrás… aunque de él ya no se acordaba tanto.
Antes no le gustaba mirar al cielo de noche porque, si bien las estrellas son bellas, muchas son impostoras: caen velozmente, no dejan tiempo para huir, queman y matan a los demás, aquellos que no han hecho nada —¿por qué caerían, entonces?—.
Antes no le gustaba mirar al cielo de noche. Corría y se escondía. Contaba, pero sentía como si los segundos más rápidos fuesen los más lentos. Intentaba pensar en algo más allá que no fuese contar, contar y contar, con la expectativa de no ser un número más en una lista interminable. Y en ese vaivén de no saber cuál era la impostora, la belleza del cielo se desvaneció. Ya no había gozo, ni paz, ni un momento fugaz de silencio porque incluso el latir se volvió insoportable.
Antes no le gustaba mirar al cielo de noche, pero su padre sabía que, aun en los momentos más abrumadores, la belleza y la tranquilidad eran los pilares para sostener la dignidad. Una venganza ante las impostoras, una resistencia: ser feliz. Ser feliz en tiempos cuando las impostoras quieren ver a la gente bajo tierra es la mejor venganza de todas. Una venganza que se transmite de los más pequeños a los más grandes, creando un ambiente de resiliencia a través de las generaciones. Por eso, una noche el padre sacó al niño a ver a las estrellas (las verdaderas, las que hacen suspirar y disfrutar el paisaje). Salieron a pensar, a meditar en ese momento que uno puede compartir consigo mismo o con otros para que, al repartir la pesadez, todo se sienta un poco más ligero.
Salieron a perder el miedo.
Gustaba de mirar al cielo de noche, aun cuando sabía que las impostoras podían salir en cualquier momento. No se trataba de ser valiente, se trataba de aferrarse a algo para no ser devorado por el horror. Y si esa era la única manera de sobrevivir, la tomaría.
Gustaba de mirar al cielo de noche, aun cuando sabía que las impostoras se habían llevado a su padre tiempo antes. Ahora estaba solo. Algunos vecinos le acompañaban y la pesadez se repartía de tal forma que, entre las canciones, los bailes, las charlas y las risas, podía ver, de vez en cuando, a su padre en los rostros de los demás. Hacía que el tiempo pasara tan, tan lento, que se volvía muy poquito y, cuando acababa, sólo podía pensar en que quería que se repitiera, en bucle, para nunca olvidar, para nunca volver a tener miedo.
“Sólo un poco más”, pensaba al verlos marcharse: unos, a sus casas; otros, para siempre.
“Sólo un rato más”, pensaba cuando el sol aparecía y el viento y la arena se llevaban el rostro de su padre plasmado en las estrellas que se habían vuelto las únicas confidentes de sus llantos, risas y suspiros.
“Aquí los niños no llegan a ser adultos. Tus momentos aquí van a ser breves”, mencionó una voz detrás de él. Una mano se apoyó en su hombro. Volteó: era un anciano de rostro amable. Su voz sonó a sentencia. Una sentencia de muerte, acompañada de amabilidad y ternura, sólo podía venir de una persona que había llegado a tal edad y que había sido forzada a presenciar el despojo de un pueblo a través de ríos rojos, tierra caliente y almas que no nacen.
Qué gustosa una ternura amarga, que permite al niño llorar mientras alguien lo abraza hasta que duerma, y que le promete una mentira amable para que las estrellas impostoras no le escuchen. “Intenta, intenta, intenta, intenta pensar en algo diferente. Cuenta, cuenta y la muerte no te tomará tan de repente. Mira, tu padre ya está buscándote”.
El niño estiró la mano para ayudar al anciano a sentarse a su lado. Ambos miraron arriba y sintieron algo extraño, pues el sol ya había salido y todavía se podían ver algunas estrellas. Se movían y, por más que gritaban los demás desde lejos, el niño ya había empezado a contar de nuevo, a ver si otra vez el tiempo pasaba lento… tan lento que, de nuevo, fuera poquito.
“Desde el río hasta el mar, Palestina vencerá”.
- Estudiante de arquitectura. ↩︎
Nota: la fotografía de la portada fue obtenida del sitio web de Pexels. Los créditos autorales corresponden al usuario que lleva por nombre “Abd Alrhman Al Darra”.