Pese a la gran popularidad que gozó en vida, Henri Bergson es hoy un filósofo desatendido. Isaiah Berlin y Bertrand Russell lo tildaron de irracional, y su conflicto con Einstein, a propósito del tiempo, terminó por sentenciarlo al olvido. Pero los reveses son a veces venturosos. Quizá su relectura en el siglo XXI nos regrese algo de la sabiduría y la paz que nos arrancó el siglo pasado.
Por: Mariana Urquijo Reguera 1
El tiempo, valga la redundancia, es el gran tema de nuestro tiempo, diría Ortega y Gasset. Pero es en las manos del filósofo francés Henri Bergson, después de la publicación de su primer libro, el Ensayo sobre los datos inmediatos de la conciencia (1888), cuando el tiempo tomó un lugar nuevo en los debates científicos y filosóficos.
En el contexto de una reacción vitalista de la ciencia y la filosofía contra el positivismo, la física mecanicista, la filosofía neokantiana y el historicismo, la creatividad del pensamiento de Bergson, junto con el de Schopenhauer y Nietzsche, agitaron el avispero de manera que ayudaron a replantear los problemas de la filosofía, no con vistas al conocimiento cortado por las anteojeras del racionalismo, sino por una filosofía para la vida. Esta última, que atendía las consecuencias de pensar la vida en general —no sólo la vida humana desde la ética y la política, sino desde su dimensión biológica—, necesitaba conceptos y formas novedosas de plantear, con un marco ampliado, los problemas viejos y cíclicos de la filosofía.
La segunda mitad del siglo XIX disfruta los éxitos de los hábitos del pensamiento, de la lógica y de una inteligencia en pleno auge tecnológico que tuvo tal impacto en las formas de vida que, desde entonces, podemos entender este momento como una concatenación de revoluciones cada vez más frecuentes y disruptivas.
La genialidad de Bergson estriba en haber identificado las claves de ese éxito: el intelecto se mueve en el espacio, utiliza sus dimensiones para organizar abstracciones y se apoya en los principios tanto de identidad como de no contradicción para determinar que “esto es esto, aquí y ahora”, bajo el aspecto desde el que lo observamos. Esta descripción —al parecer, evidente e inofensiva, que permite a la física moverse entre sólidos bien definidos que se deslizan entre los espacios que los delimitan— no sólo posibilita el desarrollo de una física aplicada, sino que es la forma en que se estructura la lógica y, en general, nuestro pensamiento racional. Ahora bien, se pregunta Bergson: ¿qué pasa cuando aplicamos esas mismas dinámicas, estructuras y conceptos para pensar nuestros sentimientos, nuestras emociones, el fluir espontáneo de nuestros mismos pensamientos, la imaginación o los sueños? Su respuesta la construye con análisis concretos y con un estilo lleno de apelaciones al lector para que se examine a sí mismo, al hilo de la lectura. El ámbito de exploración privilegiado para ver los límites de nuestras capacidades de análisis propiamente intelectuales será la vivencia de nuestra vida psíquica, es decir: la conciencia de nuestra conciencia. Tampoco es Bergson el único que cambia la dirección de su mirada, de la física hacia la psicología: en realidad, es el tiempo de la consolidación de la hipnosis (que el propio Henri practicaba), del nacimiento de la psicología experimental de Fechner y Wundt y de la fase embrionaria del psicoanálisis.

¿Cuál es entonces la primera innovación bergsoniana? Si observamos nuestro hilo de conciencia (concepto que comparte con su amigo William James), y nos dejamos llevar por la mera observación de lo que pasa cuando lo dejamos pasar ante nuestra conciencia, se nos muestra un torbellino de imágenes, sensaciones y emociones imbricadas, entrelazadas, simultáneas que vivimos como un todo. Pero si alguien nos interrumpe y nos pregunta “¿en qué estás pensando?”, rápidamente saldremos de nuestro ensimismamiento, cambiaremos de actitud y empezaremos a utilizar nuestras representaciones interiores, como el pizarrón de un profesor que trata de separar la paja del trigo y que ordena, esquematiza, jerarquiza. A partir de entonces, decidiremos qué le vamos a responder al inoportuno interlocutor. Cuando empecemos a contarle eso que estábamos pensando mientras nos observaba, no encontraremos fácilmente las palabras: tendremos que hacer una simplificación, un esquema, cuya forma, por mucho que se acerque a la complejidad interpenetrada y dinámica que percibimos con unos minutos de atención interior, sabremos que cualquier cosa que intente describirla será descolorida, insabora. Resignarse a un esquema decible será una respuesta adecuada para quien pregunta, pero absolutamente inadecuada respecto a lo que vivimos cuando atendemos a la propia interioridad sin querer comunicarla, sin querer juzgarla, sin querer pensarla. Y ¡eureka! Eso que hacemos para compartir nuestra vida interior es intelectualizarla, condición que permite la comunicación verbal y la coordinación social, pero a cambio de objetivar esa vida psíquica, simplificarla y, en término bergsonianos, desnaturalizarla.
Uno podría decir que un poeta no tiene que resignar tanto, pero éste sólo hace lo posible para no perderse en el compartirse. Mientras tanto, el filósofo dará vueltas con sus sinónimos intentando aludir a esa experiencia profunda que penetra intuitivamente, pero que no se deja intelectualizar fácilmente.
¿Qué es lo que observa Bergson? La duración, como el modo de darse de la vida psíquica, no responde a ningún esquema que tenga que ver con cómo pensamos espacialmente: análisis, distinción, definición y esquematismo. La vida psíquica responde a otra forma y a otras reglas: aunque se puede someter en cierto modo al análisis para poder ser comunicado, compartido, es a costa de perder sus cualidades distintivas.
Bergson identifica la forma del tiempo como el despliegue que experimentamos cuando atendemos a nuestra vida interior, que en su movimiento puro avanza recogiéndose como memoria de sí, impredecible, inanticipable, puramente cualitativa. Un movimiento que va hacia adelante cambiando, siempre diferente, nuevo, irrepetible, en las antípodas de la estabilidad que construye el principio de identidad. Se trata de un movimiento que crea el presente y, a la vez, el pasado recogiéndose como memoria total de sus andares.
Según las dimensiones de análisis que el francés irá adoptando a lo largo de sus ensayos, esta forma de vivir el psiquismo propio tomará diferentes nombres, como si fueran sinónimos de la realidad misma que, inaprensible por su complejidad, deja ver en cada ocasión más acentuada una de sus características; o bien, según la perspectiva de análisis que se elija, pondrá en primer plano una u otra cualidad de esa realidad que se le presenta como puro movimiento.
En definitiva, ¿de qué hablamos? Hablamos del tiempo, no como lo que se mide con un reloj, sino la forma en que se despliega nuestra interioridad, con sus diferentes ritmos según dónde dirigimos nuestra atención. No es lo mismo el discurrir del tiempo ante los primeros besos con una persona de la que nos acabamos de enamorar que la percepción de un evento en un día que corremos con prisas por toda la ciudad llegando tarde a cada lugar. Así, Bergson se dirige contra el tiempo del reloj que parece unificar en una dimensión cuantificable algo que, sin embargo, se puede vivir con intensidad y percepciones cualitativamente muy variadas.
De este modo, Bergson inaugura el término de “duración” para huir de la semántica cronométrica. Y esa duración no tendrá un cuerpo que dura: ese movimiento cualitativo no tendrá un móvil que es movido. La duración —en los análisis sucesivos sobre la memoria (1896), la evolución (1907), la física relativista (1922) y la religión y la política (1934)— se consolidará como el significante con que se alude simultáneamente a la libertad, que parece ser común a todo lo existente en su crear incesante, y a la movilidad, que hermana a la materia orgánica con la inorgánica, y que parece mandarnos sin cesar hacia el futuro en un frenesí del que la vida es el mejor ejemplo: un crear y procrear constante, con sus éxitos, sus fracasos, pero basado en la abundancia y la exuberancia.

Y mejor que duración, libertad y movilidad, deberíamos decir moviéndose libremente, ya que la duración no es una sustancia. La duración no es algo que dura. Durar es un verbo, es una acción, cuyo agente es circunstancial. Para Bergson, la materia no es el cuerpo en que reside la vida o que es libre. La materia será sólo la ralentización del movimiento, tan, tan lento, que lo percibimos como estable y corpóreo…pero eso sólo sería una ilusión de nuestra percepción.
De esta manera, Bergson anticipa una base metafísica para la física cuántica futura que todavía no estaba ni en pañales, donde materia y energía ya no son conceptos complementarios, sino comportamiento, según la perspectiva y la forma de mirarlo.
El modo en que vivimos nuestro psiquismo, el modo en que observamos la progresión de la vida, el movimiento de la materia/energía resultan análogos, todos ellos comparten los modos de la duración antes de que pasen por el filtro de la inteligencia. De la observación de la vida interior, Bergson descubre otra forma de entender la realidad, pensar en duración o intuir que es diferente de la función, más acotada, del intelecto y el lenguaje que conforman el pensar en el espacio.
En el fondo de esa forma de presentársenos el psiquismo, extrapola los modos hasta hacerlos ontológicos, siendo la actividad psíquica el nuevo modelo de inteligencia para pensar la realidad toda, donde la única diferencia entre una ameba, una planta y un animal como nosotros, en última instancia, será que los humanos podemos llegar a ser conscientes de la dinámica que subyace a la realidad en tanto que movimiento que crea en su ir hacia delante.
Nuestro “privilegio” zoológico no sería la inteligencia, ni el lenguaje ni el desarrollo cerebral. Nuestro privilegio reside en que somos los únicos seres —hasta nuevo aviso— que somos conscientes de eso que somos y que es la realidad misma: la duración. Esta condición no quiere decir que seamos conscientes de todo en el sentido que, por ejemplo, el psicoanálisis le da a la conciencia versus el inconsciente o el preconsciente. Se trata, en cambio, del último sinónimo que Bergson pone sobre la mesa: la duración como conciencia, siendo la realidad ese impulso al cambio, ese cambiar que, cambiando, crea en absoluta libertad. Los humanos, además de vivir este modo de la realidad, somos a la vez conscientes de ello. Esa simultaneidad no parece posible en otros seres vivos, como los animales y los vegetales, aunque para ellos Bergson reserva, respectivamente, las concepciones de conciencia embotada y anulada.
Así que somos durando, creadores, memoriosos, libres y conscientes. Nosotros, al igual que el resto de lo que es. Y, sin embargo, vivimos como de espaldas a esta realidad: resignamos nuestra libertad por comodidad, por utilidad, por adaptarnos a la sociedad. Resignamos atender a nuestro interior porque, o atendemos al mundo exterior e interactuamos con él, o moriremos de hambre o de soledad. Resignaremos compartir la riqueza y complejidad de cómo nos vivimos para mantenernos en las posibilidades comunicativas que nos da el lenguaje, construido a imagen y semejanza del intelecto precisamente para eso: para la supervivencia que requiere de los grupos sociales para tener éxito. Un yo profundo se sacrifica en parte para construir un yo social, bajo riesgo de autodestrucción si no prevalece un equilibrio de la atención al mundo y la atención interior.
Vivir y sobrevivir no son necesariamente sinónimos. Y Bergson, un tecnoptimista que tuvo funciones diplomáticas en la Francia de la primera Guerra Mundial, que recibió el Premio Nobel de literatura en 1927, que fue uno de los filósofos de moda del primer tercio del siglo XX, apunta contra la desatención interior, contra la renuncia al conocimiento de sí mismo que potencia las intuiciones morales y emocionales, contra la abdicación de la propia libertad, la superficialidad, el egoísmo hedonista, contra los sueños de autosuficiencia del que no (re)conoce sus dependencias sociales, culturales y materiales. Esta desatención tiene consecuencias morales que, según Bergson, constituyen un nuevo riesgo para supervivencia de la especie y de la vida en la tierra si predominan los valores materialistas, las visiones del mundo mecanicistas y la inconsciencia de nuestra capacidad creadora y de sus inconmensurables consecuencias… destructoras.
La filosofía de la duración hoy nos sirve para criticar, en otras condiciones técnicas, nuestra relación con la libertad y con el tiempo social, con nuestra vida interior y con nuestra vida social, con nuestra capacidad creadora y nuestra habilidad intelectual. Estas destrezas, después de Bergson, no pueden ser consideradas como dos simples modos de pensar, sino que deben volver a pensarse en el marco de una fuerza única, el élan vital, que es duración, memoria, libertad, creación e intensidad, sin cuyo conocimiento nos mantenemos ajenos a nosotros mismos, alienados del equilibro que debemos crear entre las tendencias interiores y las exteriores para no perdernos en el camino.
Posdatas 1. A vueltas con Bergson
Bergson polemizó, en 1922, con Einstein…nada más y nada menos. Prigogine, 50 años después, además de ganar otro Nobel, tomó el testigo de Bergson para poder empezar a pensar la nueva física cuántica tomando la flecha de tiempo como un factor imposible de evitar. El tiempo no se mueve por los ejes positivo y negativo del eje de coordenadas cartesiano. El tiempo sólo va hacia adelante. Pero el que no (re)coge lo que vive, el que no tiene memoria, pierde la posibilidad de dotar de un sentido a la vida. Así, como memoria y como impulso, el tiempo es el concepto que nos permite articular una vida humana con preguntas existenciales admisibles para la propia vida, con una ontología que es como nosotros, inaugurando algunos fundamentos para una filosofía de la ecología y de los animales.
Posdata 2. Más allá de la realidad: el tiempo como ficción humana.
Carlo Rovelli, responsable del team buclista de los físicos que se oponen a los cuerdistas, nos pone en el límite al plantear que el tiempo no existe como variable física. Bergson estaría de acuerdo. No es la cuarta dimensión que se suma al espacio. Es una realidad fundamental y fundante —el arjé si se quiere— sin la que, al menos desde la conciencia humana, sería vano existir, pensar y escribir estas líneas. Una ficción, una construcción humana, útil, pero construcción. Y ciertamente, Bergson le diría que es la creación misma, de la que nosotros participamos como productos y partes, con nuevos relatos que sólo pueden señalar, aludir, como los poetas presocráticos, a eso que intuimos, pero se nos escapa a ciertas formas de pensamiento. Eso que podemos señalar y entendernos, porque es común a todos y a todo.
- Filósofa y gnoseóloga. ↩︎
Nota: todas las fotografías, incluida la de la portada, fueron obtenidas del sitio web de Pexels. Los créditos autorales corresponden a Vladimir Konoplev [@vlad_film].