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Los caníbales según Lévi-Strauss: Montaigne y el Nuevo Mundo

Por: Rodrigo Salido Moulinié

La antropología se formó a la par de algunos procesos de colonización que, cuando no aceleraba, por lo menos matizaba. Es complejo escapar de la dominación, aún más cuando su estructura está cifrada en términos temporales: quien logra vanagloriarse de los logros que el otro carece —escritura, instituciones, historia— determina las formas de su “adelanto”. Pero, sobre todo, se proyecta al frente quien ha logrado definir la configuración del tiempo.

Por: Rodrigo Salido Moulinié 1

I

Poco antes de las 5:00 p.m. del 9 de abril de 1992, Claude Lévi-Strauss cruzó la puerta de algún salón en la Escuela de Medicina de París con dos libros viejos bajo el brazo: la Historia de un viaje a la tierra de Brasil de Jean de Léry (1578) y los Ensayos de Michel de Montaigne (1580-1595). No sabemos qué fue lo primero que dijo. Los asistentes quizás esperaban que el antropólogo eminente hablara sobre el ocaso del estructuralismo o la caída de la Unión Soviética, pero salieron decepcionados. Por alguna razón, Lévi-Strauss decidió dedicar su tiempo a explorar dos autores del siglo XVI. ¿Por qué Jean de Léry? ¿Por qué Montaigne?

La fecha importa. 1992 marcaba el aniversario del “descubrimiento” de América en 1492 y la muerte de Montaigne cien años después —dos eventos que marcaron profundamente la vida y obra de Lévi-Strauss, uno de los intelectuales franceses más influyentes del siglo XX. Pero el año era poco más que un pretexto para hacer esa conexión. En realidad, ese momento marcó el cierre de un largo recorrido intelectual: un retorno. Regresaba al libro que llevó consigo toda la vida, el libro que ancló su pensamiento y trazó senderos nuevos: los Ensayos de Montaigne. Culminaba algo que empezó en 1937, cuando Lévi-Strauss dictó “Ethnography: A Revolutionary Science” frente a miembros de la Confédération générale de travail de París.2 En esa ponencia, Lévi-Strauss ofreció una definición simple de la etnografía: el estudio de las “poblaciones sin escritura”. En lugar de buscar pistas en trabajos escritos, en palabras prestadas de generación en generación, la antropología se fija en detalles aparentemente pequeños para descifrar historias y culturas: un jarrón, una prenda, las formas de cocinar o de pescar. No suena muy revolucionario, admitía Lévi-Strauss, pero en el fondo sí lo era. Propuso, pues, pensar la etnografía como una ciencia revolucionaria a partir del espejo que se conjura al describir, entender, dominar y representar a los otros —procesos ligados a esfuerzos de expansión territorial, colonialismo, imperialismo.

Los verbos viajar, conquistar, colonizar o “descubrir” implican encuentros que, como espejos, orillan a cuestionar prácticas, tradiciones y formas de hacer las cosas. Inspiran pensar la sociedad de origen críticamente: la base de cualquier actitud revolucionaria. El escepticismo en Grecia surgió, por ejemplo, de las campañas militares de Alejandro Magno para conquistar el subcontinente indio, que “pusieron a la civilización griega frente a frente con culturas que eran completamente distintas a las que se conocían”.3 Pero para Lévi-Strauss el punto de inflexión en la historia intelectual de Occidente, el momento en el que resurgió la actitud crítica que domina hasta hoy, está en Montaigne. La aparición de América en los Ensayos articuló una conexión permanente entre conocimiento etnográfico y la crítica revolucionaria. Montaigne no piensa en los americanos como punto de referencia, como ventana hacia el pasado, o como habitantes de un espacio remoto de poco interés. Los piensa como evidencia de que toda costumbre es arbitraria. Todo podría ser de otra manera, como muestran los caníbales de América: comer, hacer guerra, hablar, creer, morir. Se puede estar más lejos o cerca de la naturaleza, se puede vivir con más o menos cosas. Por extensión: todo puede cambiar.

II

Esa tarde de 1992, Lévi-Strauss regresó a Montaigne para delinear una arquitectura posible de los Ensayos en la que tres capítulos forman un tríptico etnográfico. Del lado izquierdo está el capítulo conocido “De los caníbales” (I, 31), donde Montaigne ensaya y desestabiliza lo que significa decir “salvaje” o “bárbaro”. Del otro lado, Montaigne escribe “De los carruajes” (III, 6) como contraparte para desmenuzar lo que representa usar un carruaje: recursos, desigualdad, poder. Según Lévi-Strauss, estos dos capítulos encuadran un ensayo central donde Montaigne deja de lado los datos etnográficos para esbozar su política: “La costumbre y el no cambiar fácilmente una ley aceptada” (II, 22).

No era una ocurrencia. En sus Ensayos, Montaigne invita a leer estos capítulos juntos al mencionar a “sus caníbales” en el ensayo sobre los carruajes. Pero Lévi-Strauss no usa la comparación para avanzar una interpretación de estos capítulos o para aclarar la postura de Montaigne frente al Nuevo Mundo. No se trata de definir si Montaigne era escéptico o relativista, si toleraba la diferencia cultural o la impulsaba. El tríptico sirve para rastrear las preocupaciones de Montaigne que eran, en la mirada de Lévi-Strauss, profundamente modernas: las fuentes, el instrumento, el método. Preguntarse por la veracidad de relatos y crónicas del Nuevo Mundo despliega una idea de la ciencia —y plantea preguntas que la antropología no resolvía todavía. ¿Cómo saber qué es cierto y qué no? ¿Por qué creer? ¿Debería alguien confiar en los etnógrafos? ¿Qué cualidades se necesitan para ser buena etnógrafa?

“De los caníbales” no empieza, como muchos otros ensayos, con giros en los que Montaigne contrasta textos antiguos, cuenta acontecimientos más recientes y experiencias personales, ensaya su postura de un lado y después del otro. Aquí no está explorando. En “De los caníbales”, Montaigne abre con una anécdota militar para desde el primer párrafo rechazar la definición convencional de “bárbaro”. Montaigne cuenta que

Cuando el rey Pirro pasó a Italia, tras examinar el orden del ejército que los romanos mandaban contra él, dijo: “No sé qué clase de bárbaros son” (pues los griegos llamaban así a todas las naciones extranjeras), “pero la disposición del ejército que veo en absoluto es bárbara”.4

Más que una interrupción inocente, los paréntesis encierran un quiebre fundamental en la historia intelectual de Occidente y el argumento central del ensayo: llamamos “bárbaro” a todo lo que desconocemos. Se usa la misma palabra para nombrar la diferencia cultural y para reducirla. Son bárbaros porque no son de aquí, pero no lo son tanto porque saben formarse.

En el segundo párrafo, Montaigne introduce una experiencia reciente: “He tenido a mi lado, durante mucho tiempo, a un hombre que permaneció diez o doce años en ese otro mundo que ha sido descubierto en nuestro siglo, en el lugar donde Villegagnon desembarcó, llamado por él la Francia Antártica”. Más abajo describe con detalle a su informante:

El hombre que tenía conmigo era simple y burdo, lo cual es una condición apropiada para dar testimonio verídico. La gente refinada, en efecto observa con mayor curiosidad, y más cosas, pero las comenta; y, para realzar su interpretación y hacerla persuasiva, no puede evitar alterar un poco la historia. Jamás nos presentan las cosas simplemente, las decantan y enmascaran según el aspecto que les han visto; y, para dar crédito a su juicio y atraernos a él, añaden gustosamente a la materia por ese lado, la alargan y amplifican. Se requiere o un hombre muy fiel o uno tan simple que sea incapaz de forjar y volver verosímiles falsas invenciones; y que no haya abrazado nada. El mío era así.

Montaigne esboza lo que espera de un informante: tiempo en el campo, conocimiento de primera mano. Al mismo tiempo está atacando a un fraile llamado André Thevet, que acompañó a Villegagnon a Brasil en 1555 y escribió un libro, Las singularidades de la Francia Antártica (1558). Al parecer, Thevet no dudaba en distorsionar la realidad para vender libros y perfilarse como cosmógrafo de América. Tenía un pleito con otro viajero que estuvo en Brasil, Jean de Léry, que dedica una parte de su libro, Historia de un viaje a la tierra de Brasil, a decir que Thevet era poco más que un farsante. Todo esto importa para responder: ¿cómo saber qué es un auténtico “salvaje”? Las crónicas de viajeros y misioneros implican contacto, encuentros, distorsiones. Para describir se necesita esa distancia, por lo que toda descripción supone una mediación. Como apunta Lévi-Strauss, Montaigne anticipa los debates metodológicos del siglo XX al preguntarse por las fuentes desde el inicio. Sugiere un método y una actitud: descripción densa, objetiva y desinteresada de la realidad empírica. Como en cualquier ciencia, el instrumento debe ser confiable e inmediato; en este caso, una persona que no se quiera pasar de lista. Suena moderno porque lo es.

Lévi-Strauss centra el resto de su ponencia de 1992 en este pleito entre Thevet y Léry. Más allá de ser una anécdota interesante, la importancia del asunto está en el tipo de argumentos que se hicieron: “Sólo estuvo unos meses”, decía uno; “No es cierto, estuve más de eso y regresé”, contestaba el otro. Desde entonces, la autoridad etnográfica estaba en juego y configuraba el alcance de sus hallazgos y consecuencias.

Este descubrimiento de un país infinito parece ser muy importante. No sé si puedo estar seguro de que no se descubra otro en el futuro, habida cuenta de que tantos personajes más grandes que nosotros han errado en esta materia. Temo que nuestros ojos sean más grandes que nuestra tripa, y que seamos más curiosos que capaces. Todo lo abarcamos, pero no apretamos sino viento.

Villegagnon era un viajero francés que en 1555 quedó en quiebra en Brasil (una colonia francesa en ese tiempo). Por los años, podemos pensar que Montaigne había hablado con alguien que regresó de América, del lugar donde Villegagnon desembarcó: lo que hoy conocemos como Río de Janeiro. La polémica orilla a Montaigne a pensar sobre la barbarie que observaba o se rumoraba en las Guerras de Religión en Francia: desmembrar, comer y entregar partes de seres vivos a perros o cerdos, prácticas que superaban la supuesta barbarie de cocer y devorar carne humana. Montaigne se convierte, pues, en caníbal: asume la mirada del otro y enarbola una crítica. Más allá de si se practicaba el canibalismo en algún momento y lugar, la política de la etnografía está en ver quién puede llamar caníbal al otro.

Montaigne termina su capítulo reforzando su relativismo y colapsando las distancias geográfica y temporal con los americanos: “Ahora bien, me parece, para volver a mi asunto, que nada hay en esta nación que sea bárbaro y salvaje, por lo que me han contado, sino que cada cual llama ‘barbarie’ a aquello a lo que no está acostumbrado”.

III

América está presente desde la primera página de los Ensayos. Montaigne advierte que escribe para que “me vean en mi manera de ser simple, natural y común, sin estudio ni artificio. Porque me pinto a mí mismo”. El proyecto de los Ensayos se propone revelar sus defectos, obsesiones, imperfecciones y forma de ser. Y tiene una idea de cómo se ve una persona sin filtros culturales: “De haber estado entre aquellas naciones que, según dicen, todavía viven bajo la dulce libertad de las primeras leyes de la naturaleza, te aseguro que me hubiera gustado muchísimo pintarme del todo entero y del todo desnudo”.5 Los caníbales aparecen en América como Montaigne quisiera retratarse en los Ensayos: desnudos, sin adornos, en su estado natural. Fuera del tiempo, fuera del mundo civilizado que lo produjo. La desnudez en América proyecta dos distancias en los Ensayos: espacial y temporal. No sólo se trata de naciones lejanas, sino de iteraciones tempranas de la historia de Occidente. Los grupos viviendo desnudos cerca de la naturaleza forman una ventana para asomarse al pasado de Europa. Viajar a América era más que cruzar un océano: es un viaje en el tiempo.

El “descubrimiento” de América tardó en provocar los cambios intelectuales y políticos que representaba. Al principio era el hallazgo, uno más entre otros, de una masa de tierra incógnita. Pero Montaigne vio algo más: vislumbró un quiebre, un abismo de agua que poco a poco se convirtió en espejo. También un refuerzo: la existencia de una parte de la humanidad fuera de la civilización europea redobló ideas de tiempo e historia, naturaleza y cultura. Había un mundo allá afuera en el que las personas no vivían como en Europa —no tenían ropa ni pólvora, pero había guerra y honor. Estaban, según los reportes de viajeros y misioneros, más cerca de la naturaleza.

Pero Montaigne apunta el acontecimiento como algo importante: lo consume, devora lo que puede aprender sobre el Nuevo Mundo, configura su noción de autorretrato. Entre las anécdotas, reflexiones, digresiones y callejones sin salida de los Ensayos, se encuentra una idea de la ciencia. Un método para buscarse uno mismo, para entender el comportamiento humano y para representar la realidad. El núcleo de los Ensayos —un esfuerzo de conocerse a uno mismo y de empatía— tiene el efecto de acercarnos a Montaigne: de imaginarlo como amigo, como confidente, como espejo. En su búsqueda por la esencia humana, detonada por la noción de que hay otros mundos donde se vive más cerca del estado natural que él buscaba, alcanza algo que podemos ver en nosotros: él se pintó desnudo en su libro y nosotros nos encontramos en su libro. Como proyecto de representación y objeto literario, el orden de los capítulos produce sentido. El lugar de cada ensayo dice algo sobre su contenido, el orden significa. En su ponencia, Lévi-Strauss despliega una doble geografía de los Ensayos. Por un lado, la expansión del mapa mundial. El Nuevo Mundo colapsa arte, política, y el proyecto de autorretrato de Montaigne; se encuentra a sí mismo en ese viaje estacionario que hace del otro lado del Atlántico. Por otro, el libro como mapa. La distancia entre capítulos, el orden interno y los lugares que evocan con palabras cargan el libro con nuevos significados.

Como buena parte de la antropología del siglo XX, Lévi-Strauss vivió la paradoja de sentirse progresista en casa y conservador en el campo. Desde sus inicios, el espejo etnográfico reveló los problemas de Occidente y marcó una ruta de cambio. La etnografía era, pues, una práctica revolucionaria que buscaba transformar la sociedad en un modelo más justo, igualitario, humano. La presencia de grupos más cerca de un estado natural evidenciaba la corrupción de la cultura. Se puede vivir con menos recursos, más honor. Pero por eso el campo se debe conservar. Modernizarse es corromperse. También es inevitable. El turismo, la expansión imperial, la difusión de prácticas y procesos industriales, todo abonaba a la disolución gradual de esas otras sociedades. El anhelo etnográfico se vuelve, así, detener el tiempo: que sus caníbales permanezcan. Más que una ciencia de la creatividad humana, la antropología se construyó como una ciencia de la desaparición. Se dedicó a documentar tradiciones, costumbres y mitos condenados a desaparecer, y a trazar sus supuestas distorsiones.6 Era, como la fotografía, un intento de congelar el tiempo.

La paradoja del trabajo etnográfico reside, pues, en su proyección temporal. Como muestra Johannes Fabian, la tensión entre las condiciones que permiten hacer trabajo etnográfico y escribirlo supone una filosofía de la historia. Por un lado, el conocimiento antropológico se produce mediante el trabajo de campo, la interacción simultánea entre etnógrafos e informantes. Por otro, la representación etnográfica implica una separación geográfica, cultural y temporal entre la observadora y los “otros”. Se trata de observar y documentar prácticas y creencias de pueblos fuera de la historia, de la escritura. La etnografía se construyó, pues, como viajar en el tiempo.7

El tiempo es el eje sobre el que se produce la asimetría política. La dicotomía de lo civilizado y lo salvaje determina el guion y los papeles a desempeñar. Lo salvaje es el pasado y el objeto, mientras que lo civilizado es el presente y el sujeto. La civilización actúa, se impone y descubre lo salvaje que espera inmóvil. Más que una política de expansión, los procesos de colonización reflejan una estructura moral y temporal dada de antemano.8 Así, la antropología surge como un despliegue del proyecto imperial europeo desde el siglo XVI hasta el siglo XX. Es el movimiento de personas, mercancías, animales, plantas, y la obvia intención de dominar para explotar las riquezas de una parte del mundo lo que produce las primeras etnografías. Para conquistar a un pueblo hay que saber cómo funciona la autoridad, en qué creen, qué comen y a qué hora duermen, qué causa honor y qué causa vergüenza.

IV

Febrero, 1935: Claude Lévi-Strauss se encontró a bordo del Mendoza cruzando el Atlántico con su esposa, Dina Dreyfus, y dos libros bajo el brazo. Era la primera vez que salía de Europa. Tal vez pensó en Thevet y en Léry: había llegado su tiempo. “Brasil fue la experiencia más importante de mi vida,” dijo en una entrevista en 2005, “no sólo por su lejanía, el contraste, pero también porque determinó mi carrera”.9 Se refería a sus tres años como profesor de sociología en la Universidade de São Paulo (USP) y a los encuentros intelectuales, expediciones etnográficas y proyectos institucionales que lo forjaron.

Más de veinte jóvenes profesores franceses, de los que saldrían intelectuales destacados años después, hicieron el mismo viaje para hacer de São Paulo la capital de la educación brasileña, el centro de su futuro, y un punto de influencia cultural e intelectual francesa. El colapso económico de 1929 y el golpe de Getulio Vargas en 1930, que los paulistas vieron como un ataque directo a su candidato presidencial, pusieron la imagen de São Paulo y a su clase media en una situación difícil. Después de la derrota tras un corto pero significativo conflicto civil en 1932, la élite paulista buscó reafirmar lo que significaba ser de São Paulo y asegurar su preeminencia: un proyecto educativo e intelectual de talla mundial.10 Como escribió Thomas Skidmore, “São Paulo conquistaría Brasil con cerebro y no por la fuerza”.11

La idea de traer profesores franceses para poblar la Universidade de São Paulo surgió poco después de su creación. Armando Salles de Oliviera —el gobernador interino que firmó el decreto para fundar la Universidade— dejó claro de dónde se inspiró para diseñar la institución: “Frente a la crisis sin precedentes que está sacudiendo al mundo, Francia ha conseguido mantenerse firme, fiel a su ideal democrático. Francia piensa por el mundo”.12 Los franceses con gusto atendieron el llamado y encargaron a George Dumas, profesor de psiquiatría en la Sorbonne, que reclutara a un grupo de jóvenes promesa para emprender su carrera del otro lado del océano. Algunas figuras destacadas del siglo xx aceptaron la invitación y empezaron caminos que marcaron la historia de las ciencias sociales: Paul Arbousse-Bastide, Roger Bastid, Jacques Lambert, Pierre Monbeig, Charles Morazé, Fernand Braudel y Claude Lévi-Strauss.

Para Lévi-Strauss, Brasil significaba aventura, renacimiento y éxito profesional. Después de estudiar filosofía y leyes, sintiéndose inseguro de perseguir alguna de las dos, recibió una llamada preguntando si le interesaría hacer y enseñar etnografía. Lévi-Strauss nunca había tomado un curso de etnografía pero anhelaba conocer el mundo y hacer trabajo de campo. Célestin Bouglé, el funcionario de educación que le ofreció el trabajo, trató de convencerlo: “Las afueras de la ciudad están llenas de indios y puede pasar sus fines de semana estudiándolos”. Pero no había nada más que decir: ya había aceptado la oferta. Al día siguiente zarpó a un país del que no sabía casi nada.13

V

El fantasma del trabajo de campo sigue siendo el rito de pasaje central para convertirse en antropóloga. La joven estudiante pasa unos años lejos de casa, en el campo. Llega, toma notas bajo un árbol, negocia con informantes, transcribe entrevistas, y regresa como algo nuevo: una profesional, una etnógrafa, incluso una persona distinta. La experiencia solitaria en el campo, las dificultades que impone y el conocimiento que se obtiene a cambio, todo abona a construir la autoridad etnográfica —especialmente cómo se narra.14 Para Lévi-Strauss, la publicación de Tristes Tropiques en 1955 reflejó y reforzó ese mito. Muestra al viajero incómodo pero disciplinado que se convierte en etnógrafo mediante las aventuras y desventuras en el campo: “Odio los viajes y los exploradores”, abre la primera línea del libro que documenta la experiencia brasileña de Lévi-Strauss y que lo catapultó a la fama, “Y he aquí que me dispongo a relatar mis expediciones”.15 Como el Malinowski que aparece en A Diary in the Strict Sense of the Term, Lévi-Strauss se revela como explorador involuntario y escritor formidable: un hombre que sufre las dificultades del campo pero aún puede escribir un libro sobre ellas, porque es un científico. Su tiempo en Brasil y el libro que escribió lo hicieron famoso.

Pero, como Lévi-Strauss insistía, los mitos ocultan tanto como lo que revelan —y la recepción de Tristes Tropiques hizo un mito del cazador de mitos. Sus años en Brasil fueron más que una experiencia personal transformadora: fueron parte de una serie de encuentros intelectuales que formaron su pensamiento y, por extensión, la historia de las ciencias sociales en el siglo XX. Ofrecen ventanas para explorar los cruces entre modernismo, fotografía, etnografía, el uso de la antropología al servicio del Estado. Lévi-Strauss imaginó en Brasil un laboratorio tropical gigante para el estudio y enseñanza de la antropología: diferencia racial, mitologías comparadas, folclor, migración, etnografía. Mandó a sus estudiantes a hacer estudios empíricos de su ciudad, São Paulo, sus calles, historias familiares, distribución e historia. Empezó a seguir su interés por el arte, las vanguardias, el cubismo y sus interacciones con el conocimiento antropológico mediante el estudio de “arte primitivo”.16 En 1935, publicó “O Cubismo e a Vida Cotidiana” en la Revista do Arquivo Municipal, donde empezó a trazar las relaciones entre arte, antropología y significado, y esbozó la idea de “representación estructural”.17 En lugar de un estudio a profundidad de un solo lugar o grupo, Lévi-Strauss empezó a trabajar con grupos dispersos en el interior de Brasil, recolectando información, artefactos, tomando medidas antropométricas y fotos con su Leica. Todas las semillas de su trabajo estaban en su experiencia brasileña, y por vez primera sintió su otredad: “No hay perspectiva más emocionante para el etnógrafo que la de ser el primer blanco que entra a una comunidad indígena”, recordaba en Tristes Tropiques.

Así, pues, yo reviviría la experiencia de los antiguos viajeros y, a través de ella, ese momento crucial del pensamiento moderno en que, gracias a los grandes descubrimientos, una humanidad que se creía completa y acabada recibió de golpe, como una contrarrevelación, el anuncio de que no estaba sola, de que constituía una pieza en un conjunto más vasto, y de que para conocerse debía contemplar antes su irreconocible imagen en ese espejo desde el cual una parcela olvidada por los siglos iba a lanzar, para mí solo, su primero y último reflejo.18

Lévi-Strauss cruzó el Atlántico en los zapatos de Jean de Léry: él sería el observador simple y burdo que buscaba Montaigne. Era miembro de un mundo que, para conocerse, tenía que contemplar su reflejo en el espejo de América. Pero también es Montaigne: él sería el pensador revolucionario que construye el espejo, descifra su contorno, interpreta lo que significa. Y aprende de Montaigne que no está viajando al pasado. Llevar consigo a Montaigne le permite rechazar la proyección lineal de la historia. Dejar de lado la filosofía hegeliana para decir que historia y antropología son distintas, pero están hechas de la misma cosa. Una usa la distancia geográfica para producir conocimiento, la otra usa la distancia en el tiempo. “El etnólogo respeta la historia”, escribió Lévi-Strauss en El pensamiento salvaje, “pero no le concede un valor privilegiado. La concibe como una búsqueda complementaria de la suya: la una despliega el abanico de las sociedades humanas en el tiempo, la otra en el espacio”.18 Son disciplinas distintas, pero ambas estudian mitos, variaciones, narrativas que revelan las estructuras de pensamiento que rigen la mente humana. Esos mitos, diría Lévi-Strauss, proyectan los valores culturales de las sociedades que los enuncian y reproducen. La ilusión de que hay continuidades históricas —el ascenso y caída de imperios y repúblicas, los cambios demográficos, la irrupción de nuevas tecnologías— sólo se puede sostener como parte de un mito.

Articular dos temporalidades en el mismo plano produce un esquema de asimetría política y cultural: desarrollo, mundialización, modernidad. El tiempo sirve como instrumento colonial. El sujeto occidental, que tiene historia y puede ubicarse en el ahora, observa con detenimiento al caníbal sin historia, atemporal, que se incorporará a la Historia como visión del pasado. La visión etnográfica que Lévi-Strauss retoma de Montaigne no rompe con ese esquema, pero lo pone en duda: la historia es, en realidad, poco más que un mito fundacional, una narrativa que estructura y proyecta valores culturales. Más que un punto de llegada, es un punto de partida para empezar a hacer inteligible la complejidad de las comunidades humanas. “Como se dice de algunas carreras,” escribió Lévi-Strauss, “la historia lleva a todo, pero a condición de salir de ella”.19


  1. Historiador y fotógrafo. ↩︎
  2. Las dos conferencias se publicaron como Claude Lévi-Strauss, From Montaigne to Montaigne, ed. Emmanuel Désveaux, Mineápolis, University of Minnesota Press, 2019. ↩︎
  3. Ibid., p. 24. ↩︎
  4. “Of Cannibals”, en The Complete Essays of Montaigne, trad. Donald Frame, Stanford, Stanford University Press, 1965, p. 151s. ↩︎
  5. “To the reader”, en The Complete Essays of Montaigne, trad. Donald Frame, Stanford, Stanford University Press, 1965, p. 2. ↩︎
  6. Johannes Fabian, “Culture, Time, and the Object of Anthropology,” en su libro Time and the Work of Anthropology: Critical Essays 1971-1991, Routledge, Londres y Nueva York, 1991, p. 193. ↩︎
  7. Johannes Fabian, Time and the Other: How Anthropology Makes its Object, Nueva York, Columbia University Press, 1983. ↩︎
  8. Michèle Duchet, Anthropologie et histoire au siècle des Lumières, París, Albin Michel, 1995, p. 17. ↩︎
  9. Véronique Mortaigne, “Claude Lévi-Strauss, grand témoin de l’Année du Brésil,” Le Monde, Febrero 22, 2005. ↩︎
  10. Barbara Weinstein, “The Middle Class in Arms: Fighting of São Paulo,” en su libro The Color of Modernity: São Paulo and the Making of Race and Nation in Brazil, Durham, Duke University Press, 2015. ↩︎
  11. Thomas E. Skidmore, “Levi-Strauss, Braudel and Brazil: A Case of Mutual Influence,” Bulletin of Latin American Research 22 (3), 2003, p. 342. ↩︎
  12. E. Paris, “L’époque brésilien de Fernand Braudel,” Storia della Storiografia 30 (1996), p. 48, cit. por T. Skidmore, “Levi-Strauss, Braudel and Brazil,” p. 342. ↩︎
  13. Patrick Wilcken, Claude Lévi-Strauss: The Father of Modern Anthropology, Nueva York, Penguin Books, 2020, p. 42; T. Skidmore, “Levi-Strauss, Braudel and Brazil,” p. 343. ↩︎
  14. Nigel Barley, El antropólogo inocente. Notas desde una choza de barro, Barcelona, Anagrama, 2004, pp. 17-24; Akhil Gupta y James Ferguson, “Discipline and Practice: ‘The Field’ as Site, Method, and Location in Anthropology”, en su libro Anthropological Locations: Boundaries and Grounds of a Field Science, Berkeley, University of California Press, 1997, pp. 116-118. ↩︎
  15. Claude Lévi-Strauss, Tristes Tropiques, Nueva York, Penguin Books, 1992, p. 17. ↩︎
  16. Fernanda Peixoto, “Lévi-Strauss no Brasil: a formação do etnólogo,” Mana 4 (1), 1998, p. 85; Patrick Wilcken, Claude Lévi-Strauss, p. 55; T. Skidmore, “Levi-Strauss, Braudel and Brazil,” p. 348. ↩︎
  17. Boris Wiseman, “The anthropologist as art critic,” in his book Lévi-Strauss, Anthropology and Aesthetics, Cambridge, Cambridge University Press, 2007. ↩︎
  18. Lévi-Strauss, Tristes Tropiques, p. 346. ↩︎
  19. Claude Lévi-Strauss, El pensamiento salvaje, México, Fondo de Cultura Económica, 1997, p. 371. ↩︎
  20. Ibid., p. 380. ↩︎

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