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George Bataille: Lo imposible

Por: Alejandro García Malpica

En su libro Lo imposible, George Bataille alude al erotismo como un fenómeno que sintetiza, entre otros elementos, lo sagrado, el dolor, la transgresión y el éxtasis. Con una ficción teórica, el autor sugiere que lo imposible es el límite donde lo humano se disuelve en la nada: donde la risa y el grito de horror producen el mismo resultado.

Por: Alejandro García Malpica 1

Georges Bataille: Lo imposible. Aire húmedo convertido en agua, en gotas rancias y cobrizas, desprendidas por la asfixia de las paredes cavernosas, donde aúllan los pájaros ciegos que lo saben todo, donde se escuchan gritos insólitos de desgarramientos, donde se vomita y se acumula con el tiempo una atmósfera relente, pantanosa, inamovible, en cuya desnudez no crece nada, a pesar de ser materia y simiente del misterio de la vida. Cielo afilado con las lágrimas estruendosas de la tierra, cortante por el llanto de los ríos, aun cuando, abrigadas de las margas aislantes, se petrifican en puñales calcáreos que se hacen los sordos ante el silencio y que sólo responden al suspiro del paseante. Túnel de anillos formado por las sinuosidades de la bóveda áspera, por las circunvoluciones jadeantes de la carne rosa, esa piel interior que, al erotizarla, a veces sangra, se magenta, se violácea y se irrita por las sacudidas de sus movimientos obscenos, a veces manchada de placer por el oleaje de excrementos petrificados en espeleotemas. Piel lujuriosa banderoleada, cubierta de efélides y pisolitas, hendida, inflamada por la abrasión, la insaciabilidad de los bálanos, cinceles y vergas causantes de su vulvodinia grabada sobre las paredes de caliza. Piel rediviva a los labios, humectada de fluido pre-eyaculatorio, de mierda, de squirt, de mucosidad, de esperma olímpica lanzada en torrentes a diez metros de distancia, que trasuda el terreno tornándolo en vertientes resbaladizas. Piel que, refugiándose en sí misma, mantiene el goce, frotis de la compulsión repetitiva infractora de los interdictos, ya sean laicos o religiosos, su camino hacia la muerte, a lo sagrado pleno de prohibiciones, mysterium tremendum et fascinans, remedando las grutas que la hacen confundirse con la noche anal refractaria al sol y la vespertina vaginal con sus rayos rosáceos.

Y es así como lo imposible yace oculto en la penumbra inmensa, de difícil acceso, lábil a la representación, derramado secretamente en el fondo del pozo inexplicable. Y es así como Bataille varias veces reptó sobre la oscuridad de esas paredes peligrosas en busca de su experiencia interior, próxima y diferente, a la experiencia mística en lo que tiene de rapto, éxtasis, elevación, ascesis o entrenamiento. La experiencia interior no la entendía como una resistencia a su naturaleza encarnada ni el anhelo por excluirse de los acaecimientos del existir y hacer el ruego para estar en el amplexo del divino esposo. No requería de abstinencias luengas, métodos ascéticos, disciplinas, confinamiento, continencia sexual y pobreza. Tampoco necesitaba participar en la conducción del espíritu de una sociedad despreciable, cotidiana y profana (en pocas palabras: desdorada). A diferencia de la experiencia mística trascendental, subordinada a una sumisión dogmática, la experiencia interior precisaba de métodos abiertos a la efusión erótica, la ebriedad, el derrame poético “sucio”, la risa y la pasión del sacrificio. El desorden era su método, ausencia equiparable a su vida. La experiencia interior de Bataille es inmanente y absoluta, sin previa preparación o esfuerzo: una negatividad desempleada, ya que se realiza en su misma acción solitaria y despojada, sin principio ni fin, sin memoria ni destino, sin salida más allá de lo discursivo para vivir la evacuación de lo conceptual.

Al comienzo anduvo solo, colmado de vacíos, espacios sin límites para transitar por lo imposible y lo sagrado, ausencias plenarias de entresijos. Se desplazaba con movimientos erráticos, personalizando el Caos. Naufragaba en su propia decadencia de muchacho atraído por las bibliotecas y los altares lenocínicos, consumiendo brutalmente los libros de Nietzsche y Sade, devorándose en los excesos alcohólicos, en cuyas embriagueces se volvía loco, festivo y libertino. Con ello se olvidaba de su existir, su estar ahí determinado por las prohibiciones, el absurdo de existir para morir. Se emborrachaba para no afectarse ante la conciencia de la muerte sorprendente y aleatoria. La ebriedad aliviaba la preocupación, pero, aun así, la beodez no lograba alcanzar el éxtasis imprescindible para aclararse lo imposible: le faltaba la exorbitante intensidad para atrapar la experiencia que le arrojaría hacia el extremo más lejos de lo que un hombre puede arrancarse de sí: carecía de la emoción vívida capaz de acarrearle al punto límite en que la insensatez es considerada tan lúcida como el impecable acto de la automutilación. Le era preciso recibir el mandato, la irradiación incandescente del sol, una fuerza análoga plasmada en girasoles, el paisaje ictérico de cielo xantínico que constriñó a Vincent Van Gogh a cercenarse la oreja por amor, equivalente, asimismo, a la auto-mutilación sacrificial del tapicero y pintor Gaston F., quien, mirando fijamente al sol, fue impelido por el astro a arrancarse su dedo índice izquierdo por medio de su propia mordida.

A Bataille le era indispensable tener la experiencia sacrificial, la aspiración vacía, consumir y quemar el deseo mismo, sufrimiento abismal donde es posible fundirse con la muerte, para así llegar a las fronteras del sí mismo, exceder el estar ahí, la existencia, y poder adentrarse en la parte insondable del espacio dramático del sujeto, ubicado más allá de la apariencia de sus relaciones violentas y fingidas con el mundo. Afín al ahogado, siente la pérdida de sí. Se siente tragado por lo real. Su yo oscila entre el yo y nosotros. El vacío de su ser-ahí abre el espacio de su deseo en una ausencia de límites. Le desborda, le libera de sí mismo. Pero debía hundirse en esa zona trágica del espacio dramático de la mismidad, la vivencia angustiosa que le compele a distanciarse del saber, desertar el discurso del ser, desechar lo conceptual y la conciencia de sí, ex praecognitis et praeconcessis, nada de lo que se sabe y se revalida, sino anonadarse, sentir el vacío otorgado por el no-saber, disolverse en la nada del horror ontológico, el rapto místico alejado de lo explicable, separado del consentimiento de lo dado garantizado por el conocimiento, la ilustración y el acomodo a las ideas recibidas. Vencimiento del ipse, despojo del individuo, su rebajamiento sin pretensión de remisión trascendental, sin aprobación, sin respuesta de ninguna deidad, sin espera de nada, sólo gasto y realización en el sacrificio y el suplicio, experiencia del sentido del no-sentido, su inversión en el no-sentido del sentido, desatar la renuncia existencial de querer serlo todo. Exigía la abdicación al sistema porque el todo se intrinca y sus fronteras están disueltas. Quería un imperio sin compartir, inefable pero visible, desconocido. Quería excederse hasta perder el sentido, despeñarse en lo posible de lo imposible, lo ilimitado de la transgresión; suspenderse en un vacío irrealizado, donde no se habla, no se comunica, sino se implora renunciar al deseo de ser un dios y rechazar todo tipo de salvación —porque la experiencia interior que Bataille prefiguraba no pretendía jugar a la salvación, sino jugaba a perder, a la dilapidación: perderse en el enigma sorprendente de una profundidad imposible que, para merecerla, requería desistir de los planes, apartarse de los programas futuros y trazarse el proyecto de no tener proyectos en la vida, aunque el ansia de conservar ese arrobamiento místico le produjera una desesperada contradicción en sus anhelos—. Le era esencial, en todo caso, suprimir el tiempo. Debía tratar de no aplazar más su vida. Bataille exigía vivir locamente el instante. Sin dilación, reclamaba la duración desenfrenada del momento, nada del porvenir, nada del pasado, ningún referente, negación de la historia, del transcurrir lineal: consumo de las fuerzas del instante. Precisaba congelar el éxtasis por medio de la exacerbación intensa del arrebato, el rebosamiento erótico, aliviadero del ser, la salida de sí, pero sin ser un objeto, o la posibilidad de un conocimiento, devenir en lo impensable sin sucesiones isocrónicas (como las de los relojes), sino el fluir del tiempo en su duración interior, fracciones de eternidad, el límite de las lágrimas. Perseveraba conseguir la condena divina de ser un estallido de náuseas, de constituirse en un pedazo de vértigo, de desdoblarse en un puñado de risas y sollozos, de gritos, hasta tornarse en un universo constelado de erotismo y muerte, universo que lo pedía conminado por el sacrificio y el horror de vivir su experiencia como un acto sufrido, culpable y maldito que, en último término, si fuese posible, se atrevería a pagarla con la demencia y el suicidio: disolución de la expiación.

Para conseguir ese estado de emoción fue ineludible la compañía de la angustia, el vértigo de lo posible experimentado cuando uno se ve forzado a tomar la decisión que dinamiza toda la existencia, hasta el punto de hacerle sentir la nada, el hipogeo, el recorrido de las galerías de las criptas, el paso de la vida a la muerte. Sí, le fue imperiosa la angustia, la desnudez, el no-saber ilimitado e indeterminado que le reivindicó su condición de soberano, libre de ataduras, desnudo, ignorante, indiferente a la muerte, más allá de los preceptos garantes de la vida (es decir, el reino del fracaso y el desgarramiento). La soberanía discrepa de la individualidad y del cierre del sujeto. Su salida, el efugio al infinito de los posibles, derrama la intimidad que halla su vacío y se topa con la risa, llevándolo hacia fuera de él mismo hacia… nada, no al silencio, sino al reír. La soberanía se travesea como la evanescente racha de juego fulminante. Allí no hay pensamiento que la explique, sino angustia y risa, y ese instante le excita a la experiencia interior que lo emplaza en jugar hasta la muerte (como si fuese la mirada de Orfeo cuando contempla a Eurídice al descender a los infiernos para salvarla con su canto), pero desaparece. La pierde en esa noche que quería remediar y prender lo inalcanzable. La pierde en su gasto y sacrificio, y nace la hilaridad.

Se armó con la desesperación, impulso sin anticipación del advenir, y la glorificó como si fuera una delicia, pues se esforzaba en convertir la angustia en un deleite. Bataille prefería andar de esa manera, ya que no tenía a quién recurrir. No poseía un dios que lo protegiera, porque Dios había muerto y, con Él, habían caído en el pozo todos los dioses. También había fallecido su asesino humano. Su deleite no significaba que, por la muerte de Dios, su accionar le concedería una licencia desmedida de hedonismo y comportamiento desenfrenado, como se deduciría de la expresión de Iván Karamasov al decir “todo está permitido”. Bataille vivía la ausencia de Dios, la vivía como un desgarramiento: le volvía desnudo, le empujaba hacia la “voluntad de la suerte”, la soberanía del juego, para enfrentarse a la muerte a través del erotismo y, así, encarar a la caída, la pérdida, el miedo y el otro. La ausencia de Dios le hacía apostar la afirmación de la afirmación y reduplicaba el amor fati, la voluntad de decir ante lo calamitoso y fortuito de la existencia.

Debía, para lograr su éxtasis, transgredir —trans, más allá, al otro lado; gressus, dar el paso, moverse, avanzar— hacia el sitial sagrado donde se podría sospechar que se encontraba el Creador y su deicida, allá en la hondura de la caverna. Aquél fue el lugar donde el humano transgredió al Creador al negar su propia animalidad o naturaleza sexual reproductiva y engendradora, al desviarla por medio del erotismo, que no procrea porque es gasto infecundo de la simiente y burla a la ovogénesis: la transgresión de los interdictos como negación de la negación. La transgresión no elimina la ley, sino que la detiene transitoriamente en una suspensión o superación hegeliana o Aufhebung, manteniéndola y dándole fin por medio de la negatividad. Bataille, en cambio, la afronta, la estalla. No le otorga reconciliación o síntesis, como hace la negación de la negación. Su cuestionamiento sin respuesta asiente la renovación interminable de la experiencia de lo sagrado, lo que la síntesis no puede lograr al cerrar el infinito de las posibilidades. Debía traspasar, por tanto, la sala del Licorne, la sala de los toros o Rotonde; seguidamente, la sala de la figura del caballo boca abajo; luego, el diverticulum de los fieros felinos. Por último, debía atravesar el Ábside, el sitio más sagrado de la gruta. Es allí donde encontramos la escena del Pozo de la caverna de Lascaux, perteneciente al periodo Magdaleniense, del paleolítico superior, cuya data es de 21.000 cal AP.

Bataille inventó un ojo pineal, una suerte de mitopoeisis, y lo situó en el foramen magno, la parte superior de su cráneo, piso témporo del occipital, por cuya abertura (además de la posición erecta y bípeda del género homo, iniciada por la especie homo erectus y heredada por homo sapiens), podía absorber los cegadores rayos del sol y gozar de su pulsión voyerista. Ojo pineal compensatorio para librarse de la visión horizontal conminada a lo iterativo del trabajo, y su anclaje en la llamada “realidad”, o a tener “los pies sobre la tierra”. Dicho ojo es conocido como la glándula pineal o epífisis productora de la melatonina, la cual controla los ritmos biológicos del sueño. El ojo pineal, por su posición de cima sobre la verticalidad o emulación de los árboles empinados hacia la estrella incandescente, le confería a Bataille la posibilidad de ver el cielo o el sol, es decir, el mundo de la no-acción, désoeuvrement, de finalidad en sí misma, la ociosidad, no el mundo de lo homogéneo, la praxis, el trabajo, la moral y las responsabilidades cimentadas en el barro; tampoco el suelo maldito e infernal de la economía restringida al circuito de la producción, la circulación y el consumo generado por el trabajo, la rentabilidad, la acumulación de capital, el beneficio, el lugar de la cohesión cultural y de lo profano. Dicha economía está considerada como el mundo real. Hay, no obstante, una economía general que incluye la muerte, el despilfarro, el gasto, la violencia y el sacrificio: economía de una infinita prodigalidad donada por el Sol a través de su energía inconmensurable y dispendiosa.

A diferencia de la economía restringida, Bataille dirige su atención al astro que da y no pide retribución. Se trata de mirar el sol, la elevación vertical, como una erección peneana —a diferencia de la mirada horizontal, vacía, inútil, igualmente absurda—, mirada que, al abrir el ojo, se ciega, pues su vacío es negro si se ve al sol de frente, similar a la zona anal, nocturna —a excepción de las ostentadas protuberancias fucsias de la hembra del babuino—. El encandilamiento constituye la mirada del invidente, sentida a través de la luz del sol y la oscuridad de los sarcófagos en medio de un silencio sepulcral ofreciéndose a la expectativa de algo terrible. Ambas deslumbran, como si se penetrase o se fornicase a las criptas donde descansan los cadáveres, y semejan a la erección del coito increador con respecto al anus, el acto sodomita como reto impávido contra Dios, el Creador, cuyos resultados increados, atélicos, conllevarían a la extinción de la continuidad de la especie, en que no se produciría nada, rompería, aboliría toda universalidad y persistencia conceptiva, como si fuese la navaja de Ockham y su preferencia por lo más simple o lex parsimoniae. Al no poder mirar el sol, el hombre acumula la energía eruptiva del erotismo infringiendo y burlando la unión reproductiva de su especie, transformándolo en puro desgaste, juego, eyaculación desperdiciada: un valor de uso pervertido, “contra natura”, desviado del objeto sexual, elusivo, ofelim, pero valor de uso al fin, con propiedades suficientes a las necesidades humanas sin restringirlo a la utilidad, yendo a contrapelo a las admitidas por la sociedad. Este refulgir asimila el paisaje candente de expulsiones diverticulares de los volcanes al vomitar su apacibilidad lacustre. Bataille lo denomina Jésuve, metonimia sui géneris de Jesús, cuyo suplicio y crucifixión fusiona el goce del sufrimiento y la muerte; a la par, es metonimia de Vésuve (Vesuvio), la fuerza de Dionisos (locura y éxtasis), el desenfreno del impudor, “parodia inmunda del sol tórrido y cegador semejante al ano”.

Lo que horroriza a la mirada habitual de la producción y el trabajo (es decir, lo homogéneo o coerción de las prohibiciones de la mirada horizontal humana al ras del suelo y a la satisfacción de las necesidades, obligado a la continuidad) le horripila lo heterogéneo (a saber: lo discontinuo, todas esas bazofias o no-saber repelidas por su falta de identidad, simetría, homogeneidad y lógica), por monstrarse informe, carente de sentido, non formata sed formans —“sin forma pero que forman”, a decir de Saint Bernard de Clarivaux—. Lo informe es lo reluctante, la disolución de las formas constituidas —sean las formas manifiestas (μορϕή-morfí) o sean las inteligibles (είδος-eidos)— contrario a los desechos inasimilables que no admite la ciencia, la filosofía instrumental y las concepciones circunspectas del alto materialismo, cuyos objetos son discernidos con el discurso de la coherencia, la homogeneidad, lo racional, lo representable, nominados preferiblemente con el metalenguaje reduccionista del fisicismo para aludir objetos separados y descriptibles de manera física. También el materialismo apuntaría a otros niveles superiores de organización, como el biológico, social, químico, con propiedades emergentes que, al interactuar entre ellos, producen emergencias y propiedades nuevas en la materia. En cambio, la profusión de los objetos del bajo materialismo (los innombrables, inadmisibles y repulsivos para la razón) deriva del mundo social y psicológico: son objetos rechazados por sus aspectos deleznables, informes, viscosos, pringosos, repulsivos, claramente hallados en el destino de la experiencia erótica esparcida en el torbellino heteróclito de los objetos parciales, objetos fragmentados, objetos de deseos ocultos que lo suscitan, objetos reales o fantasmáticos —álgamas, según Alcibíades— perdidos, visitados por la pulsión sexual, catectizados o investidos en diferentes partes del cuerpo y a otros objetos, inclusive sin formas reconocibles e ininteligibles. A dichos objetos, desclasificados y no ontologizados, Bataille llama heterología (excreción y pérdida) o “ciencia de lo que es enteramente otro”, referente, según la anatomo-patología, a los tejidos mórbidos, lo irrecuperable, lo inasimilable, el gasto, lo improductivo, el delirio, la locura. Un ejemplo es el dedo gordo del pie o hallux que le permitió al hombre la bipedia y un punto de apoyo estable, pero que, a su vez, lo fue distanciando de la función prensil para sujetarse y balancearse en las ramas de los árboles. Con el tiempo se volvió la víctima de grandes deformaciones fetichísticas incitadas por la cultura, como lo hacían los chinos, menguando los pies femeninos con vendas, desde la edad de cinco años hasta los 18, incluyendo a los jóvenes (una suerte de catamitus o Ganímedes). Esos pies achicados se remojaban en recipientes de té y se bebía el contenido. La representación de los pies ha tenido una evolución larga y diversa, desde evitar verlos, como hacen los tártaros del Volga, adjetivándolos de inmorales, hasta ser expresión de la declinante seducción por medio de los lamidos y masturbaciones, sobre todo de los pies deformes con callos y anomalías, o con inclinaciones hacia afuera (valgo) del dedo gordo del pie (hallux valgus) o juanetes; o como hacían los franceses al experimentar una postura 69 podófila y otras petit-sales —a saber, la acrotomofilia o atracción erótica por los miembros amputados o, como escribiría Derrida, “miembros fantasmas”—.

Del mismo modo, la heterología incluye otras afinidades: a) la crueldad, cuya consumación se da en la carne —de hecho, del término crúor, carne sangrante, provienen las palabras crudelis, cruento (cruentus), crudo— y suscita el placer de ver correr la sangre, lo no digerido o lo indigesto; b) la algolagnia o el placer por el dolor, en que las mordidas, el hundimiento de las uñas, el devenir garras o el astillamiento dental intenso esperan a que el cuerpo produzca su alivio desde el sistema nervioso central al secretar los péptidos y otras sustancias químicas, análogas a los opiáceos y las endomorfinas, placer conducente al trance; c) las escarificaciones, marcas dérmicas o incisiones con dolencias punzantes de gran convertibilidad simbólica al deslizarse por los territorios de la sangre, la vida y la muerte; d) el mal como afinidad por lo prohibido, su transgresión, sacrilegio, destrucción, mantenimiento y burla del interdicto como acicate del restablecimiento del mismo incentivador del mal y la ruta de la consagración en la abyección: prohibición y destrucción, dualidades ateológicas propias del hombre generadoras de goce o pulsión de muerte; e) el excremento y la excitación sexual que se desencadena como juegos infantiles hasta el punto de comerlo, emanado de la coprofagia y sus objetos fétidos adherentes que colindan con las flatulencias, la excitación sexual petómana causada por la escucha de los ruidos y olores despedidos por el ano y la boca, de la misma manera que el retardo en los inodoros (chezolagnia) y el sentir excitación con las heces fecales.

La heterología, o toda esa “parte maldita” o excedente no empleada en la satisfacción de las necesidades básicas, es causante de la angustia y también de alucinaciones y represiones “como las partes peludas bajo tu vestido” abiertas a la inmundicia. Combinando la hagiología o la vida de los santos contigua a sacer (divinidad, santidad) y la escatología o ciencia de la asquerosidad (σκώρ [skór], genitivo σκατός [skatós]) —con su otra acepción (σχατος / éskhatos, último), o fin de los tiempos—, se imponen, a título de ejemplos, otras formas escatológicas y prolaxales de heterología, como los éxtasis, perversiones (anomalías sexuales, desviaciones, parafilias) trances, sudor (picazisme, excitación por las exudaciones y olores corporales o osfresiolagnia), orina (urofilia, afección por la micción, ya sea por su olor, sabor, o la estimulación sexual al ver personas orinando), mitología, vómitos (emetofilia), ascetismo, prepucio (atracción por los hombres no circuncidados o acucolofilia), uñas, prostitución (pro pecunia, palan et sine delecta —“por dinero, abiertamente y sin placer”—), circuncisión (ablación del prepucio y excitación por los hombres circuncidados; y, en la hembra, infibulación o mutilaciones de las partes externas de los genitales), orgía, castración.

Ahora, podemos comprender por qué Bataille denominó su libro Lo Imposible (1962) prescindiendo la intitulación primigenia El odio a la poesía (1947). El autor considera a la poesía como una expresión anodina, insustancial, salvo el trabajo impetuoso de William Blake, Rimbaud, Baudelaire, René Char, Jacques Prévert. A excepción de los poetas mencionados, Bataille abominaba la poesía que se traiciona a sí misma por ilusoria, porque no logra adentrarse en el derramamiento carente de sentido: no alcanza el vacío, no consigue abatir el sinsentido que le confiere el lenguaje de lo posible, no llega a lo imposible, a lo inútil, se queda anquilosado en la belleza, sin retorcerla, no lametea el beso cataglótico de Dios muerto, no expresa lo tierno de la herida, ni la aflicción diabólica. Esa poesía destinada a los cantos líricos de lo “posible”, transitando en lo dado, fascinada con la anuencia, enunciando el Yo como centro, la subjetividad, el contenido efusivo, elevando las impresiones íntimas con una palabra equilibrada, armoniosa, musical, un arte delicado sustituyente de la vida turbulenta y brutal de la humanidad. Aquella poesía que, con el tiempo, desgarra su individualidad y busca el acento formal y autónomo, desligándose aún más del espanto de la vida e internándose en la música del silencio, es la poesía que Bataille detesta. Bataille ve en la poesía el ensimismamiento, sin ningún asomo de aberración, crueldad y tampoco animadversión. Se expande esta inquina contra el poeta André Breton, quien, en su primer manifiesto del surrealismo, escribía: “lo maravilloso es siempre bello, cualquier suerte de maravilloso es bello, no hay, es más, que lo maravilloso que sea bello”. De esta manera, belleza es sorpresa y admiración. Bataille no toleraba el esteticismo poético al soslayar la monstruosidad de la bestia humana y su podredumbre.

Desviándose del encantamiento poético, Bataille antepuso la luz astral, la energía dilapidadora a través de su ojo pineal que penetró en su interior e irradió, con filamentos rutilantes, la complejidad de su anatomía. Iba al encuentro de su pérdida: jugaba a perderse. Bataille se había convertido en un ser fosforescente que podía desafiar la noche e, inmediatamente, se fue a iluminar su recorrido por la gruta escarpada con el fin de revelar el fondo del pozo. Llevaba en la mano derecha su falo linterna bien encendido: ¡iba a su primer encuentro con lo imposible! Se abrió paso en la excesiva penumbra, hasta sumergirse en la oscuridad total. Le gritaba al tramposo silencio, ambicionaba provocarlo al proferir explosiones ofensivas. Pero el silencio no le prestaba atención porque siempre ha sido innombrable, y lo atañido a él, ya sea en enunciados o aullidos, no deja de ser ruido. Al llamarlo, rompía su existencia callada y, entonces, dejaba de ser. Bataille continuó avanzando. Encontró en la mitad del camino una galería de bisontes heridos, flechados en la imaginación de los paleohombres. Verdaderamente era una exhibición seductora el ver, en aquella anfractuosidad, la mezcla de terror y pasión. Ante el portento, ya no le ensombrecía las múltiples veces que vio cagar al sifilítico de su padre Joseph-Aristide, quien, además, era ciego, demente y parapléjico. Estaba fascinado observando los actos de aniquilamientos fáunicos de ese lugar inaccesible. En la transgresión, la soledad le redundaba porque, en la gruta, los paleografismos antropomórficos eran exiguos en comparación a la exhibición de los numerosos bóvidos, e interpretaba este contraste quizás como un sentimiento de bajura de la mente arcaica frente a los animales. Al fin comprendió que, desde tiempos muy arcaicos, el arte estuvo ligado a la idea de muerte, de asesinato, de sacrificio, y que tanto su nacimiento como su despliegue siguen al exterminio del ser humano. Se deduce que había una conciencia de la muerte y, por ende, de su horror. Es una interacción de la muerte en el cazador o en los animales cazados que va más allá de la subsistencia y la apetencia profana, horror que se sobrepasa con la magia simpática, donde lo semejante produce lo semejante, o los efectos se parecen a sus causas, o lo que estuvo alguna vez en contacto o contagio será afectado mediante la comunicación de los estados afectivos, haciéndose palmaria la existencia de la muerte y vivir a su altura. Los paleohombres adoraban a esos animales e igualmente los deseaban. Sus acciones paradójicas eran amarlos y matarlos, y ello no dejaba de causarle risa. La incógnita resalta y dicha antilogía imaginaria del grafismo parietal evoca a los dobles. La doble existencia de los seres (como es la de los bisontes reales del exterior y los bisontes pintados en la gruta) secreta la magia que hace mostrar su presencia en los trazos: lo que no está, o está ausente, o al menos sucumbió, se exhibe como una magia asociada a la conciencia de la muerte en el hombre, su presencia lancinante actualizada por medio de un rito de enigmáticas invocaciones.

Imagen 1: El hombre de la cabeza de pájaro. Detalle rupestre del Pozo de Lascaux

Avanzando hacia el fondo de la gruta, Bataille se topa con el Pozo donde se aprecia tirado, probablemente en estado de trance, en fase crítica, desconectado, como si fuese una sugestión hipnótica, a un chamán enmascarado con la cabeza de un pájaro y mantenía el pene erguido (ithyphallĭcus) apuntándolo hacia el bisonte lacerado. Le lanzaba, a una distancia de diez metros, grandes descargas de esperma en las heridas que dejaban entrever sus entrañas. El animal se estremecía de algolagnia, placer y sufrimiento, al caerle el semen fantástico donde se miraba en imágenes claras el misterio de la vida, mientras el chamán agonizaba forcejeándose entre el erotismo y la muerte: asumía la expiación mágica del dolor animal en la pintura ocre. Se conjugaba la muerte y la erección del pene en busca del orgasmo o, como Bataille lo denominaba, la petite mort o pequeña muerte, el “cómico horror”, la “risible crueldad”.

A un lado de los bóvidos ensangrentados, Bataille siguió reptando por la caverna indescifrable. El ropaje luminoso se le desgarró al tropezar con los cuchillos subterráneos que saturaban amenazadoramente las sinuosidades de la gruta: los filos se desprendían cuando él pasaba y producían repentinas explosiones reiteradas por la burla de los ecos. Despavorido, insistió en su búsqueda; adelantó un buen trecho, pero el umbral del fondo cada vez se hacía más angosto y mefítico. Empezó a respirar una especie de olor úrico emanado de un riachuelo cobrizo. La humedad indicaba el cambio del terreno afilado a otro muy lábil. Se aferró con las manos para no caerse. Las paredes sudaban y despedían mucha lubricidad: exhalaban cierto magnetismo extraño, cierta atracción hacia su cuerpo. Era una fuerza violenta, inexplicable e incontrolable, que lo arrastraba contra las murallas, y éstas se estrujaban impúdicamente ante el contacto de su piel esplendente. Se balanceaban, se agitaban cuando las tocaba. Eran texturas lujuriosas, ávidas de poseerle. Él no podía darle la espalda, ni regresarse porque lo atacaban de frente buscando succionarle la luz de su falo linterna. No resistió más la presión de la felación fotofílica y tocó sensualmente esa carne erizada de deseo. Manoseó en forma lasciva todas esas partes que nadie había acariciado. Sentía, al frotar su cuerpo con el otro cuerpo, el ritmo de una respiración unísona, acelerante, jadeante, húmeda. Había logrado acoplarla bien. A medida que cabalgaba salazmente sobre ellas, hubo un momento en la fricción que se le hizo inaguantable: comenzó a derramar, a revelársele el sí mismo, el rapto del ipse: ¡había alcanzado el extremo de lo posible, el arrobamiento místico! Se transmutó en risa, temblor, suplicio, pecado, fiesta, muerte, culpa, delirio, lágrimas y sacrificio. Sin embargo, la angustia no le abandonó porque era el no-saber, el éxtasis. Empezó de pronto a preguntarse en dónde estaba Dios y su asesino. Desconcertado por esa ausencia, miró desesperadamente las extenuadas paredes y vio una inscripción rojiza que decía: “Tú eres el Jésuve: la erección escandalosa y deicida; y por haber llegado aquí, al límite, deberás continuar tu experiencia que consistirá en develar: “la indignidad del mono, que no ríe…la dignidad del hombre, a quien sacude siempre una risa a pleno vientre…la complicidad de lo trágico que funda la muerte, con la voluptuosidad y la risa…la oposición íntima de la posición erguida —y de la abertura anal— ligada a la posición en cuclillas…develación que la encontrarás en el marco de lo imposible”.


  1. Antropólogo (1977) y sociólogo (1978) por la Universidad Central de Venezuela. Doctor en Sociología de la Literatura 1986, en la École des Hautes Études en Sciences Sociales, París, Francia. Antiguo profesor y coordinador del área “Estética y Sociedad”, del Doctorado en Ciencias Sociales, Mención “Estudios Culturales”. Universidad de Carabobo, Valencia, Venezuela. Profesor jubilado de la Universidad de Carabobo, Valencia, Estado Carabobo. ↩︎

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