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Entre el deseo y el placer

Por: Luis Roca Jusmet

El deseo y el placer se le presentan al humano de modos diversos, a veces prodigiosos y otras veces indiscretos. Si bien su aparición es inevitable, hay quien hace de ellos una virtud, pero, asimismo, quien los somete a observaciones rigurosas antes de enviarlos al temple del ayuno. En ningún caso, sin embargo, han dejado de ser un motor para el pensamiento. La virtud radica en saber qué oportunidades abre a cada quien.

Por: Luis Roca Jusmet 1

En 1994, Gilles Deleuze publica, en el Magazine Littéraire, un texto bajo el título de “Désir et plaisir”.2 Se trata de una entrevista en que el filósofo hace una revisión sobre su postura y la de Michel Foucalt. Deleuze tiene 69 años y padece un enfisema pulmonar cuyo padecimiento le resultará tan insoportable que le llevará al suicidio al año siguiente. Foucault había muerto de SIDA una década antes, a los 57 años. Se repite aquí algo que ya se había dado con Pierre Hadot, quien escribe sus críticas a Foucault una vez que éste ya ha fallecido.3 Es un homenaje paradójico el de ambos, hacia un amigo que ya no puede contestarle.

En aquel texto, Deleuze se refiere a un comentario que le hizo Foucault: “yo no soporto la palabra deseo porque para mí está vinculado a la falta y a la represión, por mucho que le des un sentido diferente”. Frente al deseo, Michel Foucault reivindica el placer. Pero Deleuze continúa: “lo que yo no soporto es la palabra placer y lo que reivindico es el deseo”. Deleuze entra en su argumentación: el deseo es un proceso (frente a la estructura), un afecto (frente al sentimiento), un momento del que lo experimenta (frente a lo subjetivo) y un acontecimiento (frente a la cosa o persona). Entendemos entonces que Deleuze reivindica la palabra deseo porque va asociado con una serie de valores afirmativos —aunque él no utilice este término—, en contraposición a la palabra placer, que la asocia a valores negativos. Sin embargo, no llega a explicitar con claridad la diferencia entre afecto y sentimiento, situación que deja cierta ambigüedad en su argumento. Tampoco desarrolla del todo por qué el deseo implicaría una negación del sujeto más radical que el placer, ni aclara en qué sentido el primero puede considerarse un acontecimiento, mientras que el segundo no. Deleuze reivindica aquí el “cuerpo sin órganos” del deseo. Además, señala que el placer siempre es una interrupción del movimiento, un cierre, una localización frente al campo inmanente de las líneas de fuga del deseo, de su reterritorialización.

Si leemos al Foucault de sus últimas obras, podemos profundizar más en su crítica del deseo y su defensa del placer. Para él, el placer es propio de los antiguos, que lo vinculan al acto. Foucault siempre elige las prácticas, las relaciones frente a la interioridad. Según su postura, el deseo aparece justamente en el momento en que, con el estoicismo, empieza a haber una dieta de los placeres corporales. Esta contención genera la falta a partir de la que surge el deseo. Con el cristianismo y la transformación de los placeres eróticos en carne, se genera todo el dispositivo del deseo como expresión del pecador, aunque, a su vez, la confesión se vuelve el mecanismo de su verdad. En la modernidad, la carne se transforma en sexualidad y en la verdad del sujeto.4 Foucault, en cambio, intenta reivindicar una ética de los placeres que tenga en cuenta los placeres de los otros. Precisamente esto es lo que le critica Pierre Hadot y le extraña que en sus últimos trabajos sobre las escuelas alejandrinas y romanas cite tanto a los estoicos y tan poco a Epicuro, el único que defiende una ética del placer. Hay elementos retóricos en esta discusión, pero también un debate interesante de fondo porque señala aspectos importantes para una fenomenología del deseo y del placer.

Fenomenología del deseo

Si se quiere lograr una fenomenología del deseo, me parece que hay que apuntar hacia Spinoza, en la línea que plantea Deleuze.5 El mismo Foucault se enreda cuando dice que no soporta la idea del deseo como asociada con la falta, por mucho que el propio Deleuze no le quiera dar ese significado. En el caso de Spinoza, el planteamiento de que “el deseo es la esencia del hombre”, va por aquí. Para Spinoza, el deseo es el afecto principal, siempre ligado a una idea, es decir, a la representación de un objeto. Eso es precisamente la fantasía. Esta situación pertenece justamente a lo imaginario y nos deja atrapados en una idea inadecuada. El deseo es consciente: será racional (conveniente) cuando nos resulte útil para aumentar nuestra alegría; en contraste, será irracional cuando la disminuya y nos produzca tristeza.

El deseo es, efectivamente, el motor de lo humano; es un impulso que nos mueve hacia algo que nos atrae. Este “algo”, aunque lo llamemos “objeto del deseo”, es siempre una escena: comer, leer, mirar una película, practicar sexo. Todo deseo apunta a un acto, es decir, a una fantasía, sea el deseo de Dios, de un acto sexual, del éxito profesional o de la maternidad. Los deseos son simbólicos e imaginarios, y siempre hay palabras e imágenes que los configuran en la fantasía. Pueden ser conscientes o inconscientes, importantes o secundarios, claros u oscuros, constructivos o destructivos; pero son la energía que nos sostiene, que nos proyecta hacia el porvenir. La depresión es la derrota de quién ha perdido el deseo.  

Para el psicoanálisis, sobre todo a partir de Lacan, el deseo es un término cuyo significado es distinto al que estamos acostumbrados. El deseo no es lo que fantaseamos ni es consciente. Según el contexto, el psicoanálisis prefiere llamarlo “demanda” o “pulsión”. El deseo es básicamente inconsciente y responde a una falta estructural.

Para el budismo y el estoicismo —también para Schopenhauer— el deseo tiene, por el contrario, un sentido negativo. Contra este deseo se rebelan tanto Foucault (asociándolo al nombre) como Deleuze (rechazando este significado). Pero hay algo de verdad en este planteamiento: me parece claro que hay algún tipo de falta en este ser humano que siempre está inacabado. La ausencia de deseo, por otra parte, es lo que nos lleva a la depresión o a un goce pulsional por repetición. Digamos que desear es necesario para querer vivir, pero lo cualitativo del deseo es lo que nos hará valorarlo desde un criterio siempre relativo. Hay que anotar, sin embargo, que siempre habrá mejores o peores deseos, sean para uno mismo y para los otros.

Fenomenología del placer

Entramos ahora en la fenomenología del placer. Nietzsche dice que hay que aceptar el dolor, no porque sea deseable, sino porque es inevitable. Respecto al dolor físico, queda suficientemente claro —en parte, también respecto al dolor emocional—, sobre todo si uno elige implicarse a fondo con la vida, con las cosas y con las personas. El dolor, dijo Nietzsche en otro momento, no nos hace mejores, aunque sí más profundos. Esto no quiere decir que el placer nos haga superficiales; quiere decir que el dolor nos abre otra dimensión, nos hace seguramente más reflexivos y conscientes de nuestra precariedad, de nuestra vulnerabilidad. Pero el placer es más profundo que el dolor, afirma Nietzsche en otro aforismo, pues aquél quiere permanecer, mientras que éste quiere escapar. Es el placer, y no el dolor, lo que queremos, pero hay que lidiar con el dolor. No nos queda otra, a menos que nos anestesiemos. Hay aquí una ética del placer en Nietzsche, continuadora de Epicuro y presente en Foucault.  Epicuro y Lucrecio plantean una manera de ligar el deseo con el placer: simplificar el deseo para reducirlo al deseo de vivir y reducir el placer a la propia experiencia de vivir.

Lo peor del tardocapitalismo que vivimos actualmente es que este duro deseo de desear está desapareciendo en un imperativo de placer. El imperativo remite a la pulsión, al superyó: “hay que gozar, y hacerlo sin límites”. El exceso de Bataille se ha convertido hoy en su caricatura.  El erotismo, en su calidad de deseo de transgredir los límites, se presenta hoy banalizado, como la falta de límites en la pornografía. No hay tabú porque desaparece lo oculto, lo que hay que desvelar. Desaparece este cuerpo deseante que va en busca de otros cuerpos. Aparecen violaciones en grupo como este goce de verlo todo. Pantallas donde todo se muestra. Contactos sin encuentro. Cuerpos que se satisfacen sin mediación. No hay palabras, sólo consumo. Las fantasías se reducen o se eliminan. El duro deseo de desear se ha convertido en el imperativo de consumir aquello que satisface, sin mediaciones, a la pulsión. En esto estamos.

Justamente, me parece necesario reivindicar este “entre” el deseo y el placer. No se trata de vivir el deseo como la imposibilidad del placer, sino como un resto que siempre queda y nos mantiene activos porque nos moviliza hacia la búsqueda de lo inalcanzable. En este proceso, a veces encontramos el placer de los buenos encuentros o de las buenas experiencias. No podemos privar, por tanto, al deseo de los momentos de placer, aunque tampoco podemos hacer del placer una satisfacción compulsiva sin mediación. No es que el deseo y el placer sean excluyentes, no es que tengamos que elegir, como parece plantear este debate polarizado de Deleuze y Foucault; sin embargo, tampoco son complementarios, pues dicha armonía no existe en el complicado ser humano. Hay que reivindicar tanto la dignidad del deseo como la del placer en un mundo que ofrece sus versiones más banalizadas y estandarizadas. La salida es encontrar un deseo propio y una manera singular de goce —aquí no diferencio entre goce y placer—. La vida satisfecha paraliza el deseo, del mismo modo que la insatisfacción permanente lo acaba agotando. Entre el deseo y el placer encontramos el equilibrio de cada cual. Es un deseo siempre encarnado y un placer que es del cuerpo, sea sensorial o afectivo, porque los afectos son de éste. No hay deseos ni placeres intelectuales puros: siempre llevan una marca afectiva, es decir, corporal. Pero son humanos y, por tanto, mediatizados por el lenguaje simbólico y la relación con los otros. El deseo siempre tiene que ver con la herencia que recibimos de los otros y con su reconocimiento, aunque no puede quedar atrapado aquí. El placer tampoco puede ser un goce autista, solitario. Siempre debe haber el encuentro, una apertura al otro, a la experiencia del compartir, lo cual no es otra cosa que vincular el deseo y el placer a la experiencia del amor.


  1. Escritor y filósofo español. ↩︎
  2. El texto puede encontrarse en El yo minimalista y otras conversaciones de Michel Foucault (Biblioteca de la mirada, 2003). ↩︎
  3. Este debate se trata a profundidad en Ejercicios espirituales para materialistas. ¿Un encuentro fallido entre Pierre Hadot y Michel Foucault? (Diván Negro, 2025). ↩︎
  4. Lo podemos seguir sobre todo en La voluntad de saber, primer volumen de su Historia de la sexualidad (Siglo XXI, 2006). ↩︎
  5. Deleuze tiene varios libros sobre Spinoza, pero para lo que nos ocupa, hay que referirse a Spinoza. Filosofía práctica (Tusquets,2001). ↩︎

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