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¿Nos imaginamos, nos interesan e, incluso, podemos acercarnos al sentir sexual de lxs demás?

Por: Juan Guillermo Figueroa Perea

Hablar de la violencia sexual hacia los hombres es un tabú que ha permanecido históricamente fuera del escrutinio público, al punto de caer en una invisibilidad casi absoluta. La falta de conceptos para nombrarlo ha contribuido a las carencias de pensarlo, reflexionarlo y exponerlo públicamente. Ante los ojos de muchísimas personas, eso sencillamente no existe.

Por: Juan Guillermo Figueroa Perea 1

En un pizarrón cercano a mi cubículo, el 25 de noviembre de 2008 colgué un póster que diseñamos en una red de trabajo que busca reducir la violencia y estimular intercambios más amables entre los géneros, para lo cual lo adjetivamos como cómplices “por la equidad”, si bien después se renombró “por la igualdad”. Este póster estaba junto a otros que anunciaban eventos académicos, como congresos, seminarios, mesas redondas y presentaciones de libros, entre otras actividades que tienen una temporalidad muy clara y, por ende, son retirados después de llevarse a cabo. Al margen de mi convivencia con las personas encargadas de la limpieza en ese pasillo, nunca les pedí que no retiraran el póster. Me conmueve que 16 años y algunos meses después, el póster sigue pegado en dicho pizarrón. Es decir, por “decisión” de quienes han desempeñado el trabajo de limpieza, continúa interrogando a quienes pasan por ahí.

Imagen 1: Póster diseñado por la red de trabajo Cómplices por la equidad.

Hace tiempo también me llamó la atención otro afiche de una marcha contra los feminicidios en Argentina, en que un grupo de hombres se puso una pollera —una falda— y su consigna era: “hoy todos somos mujeres y estamos en peligro”. Ante ambas demandas gráficas, he recibido multiplicidad de comentarios, agradeciendo la solidaridad o festejando el posicionamiento en la otredad, pero, a su vez, preguntando si realmente les genera sentido a los varones ubicarse en el lugar de las mujeres. A la par, me han recordado que es más creíble la empatía y la sororidad entre mujeres, en especial cuando se piensa desde una militancia política de la otredad. Se asume que esta afinidad es más difícil entre los sujetos del sexo masculino, por ser el sujeto de referencia dentro del sistema patriarcal competitivo.

Imagen 2: Publicación en redes sociales por parte de una movilización argentina cuya etiqueta de identificación en internet era #unomasxniunamenos.

Actualmente se cita mucho a Rita Segato, quien ha dialogado con convictos por violación sexual y quien afirma que, en muchos casos, su agresión no deriva de un deseo sexual, sino de una búsqueda de sometimiento y de castigo a las mujeres por mandatos de masculinidad. Sin embargo, se ha generado un punto de inflexión en mis diálogos sobre el tema cuando pregunto al revés; es decir, si puede esperarse empatía de las mujeres ante los casos de violencia sexual contra los hombres. No es tan homogénea la reacción, en parte porque a ratos se niega, incluso, que ellos puedan ser víctimas de dicha agresión, además de que algunos otros tenderían a no nombrarla por carencia de lenguaje o por sentirse vulnerados en su experiencia como hombres.

En un texto publicado en la revista Anthropologica,2 reflexionábamos una compañera y yo por qué será que se habla tan poco de las experiencias de violencia sexual contra los hombres, así que propusimos diez hipótesis en diferentes sentidos. Esbozamos posibles razones por las que ese tema no es tan estudiado, nombrado y tratado en investigaciones, políticas públicas y campañas para atender y prevenir tanto la violencia que ellos ejercen como la que reciben de otras personas. Combinamos razones teóricas y semióticas con razones políticas e ideológicas. Discutimos la falta de agencia de quienes reciben la violencia, al no reconocerse como posibles víctimas de agresiones sexuales. Consideramos el discurso religioso y jurídico, al reproducir imaginarios de los delitos sexuales y al definir a víctimas y victimarios. También reflexionamos sobre el consentimiento, frontera entre una agresión y un encuentro sexual acordado, y sobre las secuelas emocionales en la persona que vive la violencia. Cada una de las razones comentadas sugiere vertientes de investigación, diálogo y reflexión colectiva sobre la interacción y violencia sexual entre las personas.

Me impactó que, al exponer estas reflexiones en un congreso de sexólogos y sexólogas (Campeche, octubre de 2022), hubo quienes se molestaron por citar casos que conozco sobre el acto de silenciar la violencia sexual contra los hombres (o de estigmatizarlos permanentemente como los posibles victimarios). Me argumentaron que “desvirtuaba al feminismo”. En un libro sobre incesto en Puebla —Family Secrets fue su título original—, la autora incluye un capítulo riguroso, sensible y extenso sobre “narrativas de los hombres” que reconocieron haber vivido incestos. La compañera feminista que escribe el prólogo, sin embargo, se salta este capítulo, enfatizando que el incesto es un problema de las mujeres, asunto que, al silenciarse —como lo dice el título del libro—, puede derivar en feminicidios.3 Por esta razón, concluye el prólogo abogando por una vida libre de violencia para mujeres y niñas. Su postura es defendible, pero yo preguntaba en el congreso si “era legítimo un silencio desde el feminismo a la problemática de violencia sexual contra los hombres”. De la misma manera, cité el caso de un exalumno, quien falleció por suicidio y quien, al ser conmemorado con anécdotas y experiencias, una compañera suya relató un suceso imprevisto durante un trabajo de campo: por la descompostura del transporte en que se movían, tuvieron que compartir un mismo cuarto tres mujeres y él. La compañera dijo que lo bueno fue que “ella no se sentía acosable, ya que él no parecía hombre”. Y no se refería a su orientación sexual.

Destacaba yo ambos casos como situaciones que victimizan a las mujeres y estigmatizan a los hombres, ya que “ellos también pueden vivir incesto” y “muchas veces respetan a las demás personas, al margen del imaginario social de su ser hombre”. Fue impactante leer las críticas subidas a Facebook —y leídas por mí, a pesar de no usar redes sociales, gracias a la ayuda de un compañero sexólogo—, centradas en el argumento de que yo minimizaba las demandas feministas, al cuestionar sus posicionamientos, como si fueran intachables. No recibí respuesta alguna, aunque respondí uno por uno a todos sus cuestionamientos. Me pregunto si es posible dialogar con los silencios, en particular cuando colegas feministas consideran que los pactos patriarcales se sustentan en silencios cómplices de los hombres respecto a la violencia que viven las mujeres. Yo pregunto: ¿qué decir de los silencios de ellas sobre la violencia vivida por ellos? Compañeras mujeres me decían que la problemática de ellas es más relevante y urgente de resolver que la de ellos.

No busco confrontar, sino problematizar cómo respondemos colectivamente a la violencia sexual vivida por ellas y por ellos. Tengo un alumno quien investiga en su tesis doctoral el significado que le dan estudiantes universitarios del sexo masculino al consentimiento sexual. Me llamó la atención que, al leer su interesante y pertinente protocolo de investigación, parece aludir a cómo ellos consideran y respetan el consentimiento sexual de ellas, pero no contemplaba directamente si ellos tenían el derecho y las condiciones para consentir un encuentro sexual.

Gran sorpresa le ha generado a muchas personas saber que, estadísticamente, en el caso de la pederastia, son más frecuentes los casos de abuso sexual a varones que a mujeres. También les es novedoso constatar que las mujeres son declaradas con cierta frecuencia como abusadoras de menores de edad que declaran (siendo ya mayores de edad) haber vivido acoso o violencia sexual en la infancia. ¿Estarán justificando los varones la violencia que posteriormente ejercieron? Cuando promoví el póster con que inicio mis reflexiones, recibí respuestas de varias mujeres: algunas afirmaban que no creían que los hombres pensaran en ello; otras reconocían que sí sabían lo que se sentía por experiencia propia. Cuando busqué intencionalmente a varones para preguntarles sobre experiencias en este sentido, más de uno me contestó que había vivido dicha agresión, aunque reconocía que no supo cómo nombrarla ni cómo pedir ayuda. Lo que sí reconocían era que les afectó en su cotidianidad, reprobando años escolares, cayendo en el consumo de alcohol o recurriendo al uso de drogas, detonando experiencias de violencia hacia otras personas, antes de que, con el paso del tiempo, identificaran espacios donde compartir lo vivido, con sus contradicciones, ambivalencias y malestares. De hecho, escribí un texto preguntándome la razón por la que las víctimas del sexo masculino de pederastia se tardan tanto en denunciarlo, así como otro sobre el recurso del cine para identificar como agresión sexual aquello que se vivió.4 “Lo que no se nombra asumimos que no existe”, así que sigo buscando recursos lingüísticos y culturales para visibilizar estas experiencias en los varones, sin que ello signifique, desde luego, quitarle atención a lo que viven las mujeres.

El texto con diez hipótesis destacaba también la necesidad de analizar una falta de ciudadanía sexual en los hombres, situación que también causó revuelo, pues se me argumentaba que “ellos se exhibían más fácilmente”, que “ellos invadían los espacios de las mujeres” y que “ellos aprendían a ser activos sexualmente”. Sin embargo, yo preguntaba si eso es sinónimo de “ciudadanía sexual”; es decir, si, al contrario, se necesitaría una aproximación relacional foucaultiana, en que cualquier persona tiene autoridad moral y política para demandar sus derechos, en la medida que reconoce y respeta los derechos de las demás personas con quienes interactúa en los diferentes ámbitos de la cotidianidad. Esto pasaría por asegurar que toda persona ejerce una autodeterminación sexual, por elección y no por imposición de género. Comentamos las violaciones de personas de ambos sexos en conflictos bélicos, tanto como “trofeos” (de ellas, en la población sometida, para ellos, de la población vencedora), pero, a su vez, como muestras de derrota (por las humillaciones a sujetos del sexo masculino, a veces a través de la mutilación de “los derrotados”, incluso con la violación de sus parejas o familiares mujeres, en tanto representación social de “sus propiedades”).5

Regreso a las agresiones sexuales en que las mujeres están presentes. De entrada, es un atentado brutal a su intimidad cuando ellas son obligadas al encuentro sexual sin su consentimiento, situación que se ve reflejada en la dificultad de construir una narrativa de lo sucedido. Nunca estará de más evitarlo, tanto por una persona extraña como por alguien cercano, incluyendo a la propia pareja. Otra dimensión reflexiva es cuando ellas obligan a un hombre a tener el encuentro sexual, ya sea por abuso del poder jerárquico (por edad, estatus institucional o alguna coacción estructural) o, bien, por un proceso de manipulación que les reditúa alguna ganancia o producto, incluso dentro de una relación afectiva (de noviazgo, matrimonio u otra forma de convivencia cotidiana).

Sin embargo, un actor menos nombrado, en calidad de víctima de agresiones sexuales, es el hombre, incluso al ser forzado a tener el intercambio en cuestión, ya sea por otro hombre o por una mujer; aún más, al ser socializado con el mandato de género que dicta ser activo sexualmente, sin importar los medios para ello. Propongo reflexionar sobre la conciencia que puede tener el hombre de su derecho a evitar un acto sexual no deseado cuando, a la par, muchas veces ha estado expuesto a que la coitalidad es una parte constitutiva de su identidad como sujeto masculino. Esta situación le ha limitado la construcción de una representación de lo que se denomina “disentimiento sexual” (al margen del sexo de su pareja), cuando un encuentro sexual no buscado —y, en ocasiones, no deseado— se puede disimular diciendo que sí se quería, ya que así se confirma el cumplimiento de un aprendizaje hegemónico de la sexualidad masculina, incluso aunque no se esté de acuerdo. ¿Cómo interpretar los silencios respectivos de las diferentes personas, al margen de su sexualidad biológica, de su orientación sexual y de sus posicionamientos existenciales al respecto? ¿Podemos dialogar para imaginarlo con mejores elementos, para identificar más claramente sus y nuestras necesidades respectivas en estos ámbitos? ¿Será eso parte de una educación en el deseo y placer sexual, así como en el amor y el erotismo? Sospecho que vale la pena seguirlo dialogando.


  1. Profesor-investigador de El Colegio de México, miembro del Sistema Nacional de Investigadores, Nivel III. Es doctor en Sociología y Demografía por la Universidad de París-X Nanterre.  ↩︎
  2. Figueroa, J. G. y C. Romero (2022) “Algunas reflexiones sobre por qué no se nombra la violencia sexual vivida por hombres”, ANTHROPOLOGICA, año XL, N° 49, pp. 11-30. ↩︎
  3. González, G. (2019). “Las narrativas de los hombres”. En Secretos de familia. Incesto y violencia sexual en México (pp. 217-274). Fondo de Cultura Económica. Lagarde, M. (2019). Prólogo (pp. 19-21). ↩︎
  4. Figueroa, J. G. (2018) “¿Y por qué no lo dijeron antes? Los varones y el acoso sexual”, en Otros Diálogos de El Colegio de México, No. 3. ↩︎
  5. Zalewski, M., Drumond, P., Prügl, E. y Stern, M. (2018). Sexual violence against men in global politics. Routledge. ↩︎

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