Pese al paso del tiempo, las lecciones de las epopeyas griegas tienen la virtud de permanecer vigentes. Particularmente, la Ilíada, comentada por Simone Weil, nos regala una reflexión aguda sobre la fuerza, ese fenómeno que transforma a la realidad de maneras múltiples y no siempre prodigiosas. Pero, paralelamente, el humano cuenta con el lenguaje, cuyos artilugios —el diálogo, el argumento, la narración— niegan lo dado y, en un acto de rebeldía, contestan los excesos del poder.
Por: Elina Ibarra 1
1.
Muchas veces, la literatura puede servir de espejo y, así, contribuir a la comprensión de la realidad. Ella hace del “como sí” de la ficción un tercer ojo que permite observar aquello que, de otro modo, no puede ser observado directamente, ya sea por esquivo o porque pasa desapercibido ante miradas poco profundas o apresuradas.
En una Europa que ha padecido ya la Gran Guerra, que transita por la guerra civil española y está entrando en la Segunda Guerra Mundial, Simone Weil reflexiona sobre la violencia bélica para mostrar la cuestión existencial encarnada en ella. Esta obra se inscribe dentro de un programa, iniciado por Weil, a partir del rechazo sistemático de sus escritos políticos por parte de editoriales y periódicos. La autora decide entonces reflotar un proyecto antiguo: traducir obras clásicas griegas en resúmenes breves para facilitar su acceso, en particular, a las clases trabajadoras y, en general, al gran público.
En una carta a un amigo, Weil dice: “la poesía griega estaría cien veces más cerca de los explotados que la literatura francesa moderna”. En el mismo año de esta carta, publica Antígona, un resumen comentado de la tragedia, cuya traducción realiza directamente del griego ático. Escribe también Electra en el mismo año, pero no llega a publicarlo. La trilogía es completada con Ilíada o el poema de la fuerza.2 Desde sus primeras líneas, el escrito señala que pensar a la fuerza como una cosa del pasado, que el progreso había dejado atrás, no es más que una ilusión. Weil nos va a mostrar que Ilíada tiene como centro de la historia a la fuerza misma. En este poema —sostiene la autora—, el héroe, el protagonismo, el verdadero tema, el motor de la acción es la fuerza. Ilíada, dice, “es un espejo de hoy”.
2.
La primera evidencia es que la fuerza se define por una relación de causa y efecto que se establece con el otro. El efecto de la fuerza es la transformación, que se pone de manifiesto en la modificación de lo humano. Dicha metamorfosis afecta tanto a quienes la ejercen como a quienes la padecen, pero los modifica de manera diferente: en las víctimas, la carne se retrae, el cuerpo se encorva, se desgarra, se paraliza, se lacera; por el contrario, quienes empuñan la fuerza se ciegan, se aturden y su cuerpo se inflama, se acalora y se agita. Pero el efecto transformador por excelencia, el más contundente, es que la fuerza, en su manifestación, cosifica: convierte en cosa todo lo que toca, especialmente si lo que toca es humano o está vivo:
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La fuerza es lo que hace una cosa de cualquiera que le esté sometido. Cuando se ejerce hasta el extremo, hace del hombre una cosa en el sentido más literal, pues hace de él un cadáver. Había alguien, y, un instante más tarde, ya no hay nadie (p. 287).
En el Canto X, se describe cómo cuelga del carro la cabeza de Héctor ya muerto, que en su andar va golpeando contra el suelo. Weil, entonces, señala que no hay ninguna ficción de inmortalidad y ningún consuelo que pueda reconfortar ante esa imagen: el héroe, el padre, el amigo, el hijo, el hermano reducido a una amalgama inerte, como una roca destrozándose en su caída, golpeando contra otras. Ni las aureolas de la patria ni el honor pueden atenuar el impacto de esta visión. Este contraste muestra que la fuerza aparece como el movimiento frío y brusco que nos aleja del calor del hogar (oikos). La fuerza es enemiga del amor y la amistad (filía). Entonces, la fuerza va a ser siempre un recordatorio de la mortalidad de lo humano: de su fragilidad y de su finitud.
Frente a la fuerza, en situación de víctimas, sólo nos quedan dos caminos. El primero es resignarnos a ser percibidos como cadáveres en vida, cayendo en la sumisión más absoluta, que tiene la forma de la esclavitud —veremos, sin palabra—. El otro camino es la no resignación, en que, entonces, se es un suplicante que ha sido reducido también al grado de cosa, pero que aún conserva la palabra.

3.
Si el efecto cosificador no se aplica totalmente —es decir, si la fuerza no aniquila—, entonces el efecto es petrificador: la esclavización. La fuerza produce el vaciamiento de la voluntad del cuerpo y lo deja sumergido en la mudez. Por esta razón, el esclavo no puede expresar lo que piensa y tiene prohibido hablar sin permiso o negarse a obedecer. De hecho, en caso de que intente argumentar, encontrará los oídos sordos de sus amos, que pueden darle muerte en cualquier momento.
El esclavo, en el peligro de ser reducido a nada, se paraliza y busca poner a salvo lo poco que queda, quedándose en silencio. Pero, en realidad, lo que hace es evidenciar su fragilidad y la posibilidad de su fin. Su inacción y su silencio son, al mismo tiempo, su salvaguarda y su autocondena. La condición de esclavo implica que está impedido de expresarse; sólo puede manifestar aquello que complace al amo porque ha sido cancelada su vida interior.
Weil se pregunta: ¿cómo es posible reconocer a un esclavo? Son aquéllos que, al ser empujados, permanecen en el suelo sin levantar siquiera la mirada. Allí se quedan hasta que alguien los levanta o les ordena levantarse. Su supervivencia depende de pasar desapercibidos, razón por la que parecen mimetizarse o inmovilizarse para no ser vistos. Así se perfila la vida de Briseida, esclavizada y regalada a unos y a otros, sustraída a Aquiles por Agamenón. Así es también la vida de Andrómaca, capturada y dada como concubina al hijo de Aquiles, el asesino de su esposo, a quien incluso se le prohibió llorar (p.291). La existencia del esclavo depende de su capacidad de invisibilización, el borramiento de su presencia: fue humano, pero ahora es una cosa —o, al menos, vive como cosa—. Su humanidad ha sido expulsada de su cuerpo con la violencia (p.290). No se puede perder más de lo que se pierde con la esclavitud. Se produce el olvido de sí: olvida tanto que puede olvidar incluso su propia miseria y negar su condición. Una especie de artilugio que volvería más tolerable su desdicha.

4.
Weil nos dice que hay una alternativa frente a la esclavitud que aparece ante una fuerza que mata, pero “no todavía”. Podría matar si quisiera, pero la fuerza aparece como suspendida, condición que muestra que podría hacerlo en cualquier momento. Si bien no mata, su efecto también es cosificador, dice Weil, pero aún le quedan las palabras. En este caso, a pesar de estar vivo aún, se es una cosa ante los ojos del otro. El sujeto de la fuerza ya no percibe al otro como pensante, ni como sintiente, sino sólo como mera materia: “un hombre desarmado y desnudo contra el que se dirige un arma se convierte en un cadáver antes de ser tocado” (p.288).
Pero, si frente al peligro de ser reducido a la nada misma en cualquier instante, uno se resignara anticipadamente a ser convertido en nada, esa inacción y el silencio nos convertirían automáticamente en esclavos. En cambio, si la víctima quebrara el silencio, podría mantenerse humana, aunque ese momento marcase su final. Ya no sería esclava, sino una suplicante.
Weil cita la ocasión en que Príamo (Rey de Troya) cruza las líneas enemigas para llegar hasta la tienda de Aquiles, quien ha matado a su hijo Héctor. La intención es rogarle piedad, pero no para él o para Troya, sino para que le entregue el cadáver de su hijo. Héctor fue muerto y Andrómaca, su esposa, fue esclavizada —ambos por la fuerza—, pero Príamo no está muerto, ni está muerto en vida como un esclavo: es un suplicante, ha logrado suspender la fuerza con la palabra.
Príamo es humano aún para sí mismo. No se avergüenza del amor de padre, ni por suplicar y apelar “al corazón” —a la filía— de Aquiles. Enfrenta la fuerza con su fragilidad, y al romper su silencio, acontece la palabra —el logos—. Aquiles tiene ante sí al rey enemigo y con un solo puño podría… sin embargo, el gran guerrero se conmueve porque Príamo le recuerda a su padre y también a él mismo, con la tristeza por la muerte de Patroclo (Canto XXIV). Príamo ruega y Aquiles se conmueve, y juntos lloran sus desdichas.

5.
La fuerza es siempre el recordatorio de la naturaleza que está en el origen de lo humano y que, por nuestra precariedad orgánica, a ella volveremos. La fuerza nos muestra una y otra vez que somos mortales y que nos conducirá de un modo u otro a nuestro fin. La fuerza se vivencia como un hambre extrema, se siente en la carne: en el dolor que nos recuerda que somos carne.
La fuerza lleva a la existencia humana a mostrar sus propios límites. La misma fuerza es ya materia inerte; de otro modo, no podría imprimirse con esa frialdad lacerante (p.293). Ella se mueve con la fuerza de la “necesidad” —de la causalidad, en griego anánkē—, lo inexorable, lo inevitable. Por esta razón también suele llamarse “destino”, ya que se presenta como una suerte de embriaguez que se apropia de los mortales —thnētós, como Homero llama a los seres humanos, en recordatorio de su condición— que creen poseer la fuerza, pero que, en realidad, son poseídos por ella.
El fuerte no es nunca absolutamente fuerte, ni el débil es absolutamente débil, pero ambos ignoran esa condición. Pretenden utilizar la fuerza o controlarla, pero nunca podrán lograrlo de manera absoluta. Nadie posee la fuerza, en Ilíada todos los mortales están afectados por ella, ya sean vencedores, vencidos, esclavos, suplicantes o héroes. Todos han pasado por un momento en que han tenido que doblegarse a ella tarde o temprano. “Nadie está libre del temblor de la carne ante la fuerza, porque ésta no reconoce límites” (p.294). Destino, necesidad, causalidad, inexorabilidad: todos estos aspectos confluyen en la ceguera como metáfora de la indistinción, de la ecuanimidad que gobierna a la fuerza. Esa ceguera será también una forma de justicia.
Ilíada es también el poema de la hybris, entendida como falsa ilusión de creer que se domina lo indominable. No se posee la fuerza. La fuerza posee a los mortales como si fueran juguetes. Entonces se revela como ajena o, incluso, exterior tanto a quien cree manejarla como a quien la sufre. En ambos casos, sólo se vuelven tolerables sus efectos en la forma de destino, es decir, asignándole el carácter de lo inevitable.
6.
De hecho, el prestigio de la fuerza reside precisamente en esa sordidez ciega-sorda-muda que hace esperar de ella el desborde y el descontrol. Su poder se construye sobre esta potencia presupuesta y, entonces, la ostenta para reafirmarla. En su exhibición obscena, se expresa la indiferencia orgullosa de los fuertes frente a los débiles, en el exceso innecesario en la dominación, en la desproporción del castigo, en el desdén. Todo lo que toca la fuerza lo aplasta (p.298).
Weil dice que nunca hay equilibrio entre fuerzas en Ilíada: están siempre en escalada. Su progresión se da geométricamente. Los que escuchaban el poema en la antigüedad pensaban que la muerte de Héctor le daría a Aquiles una gran alegría; sin embargo, esta alegría fue breve. A su vez, la muerte de Aquiles le daría una alegría a los troyanos, sin embargo… ; la aniquilación de Troya le daría una corta alegría a los espartanos, sin embargo…
El rigor geométrico de la fuerza (p.295) se observa en esta cadena de venganza que los griegos llamaron Némesis (que será el motor de las tragedias de Esquilo). Némesis es lo contrario a la prudencia. Es Némesis la que vulnera las ideas de límite, medida, equilibrio y proporción que constituían la base de la idiosincrasia griega (éthos), reguladora de las conductas. Podría decirse que los griegos “rendían culto a la geometría” en la forma de la virtud —recordando al justo medio (ton mesón) aristotélico—. Por eso parece no haber lugar al resguardo. A veces hasta la prudencia es insuficiente: si la fuerza está presente, no hay reglas, reina lo imponderable. Por esta razón, donde impera la fuerza se inhibe el intervalo en que se aloja el pensamiento (y la palabra). Dicha condición vuelve tan arriesgado pedirle consideración a la fuerza. Pero también por eso la palabra puede llevarla al desconcierto, puede abrir una brecha, puede quebrar la inercia y romper el “encantamiento” enceguecedor y enmudecedor de la fuerza. La fuerza ignora sus propios límites, pero la palabra podría llegar a mostrárselos.
La paradoja está dada porque el único modo de conjurar el mecanismo de escalada de la fuerza es haciendo un uso “mesurado” de ella. Pero esa situación exigiría una capacidad que está más allá de lo humano; como dice Weil: “una virtud tan poco habitual que encontraría virtud en la debilidad” (p.298). Para ello, sin embargo, se debe asumir la propia fragilidad. Según los griegos, el heroísmo es una actitud teatral “manchada de jactancia” porque el estado de heroísmo no puede sostenerse: tarde o temprano llega el miedo, la derrota, la muerte del compañero o la muerte propia.
7.
La guerra es el reino de la fuerza, no importa dónde se lleve a cabo ni contra quién ni por qué. Siempre es la vencedora, hasta que llega el fin. Quienes van a la guerra, entonces, deben aceptar la idea de su propia muerte como posibilidad futura, como porvenir. El pensamiento de la muerte, empero, sólo puede ser sostenido por destellos, de modo que, cuando se cavila sobre el mañana, el pensamiento se automutila para no pasar por la muerte. Y así nos hace también incapaces de pensar en el fin de la guerra. Para habitar el presente de la guerra, habitamos la fuerza. Weil comenta:
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La guerra, al ser omnipresencia de la fuerza, se convierte en un obstáculo que no permite percibir más allá de la muerte. Ni siquiera permite pensar el fin de la guerra, borra esa línea final […] ¿Qué le importa ya Helena a Ulises, qué le importa ya sus riquezas? Ya está un poco muerto al ver morir a sus amigos (p.301).
La embriaguez de la fuerza se apodera de las humanidades convertidas en armas para la guerra, corroídas, corrompidas por todo lo que ya han perdido. Y sólo puede satisfacer la sed que esas pérdidas producen con la destrucción total del enemigo. Sólo conoce la sed de matar y de morir. La sed del vencedor tiene esa falta de generosidad. Se vuelve como una plaga de la naturaleza. Es una sed insaciable porque sólo se sacia recuperando lo perdido, cosa que es imposible. Este tipo de existencias ya no pertenecen a la especie de los vivos. Quien vence es también ya una cosa: sólo así puede cosificar todo lo que toca.
En Ilíada, se deja de ser cosa movida por la fuerza sólo en momentos breves: puntualmente, en los que se encuentran, en tanto humanos, amando o recordando a quien aman. Todas las formas del amor están presentes en Ilíada como destellos de la hospitalidad entre los guerreros, que recuerdan que uno hospedó al otro (Diomedes y Pilagos, quienes bajan sus armas cuando se reconocen en la arena); el amor del hijo (Héctor y Príamo); el amor fraterno entre hermanos (Agamenón y Menelao, Héctor y Paris); el amor conyugal (Andrómaca y Héctor); amor de padres a hijos (Tetis que llora por Aquiles, Príamo que llora por Héctor); la amistad entre Príamo y Aquiles, como también entre Ulises y Mentor. Los lazos filiales adormecen la sed de venganza. Son los momentos en que la fuerza puede ser sosegada, aunque sea a destellos.

Ilíada, entonces, “nos muestra la mayor desdicha que existe entre los mortales”. Enseña, además, que la destrucción de una polis implica mucho más que derribar sus muros y saquear sus templos, incendiar sus techos y esclavizar niños y mujeres: también corroe la condición de posibilidad de lo político, en su calidad de sistemas de convivencia. Pero esta situación no sólo le ocurre a la polis sitiada, sino también a las ciudades de los sitiadores, pues muchos de ellos, alejados de sus hogares, no volverán, y si vuelven, no serán los mismos que partieron. Son los lazos afectivos, con sus gestos y sus palabras, los que nos podrían mantener cerca de los afectos y a salvo de la fuerza. No obstante, ésta corta los lazos con su lanza fría, tanto de vencedores como de vencidos: la fuerza nos aleja de la palabra del ágora, de la amistad de la polis y del amor del oikos.3
La fuerza sólo puede ser conjurada diciendo “no”: renunciando a la fuerza, negándonos a ser dominadores o dominados, negándonos a admirar las obras de los fuertes o de los héroes. Rechazamos la fuerza cuando logramos no odiar a los enemigos y cuando no despreciamos a los desdichados, sino que les abrimos los brazos con palabras de abrigo. Ésta es la lección que enseña Ilíada, utilizada como poema pedagógico en Grecia, una lección que parece aún no hemos aprendido.
- Filósofa y tanguera. ↩︎
- Weil, Simone (1940/2007) Escritos históricos y políticos. Madrid: Trotta. ↩︎
- Polis, antiguo orden político griego antiguo; ágora, plaza pública y lugar de la asamblea en la polis; oikos, hogar. ↩︎
Nota sobre las imágenes: a continuación, se enlistan los créditos autorales del material gráfico:
a. Imagen de la portada: Jose Antonio Gallego Vázquez [@joseantoniogallego].
b. Imagen 1: usuario de Wikipedia “Dr.K”(el material original es de dominio público, pero la imagen se comparte bajo la licencia Creative Commons Attribution-Share Alike 2.0).
c. Imagen 2: usuario de wikipedia “Jastrow”(el material original es de dominio público, pero la imagen se comparte bajo la licencia Creative Commons Attribution-Share Alike 2.0).
b. Imagen 3: usuario de Pexels “Alonzo Photo” [@alonzophotographie].
c. Imagen 4: Vladimir Gladkov [@vovkapanda].

