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Notas sobre el occidentalismo periférico

Mariela Cuadro

América hispana no ha estado exenta de los procesos de dominación propios del occidentalismo. Pero, paradójicamente, lo que comenzó como una catástrofe contra los pueblos originarios del continente americano se volvió, al cabo de un tiempo, el discurso que legitima su posición en el tiempo actual. Muchas veces, sin mayor filtro crítico, en Hispanoamérica hemos alabado al progreso, a la modernidad y, desde luego, a Occidente.

Por: Mariela Cuadro 1

1.

Me propongo aprovechar este espacio para articular una pregunta y ensayar una respuesta. La pregunta que moviliza este texto es: ¿cómo ejercemos el poder sobre nosotros mismos? El nosotros es una categoría resbaladiza e informe. Por tanto, comenzaré por dibujar sus límites explicitando la posicionalidad de quien escribe: en esta oportunidad, escribo como académica, argentina y latinoamericana, preocupada por la perseverancia de los rasgos de colonialidad que nos constituyen. De entre estos, aquí interesan los ligados a los procesos de subjetivación: específicamente, a nuestra participación incesante en el occidentalismo como modo de representación del sí mismo, condición de posibilidad y efecto de la co-articulación e imbricación de la modernidad, el colonialismo y el capitalismo.

Busco comenzar a esbozar la idea de una forma particular que el occidentalismo adopta en América Latina: el occidentalismo periférico. Este discurso supone una forma de pensar, sentir y actuar que indica, al mismo tiempo, una pertenencia (el ser occidental como hecho) y un objetivo a futuro (el ser occidental como proyecto). Dicha tensión conlleva la idea de una subjetividad dividida que rechaza su presente, al tiempo que imagina a un sujeto ideal cuya realización se espera y se considera posible. De esta manera, la noción permite el registro de una subjetividad colonial caracterizada por la otrificación del sí mismo.

2.

Así, para tratar la cuestión del poder, este texto pasa por la subjetivación, aunque, para lidiar con ella, primero se detiene en la representación. Nuestro itinerario, entonces, es el siguiente: representación y subjetivación; representación y poder; subjetivación y poder.

¿Por qué nos interesa la representación, es decir, la relación entre el lenguaje y el mundo? Interesa en tanto no se le adscribe al primero un carácter pasivo de mero instrumento, sino un rol activo en la constitución del último. Así, a la función descriptiva que se identifica en la representación, se suma una función normativa. Al indicar cómo es el mundo, el lenguaje nos indica qué podemos hacer en él y con él, definiendo, al mismo tiempo, quiénes somos. De allí la relación íntima entre representación y subjetivación.  

Ahora bien, las representaciones no son infinitas y, por ende, tampoco las formas de subjetivación. Algunas se imponen sobre otras estableciendo discursos de verdad, de manera que se fijan y devienen en sentido común por períodos de tiempo más o menos prolongados. Las relaciones de poder son fundamentales para estas fijaciones: sin aquéllas, éstas no son posibles. Aquí es preciso entender al poder en un sentido amplio y relacional. Dicha concepción elude la idea del poder-mercancía —es decir, el que se tiene o no se tiene, el que se gana o se pierde, o el que puede cuantificarse—; en cambio, lo comprende como una relación que existe únicamente en ejercicio y funciona de manera descentrada. En este marco, el vínculo íntimo entre representación y poder no refiere exclusivamente a la propiedad o no de los medios de comunicación, ni a las intenciones más o menos inconfesables de determinados agentes “con poder”, sino que apunta a iluminar mecanismos infinitesimales y cotidianos mediante los que algunas representaciones se vuelven verdades.

Actuamos, miramos e interpretamos sostenidos sobre estas últimas, produciendo nuevas representaciones que entran en disputa con las anteriores. Así, más que conocer una verdad exterior a nosotros, la encarnamos y la actuamos. Ella nos modifica no sólo en términos racionales, sino también en términos afectivos y emocionales. Las representaciones convertidas en verdades nos constituyen en nuestros cuerpos, identidades y deseos.

3.

Al tratar los vínculos entre representación, subjetivación y poder, Edward Said es una referencia obligada, quien los esculpió magistralmente en el desarrollo de su concepto de orientalismo. Por medio de esta noción, el autor palestino identificó aquellos mecanismos por los que oriente es representado y cómo establecen una verdad que no sólo habilita su intervención, control o manipulación, sino que también lo hacen “oriental”. En otras palabras, para Said, el orientalismo es un discurso mediante el que Oriente es constituido como oriental y, así, otrificado. Sin embargo, lejos de construir el concepto desde una mirada meramente instrumentalista, el autor se detuvo también en los efectos sobre la subjetividad de aquél que porta dicho discurso y postuló que el orientalismo no sólo constituye a Oriente como “Lo Otro”, sino que, en el mismo movimiento, constituye a Occidente como el “Sí Mismo”. De este modo, Said definió al orientalismo como un sistema de representación que, al establecer la verdad sobre Oriente, lo otrifica, produciendo, al mismo tiempo, la identidad occidental. Este mecanismo supone la puesta en funcionamiento de relaciones de poder en dos sentidos. En primer lugar, se establece una diferenciación entre el sujeto de la representación (el orientalista) y el objeto de ésta (el oriental). En segundo lugar, entre aquello que es construido como identidad y aquello que se construye como otredad, se instaura una relación jerárquica que habilita el ejercicio de la violencia sobre la última, en nombre de valores ético-políticos que ubican lo bueno y lo deseable del lado de la primera.

Al investigar, reflexionar y escribir sobre el orientalismo, Said centró su atención en textos literarios y especializados producidos en Europa (fundamentalmente Francia y Gran Bretaña, como potencias que habían colonizado Oriente) y en Estados Unidos (como heredero de aquéllas). En este marco, el autor destacó que el contexto político en que escribían los autores de dichos textos, además del vínculo histórico específico entre los espacios desde los que lo hacían y su objeto de estudio (Oriente), convertían a sus trabajos en eminentemente políticos. Esta afirmación no implicaba identificar allí una relación directa o determinista, es decir, no equivalía a sostener que se trataba de herramientas creadas y utilizadas por el poder imperial con fines inconfesables —recuérdese que se descartó el carácter meramente instrumental de este discurso—. En cambio, lo que Said buscaba subrayar era que esos textos, presuntamente no contaminados por la política, estaban enmarcados en relaciones de poder y tenían —tienen— efectos de poder. De esta manera, el autor sentaba posición sobre las relaciones entre la producción de verdad y el poder.

Pese a todo lo anterior, el orientalismo no es un discurso ceñido geográficamente al interior de las fronteras de Europa y de Estados Unidos. El corpus de las ideas-fuerza que lo han constituido históricamente, y que otrifican a Oriente, constituyen los conocimientos que sostienen también a la mayoría de las producciones contemporáneas académicas y no-académicas sobre (Medio) Oriente en América Latina. Hernán Taboada denominó a este orientalismo como orientalismo periférico, término con que caracterizó a buena parte de los estudios de Medio Oriente desde nuestra región, resaltando su carácter dependiente y marginal. De esta manera, el autor destacó que el orientalismo en América Latina funciona reproduciendo las representaciones que, sobre esa parte del mundo y su población, son producidas desde una posición eurocéntrica.

4.

Con la descripción de la red de relaciones entre textos literarios y especializados, además de las instituciones y los intereses políticos, económicos y militares que constituyen al orientalismo, Said se convirtió en un referente de los estudios poscoloniales. En nuestras latitudes, dichos planteamientos fueron fundamentales para la emergencia de la perspectiva decolonial, cuyos análisis críticos se concentraron en la relación entre modernidad y colonialidad, más que nada en el lugar de América Latina en la constitución de la modernidad, el capitalismo y el racismo. En este marco, algunos de esos estudios trataron de manera más o menos sistemática un concepto que apareció, al principio, como la contracara de la noción que Said desarrolló: occidentalismo.

El término referido ha tenido acepciones variadas. Desde las miradas poscoloniales y decoloniales, pueden identificarse dos denominadores comunes claramente articulados por Fernando Coronil. En primer lugar, la noción ya no refiere a los modos en que Occidente representa a sus otros, sino a aquéllos mediante los que se representa a sí mismo. En segundo lugar, el occidentalismo, como conjunto de estrategias representacionales, se encuentra íntimamente vinculado al colonialismo. En este marco, Walter Mignolo postuló que, al igual que el orientalismo, el occidentalismo es también un discurso, pero, a diferencia del primero, cuyo funcionamiento se da mediante la construcción de una otredad irreductible, se trata de un discurso de anexión de la diferencia. El autor argentino incluso llegó a proponer que, mientras la lucha emancipatoria por excelencia de los pueblos de Asia y África era contra el colonialismo, el discurso de descolonización de los pueblos de América Latina debía ir dirigido contra el occidentalismo.

5.

Este texto se sostiene mayormente sobre el desarrollo realizado por Couze Venn en su libro Occidentalism. Modernity and Subjectivity. Allí historizó el proceso de institucionalización del occidentalismo identificando al año 1492 como la catástrofe (Nakba)2 signada por la violencia que marcó el nacimiento de Occidente. El libro definió al occidentalismo como un marco de inteligibilidad para el ordenamiento del mundo propio de la Europa devenida en Occidente, y señaló que la globalización de este marco que organiza los modos de representación, subjetivación y poder tuvo como condición de posibilidad y efecto la confluencia de tres procesos que aún forman parte de nuestra contemporaneidad: la modernidad, el colonialismo y el capitalismo.

En relación con la modernidad, Venn destacó la instauración del sujeto moderno. Como han señalado varios de sus críticos, la modernidad funciona por medio del establecimiento de líneas de separación: aquélla que la inaugura cubre la dimensión epistemo-ontológica, puesto que separa al sujeto de su entorno natural y social. De esta manera, no sólo establece la idea de un sujeto racional autónomo, sino también jerarquías entre éste, los objetos y los otros. Así, emerge la posibilidad de que el sujeto moderno conozca y organice tanto al mundo como a sus habitantes, pero que también establezca la verdad sobre sí mismo y sobre los otros. Con el tiempo, este sujeto deviene, además, en el único agente de la Historia. El sujeto moderno, de este modo, se yergue como soberano de sí mismo, de los otros, de la naturaleza y de la historia. 

En cuanto al colonialismo, Venn propuso definirlo como un sistema geopolítico y cultural que operó en un momento determinado en el nivel de la conceptualización y de los intereses políticos, militares y económicos de las potencias europeas. El colonialismo y sus prácticas asociadas —racismo, esclavismo, genocidio— fueron el fondo contra el que se fue constituyendo el sujeto moderno y la violencia que acompaña la modernidad, tal como lo desarrollaron los decoloniales con el concepto modernidad/colonialidad. A partir de la jerarquización racial, la violencia del colonialismo no sólo se ejerció sobre aquéllos a quienes no se consideraba humanos, sino también a las personas que no se pensaban como sujetos autónomos. En otras palabras, sobre aquéllos a quienes no se consideraba del todo sujetos. Esta inscripción del otro en una idea de otredad permitió a las potencias coloniales sucesivas llevar adelante prácticas de control, manipulación, gobierno y violencia sobre los distintos pueblos no-occidentales.

La conquista de América contribuyó al nacimiento y despegue del capitalismo y la industrialización; además, señaló la lógica de la acumulación originaria que le subyace: la separación del productor de los medios de producción. En las tierras que habitamos, este proceso se emprendió, “a sangre y fuego”, mediante prácticas como el saqueo de tierras y de riquezas, la esclavización, la explotación sistemática, los asesinatos en masa, el genocidio, entre otras. De este proceso, Venn subrayó la instauración del capitalismo racional y la fe en la racionalidad tecnocrática que conlleva. La red de verdades que sostienen a esta forma de relación social supone la hegemonía de la racionalidad instrumental y la eficiencia económica como vara para juzgar la deseabilidad de los objetivos políticos. 

6.

A partir de lo escrito, se evidencia que Venn fijó un centro desde el que se ha irradiado el occidentalismo en la Europa devenida en Occidente. De acuerdo con el autor, el occidentalismo inscribe a Occidente como el punto más avanzado de la historia mundial, constituyéndose en la meta por alcanzar de todos los pueblos del mundo. Y, en efecto, sus prácticas de subjetivación, de relacionamiento con el otro y con lo otro y de normativización se han globalizado al punto de ser asimiladas incluso por aquéllos que fueron subyugados por este discurso. Entre estos últimos, se encuentra América Latina.

Debido a la fuerza que tiene el discurso del desarrollo en esta región del mundo, la idea de occidentalismo periférico, como modo de ejercicio del poder sobre nosotros mismos que aquí comienzo a esbozar, añade, a la conceptualización de Venn, la cuestión del desarrollismo. Esta teoría cumple un rol central en la organización de nuestra relación con nosotros mismos, con nuestros distintos otros, con la naturaleza y con el mundo. Por tanto, la forma que toma el occidentalismo en la periferia latinoamericana está íntimamente vinculada con el desarrollismo. El occidentalismo periférico también se constituye y se profundiza en el contexto de co-articulación de modernidad, colonialismo y capitalismo. Sin embargo, su posición al interior de estos tres procesos y el modo en que se articula el discurso del desarrollo en cada uno de ellos lo lleva a constituirse de manera diferenciada respecto del occidentalismo.

En relación con la modernidad, el occidentalismo periférico comparte la idea de sujeto moderno, aunque, a diferencia del sujeto del occidentalismo, su autonomía no está garantizada, puesto que se ve amenazada desde flancos distintos. Podrían listarse las amenazas a la autonomía del sujeto latinoamericano y clasificarlas por períodos históricos. Así, encontraríamos obstáculos distintos para su realización: los bárbaros, el imperio, el estatismo, el neoliberalismo, la izquierda, la derecha, sólo para trazar algunos ejemplos.

Asimismo, el occidentalismo periférico también establece diferenciaciones jerárquicas con su entorno natural y social. Si bien la distinción respecto del primero le permite el desarrollo y la fe en la ciencia como conocimiento validado, la diferenciación respecto del segundo adopta visos de complejidad mayor. Los “otros” del occidentalismo periférico no son sólo aquéllos devenidos en otredad —en general, compartidos con el occidentalismo, como demuestra el caso del orientalismo periférico—, sino también una diferencia positiva —Europa, los países desarrollados— frente a la cual la propia identidad aparece fallando, incompleta. En este marco, los otros deseados y deseables son constituidos como la norma a alcanzar.

En cuanto al colonialismo, el occidentalismo periférico se encuentra en una posición de ambigüedad marcada: no es colonizador, pero tampoco colonizado. Por momentos cumple la función del primero, aunque lo hace en una posición subsidiaria. Así, ejerce la violencia sobre aquello que construye como otredad, pero es también objeto de violencia, control, manipulación y gobierno por parte del occidentalismo.

Por último, el occidentalismo periférico sostiene al capitalismo por la vía del desarrollismo, aunque aquí le ha tocado desempeñar el rol de objeto de intervención. Arturo Escobar postuló que el discurso del desarrollo permitió reestructurar las relaciones coloniales luego de la Segunda Guerra Mundial a partir del establecimiento de una línea de corte que dividió a los países del mundo en desarrollados y no-desarrollados (o subdesarrollados). El discurso del desarrollo, articulado de distintos modos con el occidentalismo periférico, instauró, como objetivo político, económico y social de los países subdesarrollados, llegar a ser como los desarrollados. De este modo, instauró al desarrollo como la única vía posible hacia la modernidad, así que los países subdesarrollados se convirtieron en los únicos objetos de este discurso y, por tanto, de sus intervenciones.

7.

Lo escrito hasta aquí no es más que un esquema, un boceto, una declaración de intenciones. Identificar la forma que toma el occidentalismo en América Latina nos permite reflexionar sobre la trama que constituyen el poder, el saber y los procesos de subjetivación. Articulado desde espacios cuya pertenencia a Occidente es tan deseada como polémica, supone un nuevo pliegue: la posibilidad de la representación del sí mismo como otredad o la otrificación del sí mismo. Supone, también, el borramiento de aquello contra lo que ejerce violencia. Así, emerge la constitución del sí mismo como problema. La especificidad espacio-temporal del occidentalismo periférico la llevan a articular una tensión que queda sin resolución: una pertenencia actual a Occidente, sostenida no sólo por el colonialismo histórico, sino también por su ubicación geográfica, y al mismo tiempo, por una pertenencia que toma la forma de proyecto a futuro, el ideal a alcanzar.


  1. Socióloga e internacionalista (CONICET/UNSAM, Argentina). ↩︎
  2. Nota del editor: nakba es un término en lengua árabe cuyo significado es “catástrofe”. ↩︎

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