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El poder se dice (y se ejerce) de muchas maneras

Antonio Campillo Meseguer

Desde las pequeñas bandas de nómadas hasta la ecología-mundo capitalista, el humano ha ambicionado el poder. Con una revisión erudita en clave histórica, el autor nos invita a reflexionar sobre dicho fenómeno, cuyos fundamentos varían según la época, pero que, en el fondo, quizá siempre han apuntado a la misma dirección: la doble capacidad de dar vida y muerte —más aún: el deseo de darle forma a nuestro mundo—.1

Por: Antonio Campillo Meseguer 2

En la lengua castellana, el término poder se utiliza como verbo, nombre y adjetivo, en contextos sociales muy diferentes y con una gran diversidad de significados. Esa rica polisemia revela que el fenómeno del poder es algo extremadamente amplio, cambiante y polimorfo: está presente en todas nuestras interacciones (con los humanos y con los no-humanos), se transforma de manera incesante y puede adoptar rostros innumerables como el dios griego Proteo. Por eso, es muy difícil saber de qué hablamos cuando hablamos del poder.

Si ampliamos al máximo el significado del término y afirmamos con Nietzsche que “ser es poder”, nos veremos obligados a reconocer, parafraseando a Aristóteles, que el poder se dice (y se ejerce) de muchas maneras. En este breve ensayo voy a exponer tres ideas entrelazadas: a) las dimensiones diversas del poder, sus muchas combinaciones culturales y sus mutaciones históricas incesantes; b) las diferentes ontologías con que ha sido pensado por los humanos y los distintos modelos teóricos que se han formulado en los últimos cuatro siglos; y, por último, c) la necesidad de un enfoque pluralista y ecopolítico que nos permita comprender no sólo el polimorfismo del poder, sino también las formas extremas que ha adoptado en la época del Antropoceno/Capitaloceno.

I

Los seres humanos, como los demás seres vivos que pueblan la Tierra, nacemos y morimos en un mundo que nos precede, nos sustenta mientras lo habitamos y nos sobrevive. El nacimiento y la muerte son los límites irrebasables y las condiciones de posibilidad de la vida humana.

Pero los humanos no nos limitamos a experimentar pasivamente esos dos límites de nuestra existencia, como si fuesen unas fronteras fijas que exceden a nuestra capacidad para darles forma, sino que podemos modelarlas con un cierto margen de libertad: podemos cuidar la vida que nos ha sido dada y demorar la muerte que nos está destinada, pero también podemos descuidarla e, incluso, interrumpirla deliberadamente. Más aún, podemos dar la vida y la muerte a otros humanos y, en general, a otros seres vivos. Si no dispusiéramos de la doble capacidad de dar y quitar la vida, no tendría sentido el concepto de libertad, ni se habría constituido ninguna comunidad humana, porque es esa capacidad doble la que hace posible la transmisión biológica y cultural de las generaciones, las relaciones de alianza y de hostilidad entre grupos vecinos, y nuestro sustento material mediante la interacción metabólica con los demás seres vivos y con el conjunto de la biósfera terrestre.

La doble capacidad de dar la vida y la muerte es el fundamento ontológico de ese fenómeno al que llamamos “poder”. Todo poder es un poder ser o no-ser, un poder de creación y de destrucción, un hacer que algo llegue a ser o deje de ser. Ese poder lo nombraron los antiguos griegos mediante dos expresiones diferentes: génesis, que alude a la generación biológica de plantas y de animales, y poiesis, que nombra la producción técnica o artística. En ambos casos, se crea algo nuevo: se da el ser a lo que antes no existía. Además, la capacidad poiética permite a los humanos concebir toda clase de seres artificiales y dotarlos de un poder autónomo, hasta el punto de amarlos y temerlos como a cualquier otro ser vivo: los dioses fundadores, las almas de los difuntos, los espíritus que habitan en el cielo, la tierra, las aguas y el subsuelo, los personajes con los que componemos cuentos, leyendas, mitos, dramas, novelas y películas, y los objetos sagrados creados con nuestras propias manos: una máscara ritual, la efigie de un dios, la máquina de vapor o la bomba nuclear.

II

Ahora bien, los humanos hemos inventado diferentes ontologías, diferentes clasificaciones de los seres del mundo y de sus relaciones mutuas. Philippe Descola, en Más allá de naturaleza y cultura (2005), distingue cuatro grandes ontologías: “animismo”, “totemismo”, “analogismo” y “naturalismo”. Las dos primeras han sido elaboradas por el pensamiento mítico, que es la forma de pensamiento más antigua y extendida, la que ha caracterizado a las sociedades tribales desde hace más de 300,000 años, es decir, durante 98% de la historia humana. Claude Lévi-Strauss, maestro de Descola, lo definió como “pensamiento salvaje” y cuestionó los prejuicios evolucionistas y eurocéntricos de la antropología occidental. Otro discípulo de Lévi-Strauss, el brasileño Eduardo Viveiros de Castro, considera que lo distintivo de los pueblos indígenas americanos, y en particular de los pueblos amazónicos estudiados por él, es el “perspectivismo”, una noción que toma de Nietzsche y de los nietzscheanos Deleuze y Guattari: el mundo, según la “metafísica caníbal”, está compuesto por una multiplicidad irreducible de puntos de vista, pues todos los seres están dotados de percepción y de intención, de experiencia y de agencia, de saber y de poder. Hay una continuidad ontológica entre todos los seres del mundo, sean dioses o difuntos, vegetales o animales, astros o parientes. No hay una división dicotómica entre personas y cosas, humanos y no-humanos, seres con agencia y seres sin ella, sino una multiplicidad de agentes con perspectivas y capacidades propias. Todos tienen un cierto poder para dar la vida y la muerte a los demás. Pero no hay identidades fijas ni una jerarquía estable entre los distintos seres, sino que entre ellos se da una trama cambiante de alianzas y de conflictos, de hibridaciones y de transformaciones. Por eso, el “perspectivismo” tiene como contrapunto inseparable la “metamorfosis” entre unos seres y otros.

Este pensamiento animista, perspectivista y metamórfico es congruente con la estructura horizontal de las sociedades tribales. Como señaló Pierre Clastres, otro discípulo de Lévi-Strauss, las comunidades tribales basadas en los vínculos del parentesco y en la economía de la reciprocidad comunal son “sociedades contra el Estado”, porque están estructuradas para impedir que se instituya una relación de dominación entre diferentes grupos humanos. Hobbes atribuía a las tribus americanas un “estado de naturaleza” prehumano caracterizado como una “guerra de todos contra todos”, y pensaba que el tránsito hacia una “sociedad civil” sólo podía conseguirse mediante la institución coactiva, pacificadora y civilizadora del Estado. Contra Hobbes, Clastres considera que las comunidades indígenas no sólo son sociedades plenamente humanas, sino que mantienen entre sí unas relaciones cambiantes de alianza y de hostilidad precisamente para evitar la aparición del Estado, es decir, la dominación coactiva de unos grupos humanos sobre otros.

III

Hace apenas 5,000 años, se produce un gran cambio en la historia humana. Como dice Clastres, la primera ruptura decisiva en la historia de las sociedades, la que introduce entre ellas una discontinuidad temporal y una bifurcación espacial, no es la domesticación de plantas y de animales, sino la formación del Estado, la división entre gobernantes y gobernados, la jerarquización entre diferentes estamentos sociales y, con ella, la distinción entre sociedades “salvajes” (sin Estado) y “civilizadas” (con Estado). Esa gran “ruptura política” supone una reordenación profunda de todas las relaciones ecosociales que han caracterizado a las sociedades humanas desde hace 300,000 años. Lo que une a las sociedades estamentales ya no son los vínculos del parentesco, sino un régimen político de dominación coactiva en que una élite guerrera, sacerdotal y administrativa gobierna sobre una diversidad de grupos parentales y étnicos muy diferentes. El principio de dominación jerárquica atraviesa todas las relaciones ecosociales. La reciprocidad comunal deja paso a la redistribución estatal, en que una reducida élite se apropia de tierras, personas, animales y cosas. Los diferentes estamentos no pueden emparentar entre sí porque su estatus se reproduce genealógicamente. Las relaciones de parentesco adoptan una estructura patriarcal en que los varones dominan como reyes domésticos a las mujeres, los hijos, los esclavos y los ganados.

Incluso el orden simbólico del mundo adopta una estructura jerárquica. No es ninguna casualidad que el paso de las sociedades tribales a las estamentales supusiera también un cambio en la manera de conceptualizar el cosmos. Según el pensamiento “animista”, el mundo está poblado por una pluralidad de seres con poderes propios y los humanos establecen con ellos relaciones de alianza y de conflicto como las que mantienen con sus parientes y vecinos. En cambio, según el pensamiento “analogista”, el cosmos se encuentra ordenado jerárquicamente: si los reyes, guerreros y sacerdotes pueden dominar a sus semejantes, es porque son los intermediarios privilegiados entre los dioses celestes y los mortales terrestres. La filosofía grecolatina y las tres religiones abrahámicas (judía, cristiana e islámica), así como las grandes filosofías y religiones dhármicas (hinduismo, budismo, confucianismo, taoísmo, etcétera) no son sino variantes más o menos complejas de lo que Descola llama “analogismo”. Todas ellas establecen lo que Arthur Lovejoy denominó “La gran cadena del ser” (1936), es decir, una jerarquía entre el macrocosmos y el microcosmos, lo celeste y lo terrestre, lo natural y lo humano. En todas ellas, el poder no es una prerrogativa de los humanos, sino que es ejercido también por los no-humanos: más aún, son estos últimos quienes detentan los poderes máximos y ejercen su supremacía sobre los pequeños poderes humanos.

Así es como surge lo que Lewis Mumford llamó la “Megamáquina”, un gran ensamble eco-socio-tecno-simbólico que transforma los territorios, extermina a pueblos enteros, sojuzga a millones de seres humanos, acumula grandes riquezas para el sostenimiento de la reducida élite dominante y crea las condiciones para una sofisticada “civilización” donde florecen las artes, las ciencias, las religiones y las filosofías. Por tanto, la llamada “civilización” no surge para superar a la “barbarie”, como han defendido todas las teorías sociales evolucionistas, sino que es ella misma la que la produce. Ya lo había escrito Walter Benjamin en 1940, en su crítica del concepto moderno de progreso: “no hay documento de cultura que no lo sea, al tiempo, de barbarie”.

IV

Hagamos una primera recapitulación de lo expuesto hasta ahora. Con el término “poder” nombramos tres realidades diferentes, aunque estrechamente relacionadas entre sí: la “capacidad” de un ser para afirmarse como tal y para actuar en el mundo, la relación horizontal y ambivalente de “alianza” y de “conflicto” entre diferentes seres para potenciar o limitar sus capacidades de acción, y, finalmente, el régimen de “dominación” jerárquica de unos seres sobre otros.

El poder es una “capacidad” de la que dispone un ser para hacer esto o lo otro y, por tanto, para causar o inducir en el mundo efectos determinados. En último término, es la capacidad para dar la vida y la muerte, para crear y destruir, para hacer que algo sea o deje de ser. En este sentido, puede decirse que todo ser del mundo —una estrella, una nube, un virus, un álamo, una alondra o una mujer— dispone de un determinado poder, o, más exactamente, consiste en un poder-ser. A esto se refiere Aristóteles cuando habla de la “potencia” o dynamis que constituye a todo ser y que le hace moverse o comportarse de una manera determinada, conforme a la “naturaleza” que le es propia. Esta idea la encontramos también en Spinoza cuando atribuye a todo ser un conatus, una tendencia a perseverar en su ser —más aún: a incrementar su potencia de ser—. La misma idea reaparece en Schopenhauer y en Nietzsche cuando identifican la esencia de todos los seres con la “voluntad de poder” que les lleva a afirmarse como tales. Y la encontramos de nuevo en la “evolución creadora” de Bergson y en el materialismo “rizomático” de Deleuze, pues ambos atribuyen a todo lo existente la “posibilidad” imprevisible e ilimitada de engendrar nuevas formas de lo real.

En el caso de los humanos, estas potencias o capacidades pueden ser innatas o adquiridas, y su adquisición o la pérdida no ocurre sólo de forma accidental, sino que depende también —y, sobre todo— de las relaciones que mantenemos unos con otros. Casi todo lo que un ser humano puede hacer —desde hablar una lengua hasta viajar a la Luna— se lo debe a las habilidades físicas y mentales que ha aprendido de otros, y a los recursos técnicos, económicos, políticos y simbólicos que ha recibido de ellos. Además, el poder como “capacidad” lo identificamos con la “libertad”, porque entendemos que los humanos somos “libres” en la medida en que disponemos de cierto poder para realizar tales o cuales acciones. Por eso, la “teoría de las capacidades” de Amartya Sen y Martha Nussbaum vincula el desarrollo efectivo de las libertades humanas con la adquisición de capacidades personales y con la provisión pública de los recursos que las hacen posibles.

Ahora bien, el mundo está constituido por una pluralidad de seres muy diversos, y el poder-ser de cada uno depende de las relaciones de alianza y de conflicto que mantiene con todos los otros. En otras palabras, el poder es una capacidad relacional y relativa. Heráclito hablaba de la tensión irresoluble entre la guerra y la armonía, “el arco y la lira”, como la ley que rige el movimiento incesante de aparición y desaparición de todos los seres. Empédocles la describe como el conflicto eterno entre dos fuerzas cósmicas: el amor (filía) y el odio (neîkos). Freud repite la misma idea al identificar dos pulsiones básicas: Eros y Thanatos, el principio de vida y el de muerte.

En el caso de los humanos, nuestro poder-ser tampoco está dado de una vez por todas, sino que depende de las relaciones de alianza y de conflicto que mantenemos unos con otros, y que potencian o limitan nuestras capacidades, nuestras posibilidades de acción en el mundo. Son estas relaciones cambiantes las que dan origen a una distribución diferencial de los poderes, al permitir que unos humanos afirmen y acrecienten su poder a costa de otros, pero también gracias a la alianza con ellos. En efecto, los poderes de los que disponemos están distribuidos desigualmente, sea por diferencias heredadas genéticamente o adquiridas accidentalmente (basta pensar en las personas con algún tipo de discapacidad física o mental), o por diferencias instituidas y moduladas socialmente (entre adultos y niños, hombres y mujeres, familiares y extraños, ricos y pobres, etcétera). Toda sociedad establece —más aún: consiste en— un determinado régimen eco-tecno-político de distribución diferencial de los poderes entre sus miembros, y también entre estos y los demás seres del mundo.

Esta distribución diferencial de los poderes es la causa y el efecto de las relaciones de alianza y de conflicto que se han dado siempre en las sociedades tribales y que siguen dándose hoy en muchas de nuestras interacciones cotidianas. El “otro” (xenos, en griego) es al mismo tiempo el “extranjero” y el “huésped”, el “enemigo” y el “amigo”. Por eso, la relación con él puede oscilar entre la “hostilidad” y la “hospitalidad”, como indican los términos latinos hostes y hospis. Este vínculo ambivalente de “hostipitalidad”, como lo llamó Jacques Derrida, revela que las relaciones sociales son, inseparablemente, relaciones de poder y de responsabilidad. En la medida en que mis acciones influyen en las condiciones de existencia de los otros, en la medida en que tengo un cierto poder para limitar o potenciar sus propias capacidades de acción, ellos pueden interpelarme y exigirme que me haga responsable de mis actos. Esta es la ley básica de la convivencia humana.

En efecto, toda relación social, en cuanto relación de “hostipitalidad”, está regulada por una serie de reglas que establecen una cierta relación de proporcionalidad entre el poder y el deber, la libertad y la responsabilidad, hasta el punto de que la subjetividad de cada ser humano se constituye en la intersección de ese vínculo doble que lo une inseparablemente a sus semejantes y al resto de los seres del mundo. Michel Foucault postula la transversalidad de las relaciones de poder y de resistencia, y su papel determinante en la constitución de la subjetividad, mientras que Emmanuel Levinas atribuye esa transversalidad y ese papel constituyente a las relaciones de alteridad y de responsabilidad, pero lo cierto es que el poder y la responsabilidad son las dos caras inseparables de la misma moneda, como han señalado Paul Ricoeur y Jacques Derrida. Yo mismo he defendido en otros textos que toda relación social es, inseparablemente, una relación de poder y una relación de responsabilidad. Entre el extremo del tirano, que pretende ejercer sobre los otros un poder sin límite y sin responsabilidad alguna, y el extremo opuesto del esclavo, al que se le impone una responsabilidad sin límite y sin poder alguno, caben muchas formas de reversibilidad y de proporcionalidad entre el poder y la responsabilidad. Pero yo destacaría dos: la “responsabilidad contractual” entre personas con un poder equivalente y reversible, es decir, con iguales derechos y obligaciones, y la “responsabilidad tutelar” que las personas con más poder deben asumir hacia las criaturas más vulnerables y dependientes: niños, enfermos, ancianos, seres vivos no-humanos, etcétera.

Finalmente, en condiciones históricas determinadas, no sólo se dan estas relaciones de alianza y de conflicto más o menos fluidas, simétricas y reversibles, que podemos encontrar en todas las sociedades humanas hasta ahora conocidas, sino que también se instituyen grandes formas de dominio relativamente estables, asimétricas e irreversibles, que se extienden a amplias poblaciones y que perduran durante generaciones, pero que, al mismo tiempo, se enfrentan inevitablemente a formas de resistencia más o menos espontáneas u organizadas. Cuando estas desigualdades se estabilizan en el tiempo y se extienden en el espacio, hablamos del poder como una relación de dominación entre diferentes seres o colectivos de seres. Esto es lo que comenzó a suceder hace 5,000 años cuando en diversas regiones de la Tierra surgieron las primeras sociedades estamentales, es decir, las primeras formas de dominio de unos seres humanos sobre otros.

V

Los antiguos reinos e imperios agrarios fueron los primeros regímenes de dominación ecosocial (la primera versión de lo que Mumford llamó la “Megamáquina”), pero tuvieron una extensión territorial y una duración temporal limitadas, lo que permitió a muchas comunidades recuperar su estructura tribal, como ha señalado James C. Scott en Contra el Estado (2017). En cambio, a partir de 1492 comienza a construirse en el Occidente euroatlántico una nueva Megamáquina que desarrolla las innovaciones eco-socio-tecno-simbólicas de las precedentes, en apenas cuatro siglos se extiende por toda la Tierra y, tras la invención de las armas nucleares y la degradación acelerada de la biósfera, amenaza con exterminar a la humanidad y a otras muchas especies vivientes, como plantea Fabian Scheidler en El fin de la megamáquina (2015).

Junto con la Megamáquina moderna, surge una nueva ontología a la que Descola llama “naturalismo” y que divide el mundo en dos grandes tipos de seres: los humanos y los no-humanos. O, para decirlo con Descartes, la res cogitans y la res extensa, los sujetos y los objetos, las personas y las cosas, el Espíritu consciente y la Naturaleza ciega. Con el nacimiento de la “ecología-mundo” capitalista (Jason W. Moore), el “desencantamiento del mundo” (Max Weber) y “la muerte de la Naturaleza” (Carolyn Merchant), se impone una ontología claramente dualista: por un lado, el mundo biofísico es reducido a materia inerte, medible, manipulable y comercializable; por otro lado, los europeos modernos se atribuyen un poder tecno-científico y socio-político ilimitado para dominar y transformar todos los fenómenos naturales, conquistar y “civilizar” a los demás pueblos de la Tierra, construir una sociedad global emancipada de las limitaciones terrestres e, incluso, colonizar el espacio ultraterrestre y habitar otros astros del sistema solar. En esta nueva ontología, el poder en su triple acepción (como “capacidad”, como relación de “alianza” y de “conflicto”, y como régimen de “dominación”) es concebido como un fenómeno exclusivamente humano. Este presupuesto sociocéntrico ha dominado todo el pensamiento político moderno, desde el siglo XVII hasta el siglo XX, como si los humanos fuéramos los únicos “agentes” del mundo.

Efectivamente, entre los siglos XVII y XX se han ido sucediendo diferentes teorías o modelos sociocéntricos del poder. Estos diferentes modelos no sólo resaltan distintas dimensiones de las relaciones de poder entre los humanos, sino que también revelan el modo en que esas relaciones han ido mutando durante el desarrollo histórico de la Megamáquina moderna. En el Leviatán (1651), Thomas Hobbes elabora un modelo jurídico del poder que se centra en la “soberanía”, es decir, en el monopolio de la violencia física legítima por parte del Estado territorial moderno como origen y fundamento de toda otra forma de poder. En El capital (1867-1883), Karl Marx propone un modelo económico del poder no centrado ya en la “soberanía” como monopolio de la violencia física, sino en la “propiedad” como control de los medios de producción: el poder supremo no lo detentan los Estados territoriales, sino el Capital global, y los gobiernos soberanos son sólo un instrumento subsidiario al servicio de las clases propietarias. En Economía y sociedad (1922), Max Weber pretende ir más allá de la disyuntiva entre la teoría liberal del Estado y la teoría marxista del Capital, y para ello propone un nuevo modelo sociológico del poder: el fundamento del poder no está en la “soberanía” ni en la “propiedad”, sino en la “legitimación” como mecanismo ideológico que permite institucionalizar una relación estable de mando y obediencia, es decir, una forma organizada de dominación de unos individuos sobre otros. Ahora bien, puede haber diferentes formas de dominación en función de los diferentes modos de legitimación. Weber distingue tres “tipos ideales”: la dominación “carismática”, la “tradicional” y la “burocrática” o “racional”. Desde la “teoría crítica” de la Escuela de Frankfurt hasta la “sociología histórica”, ha habido muchos autores que han tratado de combinar a Hobbes, Marx y Weber para construir un modelo pluralista del poder. Es el caso de Michael Mann y de su monumental obra en cuatro volúmenes Las fuentes del poder social (1986-2012), en que distingue cuatro tipos de poder (político, militar, económico e ideológico) y analiza sus combinaciones cambiantes en los últimos 5,000 años.

Ni Hobbes, ni Marx, ni Weber prestaron la atención debida a una forma de dominación que nació con los primeros reinos e imperios agrarios, como advirtió Friedrich Engels en El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado (1884), y que, sin embargo, no es reducible a ninguno de los cuatro tipos de poder diferenciados por Mann. Me refiero al poder patriarcal de los varones sobre las mujeres y sobre los menores de edad, que no es innato ni universal, sino que se instituyó estrechamente vinculado a los primeros regímenes de dominación estatal, como han señalado Gerda Lerner, Helen Fisher, Elisabeth Badinter y muchas otras autoras. Fueron las activistas y pensadoras feministas quienes pusieron en cuestión este otro tipo de dominación, cuyo fundamento son los vínculos afectivos y reproductivos entre los sexos y entre las generaciones. Las teóricas feministas de la segunda mitad del siglo XX (desde Simone de Beauvoir, Betty Friedan y Kate Millet hasta Nancy Chodorow, Jessica Benjamin y Judith Butler) retomaron críticamente la obra de Sigmund Freud para elaborar un modelo psicológico del poder y, sobre todo, para identificar el patriarcado como un tipo de dominación basado en lo que Jessica Benjamin llamó Los lazos del amor (1988).

Debo mencionar brevemente a otros tres pensadores que afrontaron el fenómeno del poder tras las formas extremas que adoptó en la primera mitad del siglo XX: las dos guerras mundiales, los regímenes totalitarios, los campos de concentración y de exterminio, la manipulación genética de la vida, las armas de destrucción masiva y la carrera por el control del espacio ultraterrestre. En La condición humana (1958), Hannah Arendt elaboró un modelo político del poder (inspirado en la polis democrática griega) que pretende contraponerlo netamente a las relaciones de dominación, sea cual sea la fuente de esa dominación: la violencia física, la propiedad económica, la legitimación ideológica o las pulsiones inconscientes. Para ella, lo esencial del poder —y lo que debe ser reivindicado desde una perspectiva republicana y democrática— es la capacidad que tenemos los humanos para actuar de manera concertada, es decir, que una pluralidad de personas libres e iguales hagamos posible un espacio de convivencia estable y abierto, basado en el perdón de los daños cometidos y en la promesa de los proyectos compartidos. Dado que los humanos somos seres vivientes y terrestres, Arendt fundamenta su propuesta política en lo que denomina el “amor al mundo”, que abarca no sólo los amores íntimos, sino también la “amistad cívica” de que hablaba Aristóteles, y el amor a la morada terrestre que compartimos con los demás seres vivos.

Aunque Elias Canetti comparte el “amor al mundo” de Arendt, en Masa y poder (1960) se enfrenta al lado más oscuro de la condición humana. Según él, todas las formas de dominación se fundan en la actividad fisiológica más elemental de los seres humanos: la alimentación carnívora, la costumbre ancestral de cazar, matar y devorar a otros animales. Este modelo metabólico del poder pone de manifiesto la continuidad profunda que nos vincula con los demás animales, pero también la relación de dominio que nos ha llevado a separarnos de ellos. Si la especie humana pudo aparecer, extenderse y adueñarse de toda la Tierra, fue gracias al poder carnívoro que a lo largo de su historia ejerció —y sigue ejerciendo hoy, más que nunca— sobre todos los otros animales. El ser humano se considera “superior” a ellos no porque sea sapiens, sino simplemente porque puede cazarlos, domesticarlos y devorarlos: su poder no es otro que el del “superviviente”. Las relaciones de dominio entre los humanos se basan en la relación carnívora entre el depredador y la presa, el que come y el que es comido. La posterior domesticación de rebaños es el modelo a partir del cual surgió la esclavitud y, en general, el dominio estatal e imperial de unos humanos sobre otros. La culminación histórica de este proceso, según Canetti, es la amenaza del holocausto nuclear.

A medio camino entre el enfoque biológico de Canetti y el enfoque político de Arendt, Michel Foucault elabora un modelo tecnológico del poder centrado en las diferentes “tecnologías de gobierno”: no sólo el “gobierno de los otros”, sino también el “gobierno de sí mismo”. Para Foucault, las relaciones de poder son inmanentes a todas las relaciones sociales y no se reducen a una sola dimensión: la violencia, la propiedad, la ideología o los afectos. Además, entiende el poder como un concepto relacional y relativo, como la capacidad de iniciativa que permite modificar la acción de los otros y que, a su vez, se ve modificada, potenciada o debilitada por ellos. Sólo cuando esas relaciones adoptan una forma asimétrica estable, cabe hablar de dominación. Pero ninguna dominación es definitiva, sino que siempre se ve afectada y alterada por toda clase de resistencias. Aunque Foucault insiste en las múltiples dimensiones del poder, su aportación más relevante ha consistido en analizar las complejas relaciones entre el poder y el saber, es decir, las formas de gobierno que tienen que ver con los conocimientos, las ciencias, las técnicas, los saberes expertos. El problema es que limitó su análisis a las ciencias bio-psico-médicas (es decir, a los saberes que se ocupan de los seres humanos), pero su enfoque puede extenderse también a las ciencias que se ocupan del control de los territorios, de las energías físicas y de los seres vivientes, como traté de mostrar en mi tesis De la guerra a la ciencia (1984) y en el libro La fuerza de la razón (1987).

VI

Desde 1945, hemos entrado en una nueva época que es a un tiempo geológica e histórica, a la que unos llaman “Antropoceno” y otros “Capitaloceno”, porque los seres humanos —o, más bien, los países dominantes del Norte global— nos hemos convertido en una “fuerza geológica”, como advirtió Vladimir Vernadski en La biósfera (1926), capaz de alterar todos los ciclos naturales de la biosfera terrestre. Sobre todo, hemos adquirido el doble poder socio-político y tecno-científico para destruirnos a nosotros mismos y exterminar también a otras muchas especies, convirtiéndonos así en la causa principal de una posible “sexta extinción” de la vida terrestre. Las dos grandes amenazas existenciales que pueden poner en riesgo la supervivencia de la humanidad son el “invierno nuclear”, que sería el resultado de una guerra nuclear mundial, y el “infierno climático”, al que estamos acercándonos vertiginosamente debido a la quema masiva de combustibles fósiles.

En estas nuevas condiciones geohistóricas ya no es posible seguir manteniendo la ontología dualista del Occidente moderno. Los seres humanos formamos parte de una Gran Historia (contada por Fred Spier, David Christian, Cynthia Brown y muchos otros) en que se entrelazan el universo conocido, el sistema solar, el planeta Tierra, la gran diversidad de la vida terrestre y, por último, las miles de sociedades humanas que tuvieron su origen común en África, se dispersaron por todo el planeta y, desde 1492, comenzaron a entretejerse en una sola “ecología-mundo” capitalista caracterizada por la antropización acelerada de todos los ecosistemas terrestres y por la dominación creciente del Norte euro-atlántico sobre todos los otros pueblos del Oriente y del Sur globales.

En el marco de la Gran Historia, el poder como capacidad de agencia ya no es exclusivo de los humanos, sino que también lo ejercen otros muchos seres del mundo, desde las estrellas y los meteoritos hasta los átomos y los volcanes, desde la radiación solar y los gases de la atmósfera terrestre hasta los océanos y las placas tectónicas, desde las plantas y los animales hasta las bacterias y los virus. Los humanos ya no podemos seguir pensando que somos los dueños y señores todopoderosos de una Naturaleza pasiva e inerte a la que podemos dominar y modelar a nuestro antojo, sino que somos simplemente unos seres vivos que interactuamos con todos esos otros agentes vivientes y no vivientes, terrestres y celestes, y especialmente con los ciclos geobioquímicos de la Tierra, en redes de relaciones muy complejas e imprevisibles que podemos alterar, pero que no podemos controlar en modo alguno. Esto requiere un nuevo tipo de pensamiento que no disocie Naturaleza y Sociedad, objetos y sujetos, necesidad y libertad, ciencia y política.

La ecología política nace en estas nuevas condiciones geohistóricas, como un modelo ecológico de poder en que las relaciones de interdependencia que nos permiten a los humanos constituirnos como tales se encuentran inseparablemente entretejidas con las relaciones de ecodepedencia que nos unen a los demás seres y fenómenos de la biósfera. Pero este enfoque ecopolítico nuevo no reemplaza a los precedentes, sino que los retoma y los reelabora, dando lugar a propuestas teóricas híbridas como el Green New Deal, el ecosocialismo y el ecofeminismo.

Citaré sólo unos cuantos ejemplos. En El principio de responsabilidad (1979), Hans Jonas propone repensar el concepto de “responsabilidad” para adecuarlo a la escala planetaria que ha adquirido el “poder” humano en la “civilización tecnológica”. En En paz con el planeta (1990), Barry Commoner denuncia la “guerra” de la “tecnosfera” capitalista contra la “biósfera” terrestre y propone “hacer la paz” entre ambas mediante un sistema tecno-político nuevo que sea a un tiempo justo y sostenible. En Democracia de la Tierra (2005), Vandana Shiva reclama “justicia, sostenibilidad y paz” para las mujeres, los pobres, los colonizados y todos los seres vivos.

Bruno Latour, en su Manifiesto ecológico político (2022), propone formar una “nueva clase ecológica” que agrupe a los colectivos “terrestres” y se enfrente a los “humanos modernos”. Estos últimos están representados por las élites del Norte global (consumistas, tecnólatras, neoliberales y neofascistas), que tratan de mantener sus privilegios a costa del ecocidio y del humanicidio. En cuanto a los “terrestres”, son un conglomerado de actores pacifistas, ecologistas, feministas y decolonialistas que pretenden entablar una alianza pacífica y duradera con los demás seres de la biósfera. La lucha entre ambos frentes ya no gira en torno al crecimiento ilimitado de la producción material, sino en torno a la habitabilidad de la Tierra para los humanos y los no-humanos. Nancy Fraser ha elaborado una propuesta similar en Capitalismo caníbal (2023). Por mi parte, he venido desarrollando este mismo enfoque ecopolítico desde Variaciones de la vida humana (2001).

En resumen, las formas de poder son muy diversas, se combinan entre sí en entramados eco-socio-tecno-simbólicos muy complejos y no han cesado de mutar en el curso de la historia, desde las pequeñas bandas nómadas hasta la ecología-mundo capitalista. Los modelos teóricos que han tratado de identificar la dinámica constitutiva del poder han sido igualmente diversos, pero en general han privilegiado una sola de sus muchas dimensiones y han dejado en la sombra las demás. Así que necesitamos articular esos diferentes modelos para tratar de comprender el polimorfismo del poder, como han propuesto los nuevos enfoques “pluralistas” e “interseccionales”. Además, necesitamos adoptar una perspectiva ecopolítica que reformule las teorías sociocéntricas modernas del poder en el marco de la nueva época geohistórica del Antropoceno/Capitaloceno.


  1. Una primera versión de este ensayo fue presentada el 19 de octubre de 2024 en Alicante (España), en el ciclo «La Filosofía a través de sus conceptos», organizado por la Sociedad de Filosofía de la Provincia de Alicante (SFPA). Las ideas aquí expuestas tienen su germen ya lejano en un curso titulado «Analítica del poder», que estuve dando en años alternos entre 1993-94 y 2006-2007 en la antigua Licenciatura de Filosofía de la Universidad de Murcia. ↩︎
  2. Filósofo, sociólogo y escritor. Su web personal: [ dar clic ]. Muchas de sus publicaciones se encuentran disponibles en la siguiente dirección: [ dar clic ]. ↩︎

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