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Ser mujer, ser madre, ser pensante: la trinidad que incomoda al poder

Alicia Sofía García Muñoz

Prácticamente en cualquier ámbito nos enfrentamos a mecanismos de recompensa y sanción. El cuerpo femenino, inserto en una sociedad tradicional, encarna un ejemplo claro: atraviesa la vida vigilado y con el riesgo no sólo de recibir etiquetas denigrantes, sino de condenar sus divergencias. El mensaje es contundente: cuando los mecanismos del poder no son suficientes para arrebatar el cuerpo, lo calumnian para volverlo indeseable, indigno, deshonroso.

Por: Alicia Sofía García Muñoz 1

El cuerpo feminizado —especialmente cuando encarna maternidad, deseo o disidencia— es visto como un territorio que debe ser colonizado con estándares imposibles, ideales inalcanzables, etiquetas denigrantes, miedos, fajas. El poder que tienen las instituciones para objetivar la mente y el cuerpo es tan grande que puede reducirte a un caso clínico. Ese poder se extiende a todas las áreas de la vida de aquellxs que habitan un cuerpo femenino: un cuerpo que funge como recordatorio de que son “el sexo débil”, histéricas, “mal cogidas”, putas, luchonas; de que “no están tan buenas”; de que, “antes de interesarse por causas sociales, les debería interesar perder peso”. Pero el poder, sobre todo, les recuerda que no se pertenecen.

La violencia simbólica que, a manera de verdugo, despliega este poder tiene un objetivo claro: castigar, disciplinar, imponer y corregir cualquier acción percibida como demasiado viril para un cuerpo feminizado. Aquello atribuido a la mujer es frágil, débil, está mal. Nadie quiere parecer mujer: qué horror sería correr como una, llorar como una o hacer cualquier cosa que parezca femenina.

No es coincidencia que las mujeres pertenecientes a la comunidad transgénero sean una población marginada, afectadas por ese poder masculino imperante. Ser mujer y transgénero es percibido por ese mismo poder como la renuncia a todos los privilegios que brinda ser hombre: se interpreta como una autocastración. Por tal motivo, este poder masculino, heterosexual y cisgénero les recuerda que, en un mundo dirigido por y para hombres, los cuerpos femeninos no caben, no son importantes, son objetos de consumo. Se trata de cuerpos creados para dar el placer, para acompañar, pero nunca para destacar.

El cuerpo femenino es un territorio que se interviene según la necesidad del patriarca: para que no se ría tan fuerte o para que sonría más; para que se siente con las piernas cerradas —o las abra—, conforme al deseo del hombre. Se interviene para recordarle que no basta con ser bonita: también hay que ser inteligente…pero no tanto como para cuestionarlo.

Fui madre a los 20 años. Ya fuese por la maternidad o el embarazo, nunca suspendí mis estudios ni algo que quisiera ser o hacer, aunque estuve a punto de hacerlo cuando un profesor me llamó “puta” y “mala madre” en un salón de clases. Estuve a punto de rendirme cuando a mis compañeros varones se les cuestionó si estarían con una mujer como yo, y todos respondieron que no, a pesar de que yo nunca elegiría a un hombre como ellos. En ese momento entendí que importaba poco mi voluntad: eran ellos, los hombres, quienes tenían el poder de decidir sobre mi cuerpo. Ellos decidían si poseerlo o juzgarlo.

En esa aula se me recordó que una mujer como yo, madre soltera, no podía “provocar” a los hombres ni tener intimidad con quien eligiera, pues la etiqueta grabada en mi pelvis grita “madre soltera” e implica que busco constantemente un hombre que “me ayude”, que me apoye a criar, que cumpla su papel masculino: porque, sin un hombre al frente, la familia está destinada al fracaso. Esa insignia sugiere que, si un “buen hombre” llega a nuestra vida, nos hace un favor al tratarnos bien y al sacrificarse por una carga que no le corresponde. Ese sello que delata mi estado civil también anuncia que no soy la madre adorada por México —aquélla que pudo tener un hijo varón sin dejar de ser virgen— y que, si no me ajusto al molde, nunca hallaré al hombre que cargue el peso de estar con una mujer ya “cogida y preñada”.

Ese día, cuando fui llamada “puta” por mi profesor, nadie hizo nada. Nadie protestó. No por acuerdo, sino porque tanto hombres como mujeres estamos habituados a ejercer violencia contra lo que desafía la norma. A las mujeres se nos educa para no perturbar, para callar, para evitar nombrar las cosas. Los hombres, por su parte, tienen tan internalizado el poder masculino que mantienen un pacto de no confrontación: no desafían a otros hombres, ni siquiera cuando son violentos, aunque ese mismo sistema que oprime a las mujeres los victimiza primero.

Dentro del sistema académico, pocas veces he visto estudiantes que encajen completamente en el papel del “entregado cien por ciento al estudio”. He visto cuerpos cansados, cuerpos que desean, cuerpos que lloran, cuerpos que no se adaptan. Pero cuando esos cuerpos encarnan feminidad, no sólo desafían al sistema educativo: lo amenazan. Y ante esa amenaza, el poder responde con control, burla e insultos.

Decir “puta” o “mala madre” no es una falta ética simple: es violencia simbólica. Es recordarle a la mujer que su cuerpo está bajo vigilancia. Es un mecanismo de control y castigo para mantenernos al margen. Ese acto no fue un error ni un “performance de ignorancia”. Llamar “puta” a una mujer implica declararla inservible para el hombre, convertirla de sujeto deseante en objeto de goce masculino. Dicho gesto conlleva un imperativo: si una mujer goza como un hombre, será reducida a su sexo. Llamarla “mala madre” le grita al mundo —y a ella misma—: “¡fallaste en lo único que no podías fallar!”. Cuando una mujer se sale del guion, hay que corregirla. El propósito de ese profesor y de algunxs compañerxs —hombres y mujeres— era claro: recordarme mi lugar como mujer que materna, recordarme el “deber ser” que rechazo.

El cuerpo guarda memoria de las violencias, incluso cuando no se nombran. El cuerpo femenino aprende a vivir con esas violencias, no a pesar de ellas. Se calla, se resigna y, a veces, se culpa. Aún recuerdo esa escena: mis compañeros sentados en círculo y yo en el centro, cuestionada por aspectos irrelevantes en un aula. Recuerdo la sensación de estar atrapada dentro de mi propio cuerpo, como si el profesor se hubiera apropiado de mi voz, de mi presencia incómoda. Y aunque físicamente no ocurrió, simbólicamente sí lo hizo. Su mensaje fue claro: no me pertenezco. Yo pertenezco a un estándar, como mis compañeras. Pero yo, que materno, cargo el peso de fallar siempre: le fallo a mi yo mujer o le fallo a mi hija. Ese día, mi cuerpo se convirtió en el ejemplo de lo que no se debe ser.

Ser madre, ser pensante, ser deseante es una amenaza en espacios que no toleran complejidad. Encarné una ruptura del orden simbólico institucional, como si no hubiera lugar para un ser que no se reduce a su función maternal, sino que se atreve a existir como individua. El título “madre soltera” exige anunciar no sólo la maternidad, sino también el “fracaso” conyugal. Debes advertir que no pudiste —o no quisiste— retener a un hombre; que no vives según los valores que “cimientan a la sociedad”. Así se clasifica a las mujeres que no son “buenas mujeres”.

La existencia del término “madre soltera” presupone un “padre soltero”, pero éste no es un término común porque el padre no falla. El padre soltero es un hombre que “sigue sus instintos”. Él, “dispuesto” a reducirse al papel de proveedor, no responde ante el mismo orden: incluso se le aplaude por “salir de su rol”, al asumir tareas maternas. Para la mirada colectiva, hace algo extraordinario: cargar con el hijo de una mujer que “no pudo” ser la gran mujer detrás de un gran hombre.

La responsabilidad de habitar un cuerpo feminizado es un martirio constante. Maternar en solitario implica llevar en la frente una etiqueta que te recuerda que eres “mala mujer”: si estás sola, con un hijo, es tu castigo por no encajar como madre devota ni como “buena mujer”.

Cuando has fallado tanto al rol de mujer como al de madre, aprendes a resistir. Respiras tus ideales porque sabes que siempre fracasarás en una sociedad que no da espacio a dinámicas naturales como la maternidad —mucho menos en solitario—. Así resistes: desde el silencio, desde la crianza, desde el deseo. Ese deseo te impulsa a no reducirte a un género. Desde tu nuevo rol de “puta” y “mala madre”, resistes porque ya nada importa. Porque siempre defraudarás a una sociedad que no está hecha para mujeres ni infancias. Resistes porque esos códigos sólo existen en mentes empobrecidas que encuentran cómodo actuar su personaje sin cuestionarlo. Cuando alguien se sale del guion —aunque sea por error—, se le señala como “enfermo”, nunca como síntoma. Quien se sale del papel y lo disfruta se vuelve un peligro. Por eso hay que condenarlxs, aislarlxs, etiquetarlxs. Pero, incluso desde nuestros cuerpos cansados, señalados y mallugados, se resiste.


  1. Escritora freelance. ↩︎

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